Bajo el suelo de Chingaza: así investigan efectos del cambio climático en páramos
Un grupo de investigadores de Colombia y Estados Unidos está analizando los impactos del cambio climático en los páramos. ¿Qué pasará cuando aumente la temperatura a 3.500 metros sobre el nivel del mar? De la respuesta depende que Bogotá, la Orinoquia y otras partes del país sigan teniendo agua suficiente para sobrevivir.
Andrés Mauricio Díaz Páez
En el páramo de Chingaza, al noroeste de Bogotá, entre Cundinamarca y Meta, la lluvia no cae siempre desde arriba. En el sendero de la Laguna Seca, mientras se camina junto a frailejones, pastizales y musgos, el viento que viene desde el suroriente es húmedo, choca con la montaña y se precipita a más de 3.500 metros sobre el nivel del mar. A veces llueve horizontalmente, porque las nubes están a la misma altura que el suelo.
“El agua que cae aquí —explica Johanna Santamaría Vanegas, Ph. D. en Ciencias Ambientales de la Universidad de Arizona, Estados Unidos, y docente de la Universidad Jorge Tadeo Lozano— es la misma que tomamos muchas personas en Bogotá”. Para llegar hasta el páramo, el agua se genera en la Amazonia y se mueve en forma de ríos voladores, nubes enormes cargadas con la humedad de la selva, que arrastra el viento hasta lo más alto de la cordillera Oriental en los Andes.
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En el páramo de Chingaza, al noroeste de Bogotá, entre Cundinamarca y Meta, la lluvia no cae siempre desde arriba. En el sendero de la Laguna Seca, mientras se camina junto a frailejones, pastizales y musgos, el viento que viene desde el suroriente es húmedo, choca con la montaña y se precipita a más de 3.500 metros sobre el nivel del mar. A veces llueve horizontalmente, porque las nubes están a la misma altura que el suelo.
“El agua que cae aquí —explica Johanna Santamaría Vanegas, Ph. D. en Ciencias Ambientales de la Universidad de Arizona, Estados Unidos, y docente de la Universidad Jorge Tadeo Lozano— es la misma que tomamos muchas personas en Bogotá”. Para llegar hasta el páramo, el agua se genera en la Amazonia y se mueve en forma de ríos voladores, nubes enormes cargadas con la humedad de la selva, que arrastra el viento hasta lo más alto de la cordillera Oriental en los Andes.
Cuando llueve, se infiltra en el suelo y se convierte en grandes reservorios que van a dar a la Laguna Seca, de allí al río Chuza y luego al embalse del mismo nombre, de donde sale el agua que usa el 80 % de habitantes de Bogotá. “En realidad, el páramo no produce agua, sino que la almacena”, dice Santamaría mientras enseña un trozo de tierra negra que extrajo del suelo. Su color se debe a la cantidad de materia orgánica que tiene, que a su vez es la responsable de que allí se almacenen millones de litros del líquido.
Ese color también es una manifestación de uno de los potenciales de los páramos: se cree que pueden fijar al suelo el dióxido de carbono (CO₂) de la atmósfera, uno de los gases responsables del calentamiento global —en forma de carbono orgánico del suelo (COS)—. Su capacidad es tal que almacenarían tanto como la Amazonia, aunque en mucho menos espacio. Sin embargo, el aumento de la temperatura del planeta estaría poniendo en riesgo esa capacidad.
Un grupo de investigadores ha visitado Chingaza durante varios años para estudiar algo que poco se conoce: la vida que hay bajo el suelo por encima de los 3.000 metros sobre el nivel del mar. El Espectador los acompañó en una de sus visitas, resultado de una alianza entre la Universidad de Pensilvania y Swarthmore College, en Estados Unidos, y la Universidad Tadeo Lozano, con las que están intentando responder una pregunta: ¿qué pasará con los páramos si no frenamos los efectos del cambio climático? De la respuesta depende que Bogotá, la Orinoquia y otras partes del país sigan teniendo agua suficiente para sobrevivir.
La lenta vida del páramo
Mientras hace su recorrido por Chingaza recolectando muestras de tierra en el suelo, Santamaría acude al llamado de otro científico, quien le cuenta emocionado un hallazgo preliminar de su investigación: “Los niveles son sorprendentemente bajos”. Es José Luis Machado, Ph. D. en Recursos Forestales de la Universidad de Minnesota e investigador de Swarthmore College, y se refiere a la cantidad de CO₂ que emite el suelo del páramo.
