Bill Gates propone primas verdes contra la crisis climática
El fundador de Microsoft dedicó diez años a investigaciones científicas y con base en ello escribió el libro “Cómo evitar un desastre climático”, que esta semana llegó a Colombia. Fragmento exclusivo.
Bill Gates * / Especial para El Espectador
La razón por la que el mundo emite tantos gases de efecto invernadero es que las tecnologías energéticas actuales son, con diferencia, las más baratas disponibles (sin tener en cuenta los perjuicios a largo plazo que ocasionan). Así pues, lograr que nuestra mastodóntica economía energética abandone las tecnologías “sucias” y emisoras de carbono en beneficio de las tecnologías de cero emisiones conllevará un costo. Pero ¿qué costo? En algunos casos podemos calcular la diferencia de forma directa. Si existe una versión sucia y otra limpia de lo mismo, basta con comparar los precios.
La mayoría de estas soluciones neutras en carbono son más caras que sus equivalentes basadas en combustibles fósiles. En parte, esto se debe a que los precios de los combustibles fósiles no reflejan los daños medioambientales que causan, por lo que parecen más baratos que la alternativa. (Le puede interesar: Otras pandemias que predice Bill Gates).
Yo llamo a estos costos adicionales “primas verdes”. He consultado a muchas personas respecto a la prima verde, entre ellas a varios expertos de Rhodium Group, Evolved Energy Research y al climatólogo Ken Caldeira. Si deseas más información sobre cómo se calcularon las primas verdes para este libro, visita breakthroughenergy.org.
Cada vez que mantengo una conversación sobre el cambio climático, las primas verdes no dejan de rondarme la cabeza. Quiero dedicar un momento a explicar qué significa. No existe una sola prima verde. Hay muchas: para la electricidad, para los diversos carburantes, para el cemento, etcétera.
La magnitud de la prima verde depende de lo que se sustituye y de aquello por lo que se sustituye. El costo del combustible para aviones neutro en carbono no es el mismo que el de la electricidad producida a partir de energía solar. He aquí un ejemplo de cómo funcionan las primas verdes en la práctica.
El precio medio de venta al público del combustible de aviación en Estados Unidos en los últimos años ha sido de US$0,58 por litro. Los biocombustibles avanzados para aviones cuestan en promedio US$1,41 por litro (cuando están disponibles). Por consiguiente, la prima verde para el combustible neutro en carbono es la diferencia entre estos dos precios; es decir, US$0,83. Eso supone una prima de más del 140 %. (Recomendamos: Bill Gates patrocina investigación sobre el sol).
En casos excepcionales, la prima verde puede ser negativa; en otras palabras, es posible que adoptar una tecnología verde resulte más barato que continuar usando combustibles fósiles. Por ejemplo, según donde vivas, quizás ahorres si reemplazas la caldera de gas natural y el aire acondicionado por una bomba de calor eléctrica. En Oakland, esto reduciría en un 14 % tus gastos de climatización, mientras que en Houston el ahorro ascendería al 17 %.
Cabría imaginar que una tecnología con una prima verde negativa ya se habría adoptado en todo el mundo. En líneas generales, así es, pero existe un desfase entre la aparición de una nueva tecnología y su implementación (sobre todo en cosas como las calderas domésticas, que no se cambian muy a menudo).
Una vez calculadas las primas verdes para todas las opciones neutras en carbono, se puede empezar a hablar en serio de si los sacrificios valen la pena o no. ¿Cuánto estamos dispuestos a pagar por abrazar las alternativas verdes? ¿Compraremos biocombustibles avanzados a un precio dos veces superior al del combustible para aviones? ¿Compraremos cemento verde, que cuesta el doble que el normal?
Por cierto, cuando pregunto ¿cuánto estamos dispuestos a pagar? me refiero a “nosotros” en una escala global. No se trata solo de lo que los estadounidenses o europeos podamos permitirnos. No cuesta imaginar primas verdes lo bastante elevadas como para que Estados Unidos esté dispuesto a pagarlas y en condiciones de hacerlo, pero India, China, Nigeria y México no. Necesitamos primas tan bajas que le permitan descarbonizarse a todo el mundo.
