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A nivel global, agosto de 2023 fue el mes más caluroso del planeta desde 1850. No obstante, en “mi barrio” (vereda La Sardina, zona rural de Florencia, Caquetá) llevamos un par de meses viviendo el preludio de lo que será la constante en los próximos 2 años: una seguidilla de sequías y quemas en la Amazonía, como consecuencia del fenómeno de El Niño. Los servicios meteorológicos encendieron las alertas desde el año pasado; infortunadamente, no tomamos las precauciones necesarias y hoy estamos poco preparados para asumir sus consecuencias.
Lo que está sucediendo en la Amazonía y en la mayoría de los territorios rurales de Colombia es un llamado de urgencia para que todos, el sector público, privado, las comunidades y los académicos nos pongamos en la tarea de “desenredar la pita” sobre un financiamiento integral que no solamente posibilite la reducción de emisiones, sino también la conservación/restauración de los ecosistemas y la biodiversidad. (Lea: La naturaleza es un eje central para la paz de Colombia, ¿por qué?)
Llevo cuatro años restaurando un piloto de 30 hectáreas en Caquetá y he derivado un promedio de inversión muy conservador de entre $20 y 27 de millones por hectárea, necesarios para la gestión del suelo, la siembra de árboles nativos y un plan de manejo de tres años (la cifra puede disminuir si se implementa restauración pasiva o natural, pero igualmente el costo de oportunidad del “No Uso” de la tierra por parte de los ganaderos o agricultores debe ser compensado o financiado).
Extrapolando este cálculo, si nos fuéramos a un extremo técnico de una restauración total, emulando las condiciones de los bosques de referencia, para lograr restaurar la totalidad de las cerca de 1.1 millones de hectáreas en zona de lomerío y baja montaña en el Piedemonte Amazónico caqueteño, se necesitarán cerca de 22 billones de pesos (un poquito más del recaudo motivado por la reforma tributaria para el 2023). Esta cifra que aplica a los proyectos de Forestación, Reforestación y Revegetación (ARR por sus siglas en inglés)sería exorbitante si la lleváramos a las casi 21 millones de hectáreas transformadas por usos agropecuarios que tiene el país. (Lea: Saber dónde restaurar, clave para recuperar los bosques del país)
Por supuesto, el dato anterior es un dato orientado al extremo de los extremos ecológicos. Pero desde un punto de vista más pragmático, encontré una cifra de transición menos extrema y más realista, en donde se balancea el enfoque ecológico con el productivo. Mencionaré primero el dato y posteriormente la fuente:
“Para reducir las emisiones provenientes del uso de la tierra y retener y restablecer la capacidad de adaptación de los paisajes en consonancia con los objetivos de mitigación de Colombia, se debería reducir rápidamente la deforestación a no más de 37.500 hectáreas por año, y para 2030 sería necesario reforestar 25.000 hectáreas de tierra, forestar 620.000 hectáreas y restaurar 5,8 millones de hectáreas. El uso de la tierra —principalmente la contención de la deforestación, la restauración y la forestación— deberá representar el 52% de las reducciones de emisiones de Colombia para 2030 y el 44% para 2050.”
En otras palabras: dinero es lo que se necesita para lograr las metas de restauración y conservación, y en general, cumplir con las metas climáticas de reducción del 51% de las emisiones para el año 2030. Entonces, la pregunta es ¿quién debe financiar estas metas, en especial las de restauración de ecosistemas? La confirmación de mi hipótesis, la encontré en un tremendo estudio que está recién salido del horno y que fue elaborado por el Banco Mundial: Informe sobre Clima y Desarrollo del País. El Informe, además de señalar el dato que mencioné en el párrafo anterior, dice claramente quién tiene mayores oportunidades para financiar las medidas de mitigación y adaptación ante el cambio climático, y en específico, de restauración de ecosistemas: “En las condiciones adecuadas, entre 2023 y 2050, alrededor del 80 %, en promedio, de la inversión necesaria podría provenir del sector privado”.
Así, el rol del dinero público y de la cooperación internacional deben ser bienvenidos como catalizadores de la financiación verde. Celebro, por ejemplo, que el país tenga ya una Taxonomía Verde, especialmente para el enfoque climático, pero nos urge, es fundamental avanzar rápidamente en la Taxonomía de la Biodiversidad, para que el sector financiero y de inversión, comprenda, en primer lugar, ¿qué es realmente la biodiversidad? Y segundo, su caso de negocio al invertir en su conservación y restauración con las comunidades locales. (Lea: Recuperar los bosques y ecosistemas marinos, la tarea del país en los próximos años)
Hoy en día la pita está enredada en un instrumento de financiamiento donde participan, principalmente, los actores privados y las comunidades: los mercados de carbono. Un instrumento que está sujeto a críticas, pero que es aún perfectible si se construye de manera colaborativa.
Se preguntarán ustedes, ¿qué tuercas hay por ajustar? Todas las que nos podamos imaginar (mejores salvaguardas, mejor información, datos y mecanismos de trazabilidad y verificación, etc.). Sin embargo, este instrumento también es sinónimo de oportunidades. Para ejemplificar, si tomamos el caso del lugar donde vivo, la Amazonía colombiana, sumando el PIB de los seis departamentos amazónicos (el 42% del territorio nacional) solo se llega al 0.96% del PIB nacional.
Imagínese ¿cuánto podrían contribuir ellos al PIB si la inversión extranjera directa se promoviera para proyectos ARR y de conservación, dentro del marco de unas buenas y concertadas salvaguardas y mecanismos de transparencia y distribución justa y equitativa de beneficios? Esto, sin duda, sería una revolución para nuestras zonas rurales en la Amazonía y demás regiones del país.
En síntesis, todos deberíamos aportar, de una u otra manera, en la financiación de los procesos de conservación y restauración de nuestros ecosistemas. Estoy convencido de que podemos construir, no solo uno, sino varios instrumentos financieros con la suma de los recursos públicos y privados para garantizar la salud de los ecosistemas en las zonas públicas, colectivas y privadas del territorio nacional. De lograrlo, tendremos la mejor medida de adaptación para los 50 millones de colombianos, ante lo que ya es inevitable: el cambio climático.
Para finalizar, y con el objetivo de contribuir a desenredar la pita y con la voluntad de acercarme a una orilla objetiva, estoy cocinando una siguiente columna que llamaré “Lo bueno, lo malo y lo “por mejorar” de los mercados de carbono”. Será una compilación de opiniones de personas que trabajan en los sectores público, privado, academia, ciencia y ONGs ambientales (ya llevo 27). Expondré los tres tipos de argumentos que alimentan el título de dicha columna.
El tiempo pasa y las consecuencias del Cambio Climático se acentúan. Pronto llegará diciembre con su alegría y con sus quemas en la Amazonía, acentuadas por el fenómeno de El Niño que se extenderán hasta finales de febrero. De momento me dispongo desde Amazonía Emprende en Caquetá a rescatar semillas de especies nativas para llegar más preparado a contrarrestar los efectos de la deforestación, a partir de marzo, cuando podamos volver a sembrar árboles en los procesos de restauración de ecosistema que implementamos.
El mensaje es claro: no dejemos pasar la oportunidad de jugar a la pirinola de la conservación y la restauración: todos ponemos y todos ganamos. El sector privado definitivamente puede hacer mover esta pirinola con más fuerza, tan solo necesita de las condiciones habilitantes idóneas motivadas por el sector público para lograrlo. Me despido diciendo: espero que la presente columna, y la que desde ya les anticipo, pueda contribuir a tejer puentes de colaboración para la construcción de instrumentos financieros concertados y diseñados entre todos.