Aquí se combinan dos características que no se encuentran juntas en ningún otro ecosistema: llueve mucho, por lo que los niveles de humedad son muy altos, y las temperaturas son muy bajas, a veces por debajo de los 0 °C. Debido a esto, los microorganismos del suelo están acostumbrados a crecer y producir energía a un ritmo lento, lo que se evidencia en otros procesos del páramo. Los frailejones, por ejemplo, crecen entre uno y cuatro centímetros por año, por lo que necesitan de mucho tiempo para alcanzar los más de dos metros de los que habitan Chingaza. Algo similar ocurre con los musgos.
Ese ritmo de vida hace que la materia orgánica que está en el suelo del páramo se descomponga muy lentamente, contrario a lo que ocurre en un suelo destinado a usos agrícolas. “En estos últimos, los microorganismos trabajan y se alimentan tan rápido del material orgánico que hacen que se descomponga, haciendo los suelos más fértiles, pero liberando grandes cantidades de CO₂ al ambiente, mientras que en el páramo ese carbono se queda enterrado”, afirma Machado.
A esa función se le conoce como captura de carbono. Cuanto menos emisiones contaminantes se generen desde el suelo del páramo, significa que hay una mayor cantidad de carbono orgánico del suelo que se está quedando enterrado. Eso es un síntoma de buena conservación, lo que explica la alegría del investigador con los niveles registrados. Sin embargo, todavía no hay datos concluyentes, porque “apenas estamos aprendiendo cómo se hacen estas mediciones en condiciones tan extremas”, añade Santamaría.
El grupo de científicos también recoge muestras en tres tipos de suelo en Chingaza: las turberas, cercanas a las lagunas y constantemente inundadas; los suelos saturados, con hasta cuatro gramos de agua por gramo de tierra; y suelos no saturados, en los que puede haber más tierra que agua. Para hacerlo, insertan un tubo a varios centímetros de profundidad y extraen una porción de la tierra.
“Queremos saber cuántos microorganismos hay y si son diferentes en cada tipo de suelo” apunta Santamaría. También, están estudiando cómo interactúan con la materia orgánica para descomponerla al ritmo en que lo hacen y cómo podría afectarlos el cambio en las condiciones del páramo, como el aumento en la temperatura o una disminución en la cantidad de lluvias.
Como están acostumbrados al trabajo lento, sospecha Machado, “puede ser muy difícil para ellos adaptarse a los cambios rápidos, y justamente eso es lo que está pasando en todo el mundo”. En palabras de Santamaría, temen que, a causa del cambio climático, “aceleren su ritmo de trabajo y empiecen a consumir la materia orgánica del suelo”.
De acuerdo con una estimación publicada por la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, en los páramos —que son el 1 % del área continental del mundo— estaría almacenado el 5 % de CO₂. Si la materia orgánica que albergan sus suelos se descompone, “podrían devolver rápidamente sus reservas a la atmósfera, contribuyendo al calentamiento global y creando un sistema de retroalimentación positiva en el que se acortaría el tiempo de vida de este ecosistema”, se lee en el documento.
El reto de cuidar Chingaza
Pedro Camargo, quien llegó hace 17 años a Chingaza, es biólogo, trabaja como investigador de Parques Nacionales Naturales (PNN) y es parte del equipo que guía a los demás científicos en el páramo. Conservar el ecosistema, reconoce, es una tarea difícil de cumplir porque “PNN no tiene la capacidad técnica ni operativa para generar información sobre los cambios que están ocurriendo allí”.
La investigación liderada por la Universidad de Pensilvania se inició hace un año, aunque Santamaría lleva varios más recopilando muestras y buscando financiación para nuevas visitas. “Poco a poco hemos construido confianza con las universidades para tener mejores investigaciones, y para mí eso es clave para poder entender los efectos del cambio climático en el páramo”, asegura, pues uno de los retos para estudiar este ecosistema es el costo que implican, sobre todo, los análisis de laboratorio.
El otro problema es que la ciencia no ha investigado a fondo los páramos, por lo que los equipos que normalmente usan en otros ecosistemas pueden fallar. Para medir la cantidad de lluvias, la temperatura y otras variables del clima, por ejemplo, un estudiante de maestría de la Universidad de Pensilvania está desarrollando herramientas que funcionen en condiciones extremas. Esos equipos se están testeando en Chingaza.
En total, de acuerdo con un comunicado de esa universidad, la financiación para esta investigación es de US$500.000 (un poco más de $2.000 millones al cambio de hoy) y se extenderá hasta 2026, aunque Santamaría dice que las primeras publicaciones en revistas científicas serán en 2025. El aval que entregó PNN a los científicos, según Camargo, “tiene como fin buscar quién nos ayude a entender el parque para tomar decisiones”, como reducir la cantidad de personas que pueden entrar a visitarlo, ampliar el área de protección del páramo y hacer acuerdos con las comunidades que viven cerca de Chingaza para mejorar el cuidado del agua.
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