Hay que reconocer que las primas verdes son un blanco móvil. A la hora de calcularlas se dan muchas cosas por sentadas; al escribir este libro, he aceptado las que me parecían razonables, pero otras personas bien informadas podrían partir de supuestos distintos y llegar a resultados distintos. Más importante que los precios concretos es saber si una tecnología verde determinada es casi tan barata como su equivalente en combustibles fósiles y, para los casos en que no lo es, pensar en cómo la innovación puede reducir su precio.
Espero que las primas verdes que menciono en este libro den pie a una discusión más a fondo sobre la cuestión de los costos que acarreará la transición hacia el cero. Espero también que otras personas hagan sus propios cálculos de las primas, y me alegraría mucho descubrir que algunas no son tan altas como yo pensaba. Las que he calculado en este libro constituyen una herramienta imperfecta para comparar costos, pero mejor eso que nada.
En particular, las primas verdes son un instrumento estupendo para tomar decisiones. Nos ayudan a hacer un uso óptimo de nuestro tiempo, atención y dinero. Tras estudiar las distintas primas, podemos decidir qué soluciones neutras en carbono debemos implementar ya y en qué campos debemos buscar avances porque las alternativas limpias no son lo bastante económicas. Nos ayudan a responder preguntas como estas: ¿qué opciones neutras en carbono deberíamos implementar ya?
Respuesta: las que tengan una prima verde baja o nula. Si no estamos poniendo ya en práctica estas soluciones, es señal de que el costo no es el impedimento. Otro factor —como una política pública caduca o la falta de concienciación— nos impide desplegarlas a gran escala.
¿Hacia dónde debemos orientar los gastos en investigación y desarrollo, las inversiones iniciales y los esfuerzos de nuestros mejores inventores? Respuesta: hacia donde decidamos que nuestras primas verdes son demasiado altas. Es allí donde el costo adicional de la opción neutra en carbono constituirá un obstáculo para la descarbonización y una oportunidad para las nuevas tecnologías, empresas y productos que la hagan asequible.
Los países punteros en investigación y desarrollo pueden crear nuevos productos, abaratarlos y exportarlos a los lugares que no pueden pagar las primas actuales. Esto hará innecesarias las discusiones sobre si todos los países están arrimando el hombro para evitar un desastre climático; en cambio, Estados y empresas competirán por desarrollar y comercializar las innovaciones asequibles que ayuden al mundo a alcanzar las cero emisiones.
Una última ventaja del concepto de primas verdes: puede funcionar como un sistema de medición que nos indique el progreso que hemos hecho en la lucha contra el cambio climático.
En este sentido, las primas verdes me recuerdan un problema con el que topamos Melinda y yo cuando empezamos a trabajar en el terreno de la salud global. Los expertos nos informaban de cuántos niños morían al año en todo el mundo, pero no podían decirnos gran cosa acerca de la causa de esas muertes.
Sabíamos que cierto número de niños fallecían debido a la diarrea, pero ignorábamos qué la ocasionaba. ¿Cómo íbamos a determinar qué innovaciones podrían salvar vidas si no sabíamos por qué morían los niños?
Así pues, con la colaboración de socios de todo el mundo, financiamos varios estudios para averiguar qué estaba acabando con las vidas de esos niños. Al final, logramos rastrear las muertes con mucho más detalle y obtener datos que allanaron el camino hacia avances importantes.
Descubrimos, por ejemplo, que la neumonía se hallaba detrás de una parte considerable de la mortalidad infantil anual. Aunque ya existía una vacuna neumocócica, era tan cara que los países pobres no la compraban (además, tenían pocos incentivos para comprarla, pues ignoraban cuántos niños fallecían a causa de esta enfermedad). Sin embargo, en cuanto vieron los datos —y varios donantes accedieron a sufragar buena parte del coste—, comenzaron a incluir la vacuna en sus programas de salud, y al cabo de un tiempo nos fue posible costear una mucho más barata que ahora se utiliza en multitud de países.
Las primas verdes pueden conseguir algo parecido respecto a las emisiones de gases de efecto invernadero. Nos ofrecen una perspectiva distinta de la de las cifras en bruto, que nos indican a qué distancia nos encontramos del objetivo pero no cuánto nos costará alcanzarlo.
¿Cuánto costaría utilizar las herramientas neutras en carbono de que disponemos en la actualidad? ¿Qué innovaciones ejercerían un mayor impacto sobre las emisiones? Las primas verdes responden a estas preguntas al determinar el precio que tendremos que pagar por llegar al cero, sector por sector, y al poner de relieve las áreas en las que deberemos innovar, del mismo modo que los datos nos indicaban que debíamos apostar fuerte por la vacuna neumocócica.
