¿Cómo escuchan las ballenas si no tienen orejas?
Contrario a lo que muchos creen, estos cetáceos no tienen orejas. Su mecanismo para captar ondas sonoras fue, por mucho tiempo, un misterio para la ciencia.
Mar Palanca Gascón*
Divulgar ciencia no es una tarea fácil. Durante la articulación del periodismo y la biología en la preparación de este artículo llegué a la conclusión de que la fascinación por las formas y dinámicas de las diferentes formas de vida es casi inevitable en nuestra especie. (Lea Estas tres arañas son nuevas para la ciencia)
Gracias a esto, estimular la curiosidad y compartir conocimiento son herramientas muy poderosas en la tarea de construir sociedades más críticas, más conscientes y más implicadas en la conservación del medio ambiente. Si vamos más allá de la anécdota de un resultado científico, la divulgación permite además dignificar y humanizar las figuras de los investigadores e investigadoras científicas, habitualmente invisibilizadas o reducidas a caricaturas.
El hecho de que las ballenas no tengan orejas o que su cráneo vibre con las ondas de sonido, son hoy anécdotas que dan inicio a un viaje de aprendizaje a un mundo mucho más profundo de conocimiento restringido normalmente a público especializado. Para emprender este viaje vamos a tener que explicarles algunos aspectos de la biología y evolución de los cetáceos, el oído y la física del sonido. (Lea Siguen las preocupaciones tras expulsión de mineros en la Amazonia brasileña)
Antes de empezar, nunca sobra recordar que los cetáceos son mamíferos acuáticos, es decir, que como nosotros son animales vivíparos, respiran aire por los pulmones, amamantan a sus crías y tienen pelo (al menos parcialmente). El grupo surge hace unos 50 millones de años a partir de un ancestro terrestre que se parecía a un venado pequeño, es decir, que los cetáceos están emparentados con los camellos, los cerdos, los rumiantes, y más estrechamente, con los hipopótamos.
Actualmente, los cetáceos lo componen dos linajes principales, el de los cetáceos con dientes (u odontocetos, como los delfines, cachalotes, narvales, marsopas…) y el de los cetáceos con barbas (o misticetos, las ballenas).
Pasar de vivir en tierra, rodeados de un medio de baja densidad como el aire y con acceso directo al oxígeno a un medio más denso, en el que los pulmones no pueden extraer el oxígeno, es todo un reto y requiere de una cantidad enorme de cambios (adaptaciones). En los cetáceos observamos fácilmente el cambio en la locomoción, la forma como se mueven. Vemos, por ejemplo, la reducción de las extremidades posteriores, la modificación de las extremidades anteriores en forma de aletas pectorales y la transformación de la cola en forma de una aleta caudal (o en el lenguaje común “la cola”). (Lea En Colombia hay más de 100 especies de aves amenazadas, pero podemos salvarlas)
Si nos fijamos bien, también veremos que tienen los orificios nasales (espiráculos) desplazados a la parte dorsal del cráneo (los odontocetos tienen uno y las ballenas tienen dos) para poder respirar fácilmente en la superficie sin tener que doblar el cuello. Las adaptaciones no solamente implican cambios anatómicos, sino también cambios en la fisiología y la manera de percibir el entorno.
Para la mayoría de mamíferos terrestres, el sentido de la vista y del olfato son fundamentales en su supervivencia. Pero, para animales que pasan la mayor parte del tiempo con la cabeza bajo el agua, estos sentidos pierden peso a la hora de entender el mundo. Por el contrario, el oído se convierte en el sentido principal para obtener información del medio. Así, podríamos decir que los cetáceos son animales que se pasan la vida escuchando, y su supervivencia depende de esta capacidad.
Para comprender bien este giro adaptativo, es necesario dejar por un momento a los cetáceos e introducirnos brevemente en la física del sonido”.
El sonido forma parte de cada segundo de nuestras vidas. De hecho, encontrar el silencio absoluto es una tarea laboriosa. Sin embargo, del mismo modo que ocurre con otros conceptos físicos del día a día como “el tiempo” o “el movimiento”, su definición no es tan intuitiva.
Físicamente, el sonido son ondas que se transmiten por un medio elástico, como un líquido, un gas, o incluso un sólido. Nos lo podemos imaginar como el efecto de la piedra cuya caída en el agua produce ondas. El sonido es una consecuencia del movimiento en un medio, un producto de la interacción entre partículas y la transmisión de energía cinética durante esa interacción. En un mundo en movimiento, ¡el sonido es inevitable!
