¿A qué hora se nos ocurrió pelear con los ríos?
Las graves inundaciones que está viviendo gran parte del país tienen un factor común: la equivocada gestión del agua, en un país atravesado por múltiples ríos. El gran desafío es cómo ordenar la casa en un escenario en el que habrá, posiblemente, lluvias más extremas.
Juan Diego Quiceno
María Paula Lizarazo
Sergio Silva Numa
Paula Casas Mogollón
Mientras usted lee estas líneas, hay más de 743.000 personas damnificadas en Colombia por culpa de las lluvias. Otras 270 han muerto y muchísimas han perdido sus casas. Hasta el pasado viernes, el invierno había destruido 6.755 viviendas. Para quienes estamos en la comodidad de un apartamento en una ciudad, es difícil imaginar qué significa perder un hogar en cuestión de minutos. Por más imágenes que muestren los periódicos y noticieros de televisión, es imposible traducir la sensación de quedarse sin techo, cama ni enseres porque se desbordó una quebrada o un río o se derrumbó un pedazo de montaña.
Eso ha pasado en Chimí, un corregimiento de San Martín de Loba, en Bolívar. El jarillón que defendía a sus pobladores del río Magdalena se rompió los primeros días de noviembre y, desde entonces, todo ha sido caos. Yulieth Rangel, concejal, cuenta que su barrio aún está bajo el agua. De las 105 casas que lo conformaban ninguna se salvó y quienes las habitaban tuvieron que desplazarse ante la tragedia. Yulieth resume lo que ha pasado estas semanas: todos perdieron su calidad de vida.
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Mientras usted lee estas líneas, hay más de 743.000 personas damnificadas en Colombia por culpa de las lluvias. Otras 270 han muerto y muchísimas han perdido sus casas. Hasta el pasado viernes, el invierno había destruido 6.755 viviendas. Para quienes estamos en la comodidad de un apartamento en una ciudad, es difícil imaginar qué significa perder un hogar en cuestión de minutos. Por más imágenes que muestren los periódicos y noticieros de televisión, es imposible traducir la sensación de quedarse sin techo, cama ni enseres porque se desbordó una quebrada o un río o se derrumbó un pedazo de montaña.
Eso ha pasado en Chimí, un corregimiento de San Martín de Loba, en Bolívar. El jarillón que defendía a sus pobladores del río Magdalena se rompió los primeros días de noviembre y, desde entonces, todo ha sido caos. Yulieth Rangel, concejal, cuenta que su barrio aún está bajo el agua. De las 105 casas que lo conformaban ninguna se salvó y quienes las habitaban tuvieron que desplazarse ante la tragedia. Yulieth resume lo que ha pasado estas semanas: todos perdieron su calidad de vida.
No tener calidad de vida para ella es no poder alimentarse como antes. La inundación echó a perder la pesca. Es, también, tener que buscar piezas en los sitios secos y tratar de encontrar acomodo con sus familiares. “Algunos encontraron a algún amigo que les prestó la sala para que tiraran una colchoneta. Otros hemos hecho albergues en los cuatro salones del colegio que no estaban utilizando. Ahí logramos acomodar cinco familias”, cuenta. Unos más —la mayoría, dice Yulieth— han tenido que endeudarse para pagar arriendo.
¿Y los niños? “Hay varios que no están saludables. Por ahora, los llevamos en canoa hasta la iglesia para que reciban clases. Seguimos esperando el apoyo de la administración local”, pero sabe que no ha sido suficiente. Como ella, todos esperan que algo de los más de $2 billones que prometió el Gobierno Nacional para atender la emergencia llegue a las puertas de sus refugios.
Como muchos municipios del Caribe, esta no es la primera vez que San Martín de Loba se inunda, tampoco es la primera vez que el departamento debe declarar calamidad pública porque lo sobrepasan las lluvias. Aunque los pobladores, alcaldes, gobernadores y ganaderos han intentado tomar precauciones por vivir cerca de algunos cuerpos de agua, no ha resultado nada bueno.
“El verdadero problema es cuando empezamos a considerar el agua como un enemigo”, le decía Khondker Neaz Rahman a la BBC a mediados de este año, luego de que Bangladés, su país, sufriera las inundaciones más dramáticas en medio siglo. “Todo lo que hemos hecho en las últimas décadas fue contra la naturaleza”, advertía el exfuncionario del Gobierno y empleado del PNUD.