En algunos casos, como en el ejemplo del combustible para aviones citado antes, el enfoque directo para calcular las primas verdes es sencillo. Sin embargo, cuando lo aplicamos a escala más general surge un problema: no disponemos de equivalentes directos verdes para todo. No existe un cemento neutro en emisiones (al menos de momento). ¿Cómo podemos formarnos una idea aproximada del costo que tendría una solución verde en esos casos?
Podemos hacerlo por medio de un experimento mental. “¿Cuánto costaría retirar todo el carbono de la atmósfera directamente?”. Esta idea tiene un nombre: se llama “captura directa de aire” (DAC, por sus siglas en inglés). En pocas palabras, la DAC consiste en insuflar aire a través de un filtro que absorbe dióxido de carbono, que luego se guarda de forma segura.
Se trata de una tecnología cara y poco probada, pero, si diera buenos resultados a gran escala, nos permitiría capturar dióxido de carbono con independencia de cuándo y dónde se produjera. La planta de captura directa que ya está en funcionamiento, en Suiza, absorbe gases que bien podrían haber salido hace diez años de una termoeléctrica de carbón en Texas.
Para calcular cuán costoso sería este sistema, solo necesitamos dos datos: la cantidad de emisiones mundiales y el costo de absorber emisiones utilizando la DAC. El número de emisiones ya lo conocemos: son 51.000 millones de toneladas al año. En cuanto al costo que supone retirar del aire una tonelada de carbono, la cifra no se ha establecido de manera definitiva, pero es de al menos US$200 por tonelada.
Creo que es realista esperar que, con un poco de innovación, se reduzca a US$100 por tonelada, así que me ceñiré a este número. Lo que nos lleva a la siguiente ecuación: 51.000 millones de toneladas al año x US$100 por tonelada = US$5,1 billones al año.
En otras palabras, la opción de utilizar la DAC para resolver el problema del clima costaría al menos US$5,1 billones al año, cada año, mientras continuáramos produciendo emisiones. Eso representa cerca del 6 % de la economía mundial. Se trata de una suma estratosférica, aunque, en realidad, esta teórica tecnología DAC saldría mucho más barata que si intentáramos reducir las emisiones paralizando sectores de la economía, como hemos hecho durante la pandemia.
En Estados Unidos, según datos del Rhodium Group, el costo por tonelada para la economía oscilaba entre US$2.600 y US$3.300. En la Unión Europea, se aproximaba más a los US$4.000 por tonelada. Dicho de otro modo, era entre 25 y 40 veces más caro que los US$100 por tonelada que esperamos que cueste algún día.
Como ya había mencionado, la solución basada en la DAC es solo un experimento mental. En la vida real, la tecnología DAC no está preparada para ser implementada en todo el mundo y, aunque lo estuviera, sería un método de lo más ineficiente para resolver el problema del carbono en la atmósfera.
No está claro que seamos capaces de almacenar cientos de miles de millones de toneladas de carbono de manera segura. No existe una forma práctica de recaudar US$5,1 billones al año ni de asegurarnos de que todo el mundo pague la parte que le corresponde. Incluso el intento de definir qué parte corresponde en justicia a cada uno provocaría conflictos políticos considerables.
Necesitaríamos construir más de cincuenta mil plantas de captura directa en todo el mundo solo para lidiar con las emisiones que estamos produciendo ahora mismo. Por otro lado, la DAC no funciona con el metano u otros gases de efecto invernadero, solo con el dióxido de carbono. Además, seguramente sería la solución más cara; en muchos casos, saldría más barato acabar con las emisiones de gases de efecto invernadero.
Incluso si se consiguiera que la DAC funcionara a escala mundial —y no hay que olvidar que soy un optimista en lo que a la tecnología se refiere—, lo más seguro es que no se podría desarrollar ni desplegar con rapidez suficiente para evitar daños graves al medio ambiente. Por desgracia, no podemos limitarnos a esperar que nos salve una tecnología futura como la DAC. Debemos empezar a salvarnos a nosotros mismos desde este instante.
* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Plaza & Janés.
El método de su investigación (I)
“Cuando empecé a documentarme acerca del cambio climático no dejaba de toparme con datos que me resultaban difíciles de digerir. Las cifras eran tan desorbitadas, que costaba visualizarlas. ¿Quién puede hacerse una idea de lo que son 51.000 millones de toneladas de gas? Otro problema era que los datos con que me encontraba aparecían desprovistos de contexto. Un artículo afirmaba que un programa de intercambio de emisiones de Europa había reducido la huella de carbono del sector aeronáutico en 17 millones de toneladas al año. Sin duda parece mucho, pero, ¿lo es en realidad? ¿Qué porcentaje del total representa? El artículo no lo especificaba. Las omisiones eran habituales. Con el tiempo desarrollé un esquema mental para asimilar lo que estaba aprendiendo. Me ayudó a identificar las ideas más prometedoras. He descubierto que este enfoque sirve para iniciarme en casi cualquier tema: primero intento formarme una idea general, lo que me proporciona un contexto en el que interpretar los datos nuevos. Esto me dotó de cierta intuición para saber si una cantidad era grande o pequeña, y cómo de caras podían ser las cosas”.
El método de su investigación (II)
1. “Cada vez que leo un texto que menciona cierta cantidad de gases de efecto invernadero echo unas cuentas rápidas para convertirla en un porcentaje del total anual de 51.000 millones de toneladas. Para mí, tiene más sentido que otras comparaciones, como ‘tantas toneladas equivalen a retirar un carro de la circulación’. ¿Quién sabe cuántos carros hay en circulación, para empezar, o cuántos hay que retirar para combatir el cambio climático? Prefiero relacionarlo todo con el objetivo principal de dejar de emitir 51.000 millones de toneladas al año”.
2. “Si hablamos de un plan para afrontar el cambio climático, debemos contemplar todo lo que hacemos los humanos y que provoca gases de efecto invernadero. Cosas como la electricidad y los autos atraen mucha atención, pero no son más que la punta del iceberg. El turismo representa menos de la mitad de las emisiones derivadas del transporte, que a su vez constituyen el 16 % de las emisiones totales. La producción de acero y cemento suma cerca del 10 % de todas las emisiones. La pregunta ‘¿Qué planeas hacer con el cemento?’ es un recordatorio de que para formular un plan exhaustivo contra el cambio climático deben considerarse muchas otras cosas aparte de la electricidad y los autos”.
La razón por la que el mundo emite tantos gases de efecto invernadero es que las tecnologías energéticas actuales son, con diferencia, las más baratas disponibles (sin tener en cuenta los perjuicios a largo plazo que ocasionan). Así pues, lograr que nuestra mastodóntica economía energética abandone las tecnologías “sucias” y emisoras de carbono en beneficio de las tecnologías de cero emisiones conllevará un costo. Pero ¿qué costo? En algunos casos podemos calcular la diferencia de forma directa. Si existe una versión sucia y otra limpia de lo mismo, basta con comparar los precios.
La mayoría de estas soluciones neutras en carbono son más caras que sus equivalentes basadas en combustibles fósiles. En parte, esto se debe a que los precios de los combustibles fósiles no reflejan los daños medioambientales que causan, por lo que parecen más baratos que la alternativa. (Le puede interesar: Otras pandemias que predice Bill Gates).
Yo llamo a estos costos adicionales “primas verdes”. He consultado a muchas personas respecto a la prima verde, entre ellas a varios expertos de Rhodium Group, Evolved Energy Research y al climatólogo Ken Caldeira. Si deseas más información sobre cómo se calcularon las primas verdes para este libro, visita breakthroughenergy.org.
Cada vez que mantengo una conversación sobre el cambio climático, las primas verdes no dejan de rondarme la cabeza. Quiero dedicar un momento a explicar qué significa. No existe una sola prima verde. Hay muchas: para la electricidad, para los diversos carburantes, para el cemento, etcétera.
La magnitud de la prima verde depende de lo que se sustituye y de aquello por lo que se sustituye. El costo del combustible para aviones neutro en carbono no es el mismo que el de la electricidad producida a partir de energía solar. He aquí un ejemplo de cómo funcionan las primas verdes en la práctica.