Algo similar ha pasado durante mucho tiempo en Colombia. En varios puntos del país pareciera que se trenzó una pelea contra los ríos. “Y una pelea contra un río siempre será una pelea perdida. La única manera de ganarla es trabajar con la naturaleza y buscar soluciones basadas en la naturaleza”, dice Carlos Rogeliz, líder del Programa de Conservación de Gestión Integrada del Recurso Hídrico en The Nature Conservancy.
Esas peleas que declaramos contra los ríos desde la Colonia vinieron acompañada de diques, jarillones, escolleras y dragados. Una mala idea importada de Europa para un país que tiene humedales en el 26 % de su territorio. “El agua sigue fluyendo y nosotros, resistiéndonos a ella, solo seremos arrasados: la desecación para tener ganados; los distritos de riego, que son de riesgo cuando están mal manejados; las represas erosionadas; los acuíferos contaminados se vuelven contra nosotros, como lo mostraron los eventos de las inundaciones en 2011. No eran inundaciones nuevas, pues se han repetido dos o tres veces cada generación y se repetirán pronto”, escribió la bióloga Brigitte Baptiste en el primer volumen de Colombia anfibia, publicado por el Instituto Humboldt en 2015.
El vaticinio de Baptiste se cumplió: las inundaciones se repitieron y, como en San Martín de Loba, los ríos destruyeron jarillones y diques. Con los primeros, explica Silvia López-Casas, doctora en Ecología de ecosistemas acuáticos epicontinentales, intentamos aislar y contener el agua. Pero, en vez de alejarlo de los pueblos y las fincas, lo separamos de su planicie inundable. “Cuando el río supera esa pared, busca recuperar su espacio y ya no hay nada que drene el agua”, asegura. Después, posiblemente, viene el colapso.
Con los diques sucede algo parecido. Construidos de un material diferente a los jarillones, pero con la misma función de “proteger” los territorios contra las inundaciones, también están poniendo en muchos problemas a miles de habitantes. “En caso de que se rompan, traerían una gran cantidad de problemas para las personas que están establecidas en el lugar donde fueron construidos”, advierte López-Casas.
Para utilizar las palabras de Natalia Castaño Cárdenas, del Centro de Estudios Urbanos y Ambientales (URBAM) de la Universidad EAFIT, el problema es que todos esos ríos eran abiertos, con zonas inundables y decidimos, en ocasiones, canalizarlos, para ocupar esos lugares. Pero los ríos tienen temporalidades de inundaciones que van más allá de la temporalidad como seres humanos”.
Ese es una de las dificultades. La otra, añade Rogeliz, de TNC, es que hay que partir de entender los ríos como un sistema integrado de una cuenca y que su dinámica, mucho más compleja de lo que podemos sintetizar en este artículo, depende de cómo la interviene el ser humano. Para decirlo de otra manera: además del error de haberle quitado a un río su planicie inundable en varios puntos del departamento de Bolívar —que es solo un ejemplo de los 419 municipios que han declarado calamidad pública por el impacto de la temporada invernal—, hay que mirar río arriba para detectar otras equivocaciones.
¿Seremos un país anfibio?
El siguiente mapa muestra muchos puntos rojos que representan un índice cuyo nombre es difícil de recordar: índice municipal de riesgo de desastres ajustado por capacidades. Fue construido en 2018 en el Departamento Nacional de Planeación (DNP) para ayudar a resolver una duda de siempre: ¿cuáles son los municipios donde la población se puede ver afectada por inundaciones, avenidas torrenciales o movimientos en masa? En él, los investigadores también estimaron las capacidades que tienen esos territorios para gestionar emergencias como estas.
Lo que muestra ese mapa no son buenas noticias. Según sus datos, en el 75 % de los departamentos confluyen los tres tipos de amenazas, unas 6,7 millones de personas son vulnerables socialmente y están expuestas a condiciones más críticas de amenazas hidrometeorológicas.
Parte de los motivos por lo que esto sucede es porque están ubicados en algún punto de los 10,2 millones de hectáreas que se inundan periódicamente en Colombia o en alguno de los lugares que tienen alta susceptibilidad a presentar “movimientos en masa”, como se les llama a los derrumbes en el argot técnico. El 35 % del área de Boyacá, Cundinamarca, Cauca, Caldas, Quindío y Risaralda comparten esta situación.
Gracias al monitoreo de estos desastres, sabemos, por ejemplo, que en 20 años se han presentado más de 13.000 eventos de desastres y que, en promedio, 2.800 viviendas, como las de los habitantes de San Martín de Loba, son destruidas cada año. Además, 160 personas pierden la vida, una cifra que ya fue superada con creces en estas últimas semanas.
Es paradójico que sigan ocurriendo tantas tragedias con todos estos datos a la mano. Pero la solución a un “desordenamiento del territorio”, como lo ha llamado Sandra Vilardy, viceministra de Ambiente, no es “soplar y hacer botellas”. ¿Cómo trasladar a los miles de habitantes que, por diferentes razones, construyeron su hogar en casas endebles, en terrenos inestables o en zonas que les pertenecían a los ríos? Sería sacarlos de un territorio en donde tienen raíces y una conexión espiritual con su tierra, le dijo a este diario hace unas semanas Isidro Álvarez, cofundador de la Fundación Pata de Agua, miembro del Programa de Desarrollo y Paz de La Mojana, una región que no deja de inundarse.
En el medio hay muchas preguntas difíciles de resolver: ¿cómo garantizar oportunidades laborales? ¿Cómo levantar territorios para que las familias que se deban trasladar encuentren un lugar donde desarrollarse, según sus costumbres?
Según Juan Fernando Salazar, coordinador del Grupo de Investigación en Ingeniería y Gestión Ambiental de la Universidad de Antioquia, es urgente revisar el ordenamiento del país. Entre muchos factores, hay dos puntos esenciales que se deben tener en cuenta: un clima cambiante y más espacio para los ríos del que tienen ahora.
“Hay señales muy claras de que estamos viviendo en un clima diferente y en Colombia las proyecciones del Panel Intergubernamental de Cambio Climático indican que vamos a tener un clima con lluvias más extremas”, explica. “Eso puede significar remodelar el territorio en algunas partes, reubicar personas, incluso poblaciones enteras, pero no hacerlo es una receta para el desastre”.
El otro ingrediente de esa receta es uno que Colombia conoce de sobra: la deforestación. El profesor Germán Poveda, Ph. D. en Ingeniería de Recursos Hidráulicos, dimensionaba esa tragedia en un capítulo del libro Colombia, país de bosques, publicado a principios de este año. Entre el 2001 y el 2019, escribía, Colombia perdió 4,34 millones de hectáreas de bosque. Para hacerse una idea de la magnitud de esa catástrofe basta recordar que Bogotá, con su área rural, tiene 163.000 hectáreas.
La compleja relación entre el bosque y los ciclos del agua va mucho más allá de lo que enseñaban nuestros profesores de Biología en el colegio. Además de permitir una mayor capacidad para infiltrar el agua cuando llueve y almacenarla en acuíferos subterráneos —lo cual evita que un río aumente su caudal intempestivamente y se desborde aguas abajo—, los bosques juegan un rol clave en otros procesos hídricos.
Por ejemplo, como apunta Poveda, la deforestación en la Amazonia altera el clima de toda la región y el continente, pues, entre otras cosas, disminuye la evapotranspiración, un proceso que origina lluvias. Otro caso son los ríos voladores de América del Sur: grandes cantidades de vapor de agua que son transportadas por el viento “y se nutren de la evaporación del océano y de la evapotranspiración del bosque amazónico”.
Otros factores también inciden en lo que está sucediendo: la manera en que hemos construido —y lo seguimos haciendo— las carreteras y alcantarillas, asegura Mauricio Cabrera, asesor en relaciones de gobierno y relaciones internacionales de WWF Colombia. Son dos puntos que ayudan a entender los constantes derrumbes y las inundaciones de varias ciudades, pero se necesitarían más páginas para explicarlo con precisión.
Por lo pronto, como pronosticaba Brigitte Baptiste en el libro Colombia anfibia, las inundaciones que se repetirán pronto (es decir, estas del 2022) “nos harán pensar que estaría bien recuperar nuestro parentesco con el bocachico, el caimán y la rana”. Un párrafo antes sintetizaba todo lo que está sucediendo: “Gobernar el agua, lo sabemos desde tiempos míticos, es una pretensión ilusa; es ella la que nos gobierna”.