El precio medio de venta al público del combustible de aviación en Estados Unidos en los últimos años ha sido de US$0,58 por litro. Los biocombustibles avanzados para aviones cuestan en promedio US$1,41 por litro (cuando están disponibles). Por consiguiente, la prima verde para el combustible neutro en carbono es la diferencia entre estos dos precios; es decir, US$0,83. Eso supone una prima de más del 140 %. (Recomendamos: Bill Gates patrocina investigación sobre el sol).
En casos excepcionales, la prima verde puede ser negativa; en otras palabras, es posible que adoptar una tecnología verde resulte más barato que continuar usando combustibles fósiles. Por ejemplo, según donde vivas, quizás ahorres si reemplazas la caldera de gas natural y el aire acondicionado por una bomba de calor eléctrica. En Oakland, esto reduciría en un 14 % tus gastos de climatización, mientras que en Houston el ahorro ascendería al 17 %.
Cabría imaginar que una tecnología con una prima verde negativa ya se habría adoptado en todo el mundo. En líneas generales, así es, pero existe un desfase entre la aparición de una nueva tecnología y su implementación (sobre todo en cosas como las calderas domésticas, que no se cambian muy a menudo).
Una vez calculadas las primas verdes para todas las opciones neutras en carbono, se puede empezar a hablar en serio de si los sacrificios valen la pena o no. ¿Cuánto estamos dispuestos a pagar por abrazar las alternativas verdes? ¿Compraremos biocombustibles avanzados a un precio dos veces superior al del combustible para aviones? ¿Compraremos cemento verde, que cuesta el doble que el normal?
Por cierto, cuando pregunto ¿cuánto estamos dispuestos a pagar? me refiero a “nosotros” en una escala global. No se trata solo de lo que los estadounidenses o europeos podamos permitirnos. No cuesta imaginar primas verdes lo bastante elevadas como para que Estados Unidos esté dispuesto a pagarlas y en condiciones de hacerlo, pero India, China, Nigeria y México no. Necesitamos primas tan bajas que le permitan descarbonizarse a todo el mundo.
Hay que reconocer que las primas verdes son un blanco móvil. A la hora de calcularlas se dan muchas cosas por sentadas; al escribir este libro, he aceptado las que me parecían razonables, pero otras personas bien informadas podrían partir de supuestos distintos y llegar a resultados distintos. Más importante que los precios concretos es saber si una tecnología verde determinada es casi tan barata como su equivalente en combustibles fósiles y, para los casos en que no lo es, pensar en cómo la innovación puede reducir su precio.
Espero que las primas verdes que menciono en este libro den pie a una discusión más a fondo sobre la cuestión de los costos que acarreará la transición hacia el cero. Espero también que otras personas hagan sus propios cálculos de las primas, y me alegraría mucho descubrir que algunas no son tan altas como yo pensaba. Las que he calculado en este libro constituyen una herramienta imperfecta para comparar costos, pero mejor eso que nada.
En particular, las primas verdes son un instrumento estupendo para tomar decisiones. Nos ayudan a hacer un uso óptimo de nuestro tiempo, atención y dinero. Tras estudiar las distintas primas, podemos decidir qué soluciones neutras en carbono debemos implementar ya y en qué campos debemos buscar avances porque las alternativas limpias no son lo bastante económicas. Nos ayudan a responder preguntas como estas: ¿qué opciones neutras en carbono deberíamos implementar ya?
Respuesta: las que tengan una prima verde baja o nula. Si no estamos poniendo ya en práctica estas soluciones, es señal de que el costo no es el impedimento. Otro factor —como una política pública caduca o la falta de concienciación— nos impide desplegarlas a gran escala.
¿Hacia dónde debemos orientar los gastos en investigación y desarrollo, las inversiones iniciales y los esfuerzos de nuestros mejores inventores? Respuesta: hacia donde decidamos que nuestras primas verdes son demasiado altas. Es allí donde el costo adicional de la opción neutra en carbono constituirá un obstáculo para la descarbonización y una oportunidad para las nuevas tecnologías, empresas y productos que la hagan asequible.
Los países punteros en investigación y desarrollo pueden crear nuevos productos, abaratarlos y exportarlos a los lugares que no pueden pagar las primas actuales. Esto hará innecesarias las discusiones sobre si todos los países están arrimando el hombro para evitar un desastre climático; en cambio, Estados y empresas competirán por desarrollar y comercializar las innovaciones asequibles que ayuden al mundo a alcanzar las cero emisiones.
Una última ventaja del concepto de primas verdes: puede funcionar como un sistema de medición que nos indique el progreso que hemos hecho en la lucha contra el cambio climático.
En este sentido, las primas verdes me recuerdan un problema con el que topamos Melinda y yo cuando empezamos a trabajar en el terreno de la salud global. Los expertos nos informaban de cuántos niños morían al año en todo el mundo, pero no podían decirnos gran cosa acerca de la causa de esas muertes.
Sabíamos que cierto número de niños fallecían debido a la diarrea, pero ignorábamos qué la ocasionaba. ¿Cómo íbamos a determinar qué innovaciones podrían salvar vidas si no sabíamos por qué morían los niños?
Así pues, con la colaboración de socios de todo el mundo, financiamos varios estudios para averiguar qué estaba acabando con las vidas de esos niños. Al final, logramos rastrear las muertes con mucho más detalle y obtener datos que allanaron el camino hacia avances importantes.
Descubrimos, por ejemplo, que la neumonía se hallaba detrás de una parte considerable de la mortalidad infantil anual. Aunque ya existía una vacuna neumocócica, era tan cara que los países pobres no la compraban (además, tenían pocos incentivos para comprarla, pues ignoraban cuántos niños fallecían a causa de esta enfermedad). Sin embargo, en cuanto vieron los datos —y varios donantes accedieron a sufragar buena parte del coste—, comenzaron a incluir la vacuna en sus programas de salud, y al cabo de un tiempo nos fue posible costear una mucho más barata que ahora se utiliza en multitud de países.
Las primas verdes pueden conseguir algo parecido respecto a las emisiones de gases de efecto invernadero. Nos ofrecen una perspectiva distinta de la de las cifras en bruto, que nos indican a qué distancia nos encontramos del objetivo pero no cuánto nos costará alcanzarlo.
¿Cuánto costaría utilizar las herramientas neutras en carbono de que disponemos en la actualidad? ¿Qué innovaciones ejercerían un mayor impacto sobre las emisiones? Las primas verdes responden a estas preguntas al determinar el precio que tendremos que pagar por llegar al cero, sector por sector, y al poner de relieve las áreas en las que deberemos innovar, del mismo modo que los datos nos indicaban que debíamos apostar fuerte por la vacuna neumocócica.
En algunos casos, como en el ejemplo del combustible para aviones citado antes, el enfoque directo para calcular las primas verdes es sencillo. Sin embargo, cuando lo aplicamos a escala más general surge un problema: no disponemos de equivalentes directos verdes para todo. No existe un cemento neutro en emisiones (al menos de momento). ¿Cómo podemos formarnos una idea aproximada del costo que tendría una solución verde en esos casos?
Podemos hacerlo por medio de un experimento mental. “¿Cuánto costaría retirar todo el carbono de la atmósfera directamente?”. Esta idea tiene un nombre: se llama “captura directa de aire” (DAC, por sus siglas en inglés). En pocas palabras, la DAC consiste en insuflar aire a través de un filtro que absorbe dióxido de carbono, que luego se guarda de forma segura.
Se trata de una tecnología cara y poco probada, pero, si diera buenos resultados a gran escala, nos permitiría capturar dióxido de carbono con independencia de cuándo y dónde se produjera. La planta de captura directa que ya está en funcionamiento, en Suiza, absorbe gases que bien podrían haber salido hace diez años de una termoeléctrica de carbón en Texas.
Para calcular cuán costoso sería este sistema, solo necesitamos dos datos: la cantidad de emisiones mundiales y el costo de absorber emisiones utilizando la DAC. El número de emisiones ya lo conocemos: son 51.000 millones de toneladas al año. En cuanto al costo que supone retirar del aire una tonelada de carbono, la cifra no se ha establecido de manera definitiva, pero es de al menos US$200 por tonelada.
Creo que es realista esperar que, con un poco de innovación, se reduzca a US$100 por tonelada, así que me ceñiré a este número. Lo que nos lleva a la siguiente ecuación: 51.000 millones de toneladas al año x US$100 por tonelada = US$5,1 billones al año.
En otras palabras, la opción de utilizar la DAC para resolver el problema del clima costaría al menos US$5,1 billones al año, cada año, mientras continuáramos produciendo emisiones. Eso representa cerca del 6 % de la economía mundial. Se trata de una suma estratosférica, aunque, en realidad, esta teórica tecnología DAC saldría mucho más barata que si intentáramos reducir las emisiones paralizando sectores de la economía, como hemos hecho durante la pandemia.
En Estados Unidos, según datos del Rhodium Group, el costo por tonelada para la economía oscilaba entre US$2.600 y US$3.300. En la Unión Europea, se aproximaba más a los US$4.000 por tonelada. Dicho de otro modo, era entre 25 y 40 veces más caro que los US$100 por tonelada que esperamos que cueste algún día.
Como ya había mencionado, la solución basada en la DAC es solo un experimento mental. En la vida real, la tecnología DAC no está preparada para ser implementada en todo el mundo y, aunque lo estuviera, sería un método de lo más ineficiente para resolver el problema del carbono en la atmósfera.
No está claro que seamos capaces de almacenar cientos de miles de millones de toneladas de carbono de manera segura. No existe una forma práctica de recaudar US$5,1 billones al año ni de asegurarnos de que todo el mundo pague la parte que le corresponde. Incluso el intento de definir qué parte corresponde en justicia a cada uno provocaría conflictos políticos considerables.
Necesitaríamos construir más de cincuenta mil plantas de captura directa en todo el mundo solo para lidiar con las emisiones que estamos produciendo ahora mismo. Por otro lado, la DAC no funciona con el metano u otros gases de efecto invernadero, solo con el dióxido de carbono. Además, seguramente sería la solución más cara; en muchos casos, saldría más barato acabar con las emisiones de gases de efecto invernadero.
Incluso si se consiguiera que la DAC funcionara a escala mundial —y no hay que olvidar que soy un optimista en lo que a la tecnología se refiere—, lo más seguro es que no se podría desarrollar ni desplegar con rapidez suficiente para evitar daños graves al medio ambiente. Por desgracia, no podemos limitarnos a esperar que nos salve una tecnología futura como la DAC. Debemos empezar a salvarnos a nosotros mismos desde este instante.
* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Plaza & Janés.
El método de su investigación (I)
“Cuando empecé a documentarme acerca del cambio climático no dejaba de toparme con datos que me resultaban difíciles de digerir. Las cifras eran tan desorbitadas, que costaba visualizarlas. ¿Quién puede hacerse una idea de lo que son 51.000 millones de toneladas de gas? Otro problema era que los datos con que me encontraba aparecían desprovistos de contexto. Un artículo afirmaba que un programa de intercambio de emisiones de Europa había reducido la huella de carbono del sector aeronáutico en 17 millones de toneladas al año. Sin duda parece mucho, pero, ¿lo es en realidad? ¿Qué porcentaje del total representa? El artículo no lo especificaba. Las omisiones eran habituales. Con el tiempo desarrollé un esquema mental para asimilar lo que estaba aprendiendo. Me ayudó a identificar las ideas más prometedoras. He descubierto que este enfoque sirve para iniciarme en casi cualquier tema: primero intento formarme una idea general, lo que me proporciona un contexto en el que interpretar los datos nuevos. Esto me dotó de cierta intuición para saber si una cantidad era grande o pequeña, y cómo de caras podían ser las cosas”.
El método de su investigación (II)
1. “Cada vez que leo un texto que menciona cierta cantidad de gases de efecto invernadero echo unas cuentas rápidas para convertirla en un porcentaje del total anual de 51.000 millones de toneladas. Para mí, tiene más sentido que otras comparaciones, como ‘tantas toneladas equivalen a retirar un carro de la circulación’. ¿Quién sabe cuántos carros hay en circulación, para empezar, o cuántos hay que retirar para combatir el cambio climático? Prefiero relacionarlo todo con el objetivo principal de dejar de emitir 51.000 millones de toneladas al año”.
2. “Si hablamos de un plan para afrontar el cambio climático, debemos contemplar todo lo que hacemos los humanos y que provoca gases de efecto invernadero. Cosas como la electricidad y los autos atraen mucha atención, pero no son más que la punta del iceberg. El turismo representa menos de la mitad de las emisiones derivadas del transporte, que a su vez constituyen el 16 % de las emisiones totales. La producción de acero y cemento suma cerca del 10 % de todas las emisiones. La pregunta ‘¿Qué planeas hacer con el cemento?’ es un recordatorio de que para formular un plan exhaustivo contra el cambio climático deben considerarse muchas otras cosas aparte de la electricidad y los autos”.