La capacidad de detectar sonidos está ampliamente distribuida y diversificada en el reino animal. En insectos, por ejemplo, los órganos del “oído” han evolucionado al menos 19 veces de manera independiente y hay animales que detectan el sonido en partes del cuerpo distintas a la cabeza, como el tronco o el abdomen.
La velocidad de transmisión del sonido depende de la densidad del medio en el que se transmite. Es decir, de la distancia entre las partículas que componen el medio. Cuando mayor es la densidad, la distancia entre las partículas en un mismo volumen es menor y, por lo tanto, la velocidad de transmisión es mayor. Así, el sonido en el agua viaja entre 4 y 5 veces más rápido (y lejos) que en el aire y evolutivamente los cetáceos sacan partido de esta ventaja a través del desarrollo extraordinario del sentido del oído.
“¿Y cómo pueden escuchar las ballenas si no tienen orejas?”. Esta pregunta que nos hacen los niños, se la hicieron durante años los naturalistas, navegantes y científicos (¡y científicas!).
La ausencia de una estructura típica de un oído externo en cetáceos (como las orejas de la mayoría de mamíferos) hizo que su gran capacidad de escucha pasara desapercibida durante siglos. Pero, desde el momento en que descubrimos que los cetáceos podían cantar, silbar, gruñir o incluso producir ultrasonidos para detectar cuerpos, se hizo evidente que debía existir una alternativa a las orejas para escuchar los sonidos que ellos mismos producían. El misterio era descubrir dónde y cómo ocurría el proceso de recepción del sonido.
Encontrar una hipótesis satisfactoria para estas cuestiones es complejo, sobre todo si tenemos en cuenta la imposibilidad de mantener a la mayoría de especies de cetáceos en un acuario para realizar estudios de fisiología in vivo, es decir en el animal vivo mientras los procesos están ocurriendo. Por esta razón, gran parte de las teorías provienen de estudios anatómicos, lo que a priori nos permite responder solo con seguridad a preguntas sobre la forma de las estructuras anatómicas, y no sobre la función de esas estructuras.
Recientemente, la tecnología ha permitido usar modelos y simulaciones computacionales para indagar en el ¿cómo? de las preguntas.
Los odontocetos son animales con la capacidad de usar el sonido como un radar. En biología llamamos a esa capacidad ecolocalización o ecolocación, literalmente “localización a través del sonido”. Este grupo tiene varias particularidades como la modificación de uno de los canales nasales para la producción de clicks o chasquidos, un espiráculo simple, y un “saco” de grasa sentado en la zona frontal del cráneo que sirve para amplificar los sonidos.
Además de estas adaptaciones, tienen una modificación particular en la mandíbula. Los huesos de la mandíbula de este grupo son más finos, están huecos y llenos de tejido graso que es un buen conductor del sonido. Esto hizo sospechar a los biólogos desde finales del siglo pasado que esa estructura debía estar implicada en la recepción del sonido.
Las ondas sonoras “entran” a través de la “ventana acústica” situada en la parte trasera de la mandíbula y se transmiten por la grasa (de densidad más similar al agua del entorno) hasta estimular el complejo tímpano-periótico, la estructura ósea donde se encuentran protegidos el oído medio e interno en cetáceos. Si buscamos videos de delfines o cachalotes ecolocalizando podemos observar cómo mueven la cabeza o rotan el cuerpo, seguramente para orientar la mandíbula hacia los objetos que quieren localizar.
Esta teoría parece satisfactoria para explicar los mecanismos de recepción de sonido en odontocetos. Suena lindo, casi irónico, responderle al niño que la oreja de los delfines es básicamente su boca. No obstante, la mandíbula de las ballenas es distinta a la de los odontocetos, así que la recepción del sonido en misticetos seguía siendo un misterio.
En el 2015, Cranford y Krysl, un biólogo y un ingeniero respectivamente de la Universidad de California San Diego, publicaron los resultados de una investigación en la que habían sometido el cráneo de una cría de rorcual común, la segunda ballena más grande del mundo, bien conservado a sonidos de distintas frecuencias con el fin de analizar cómo respondía el cráneo a las ondas sonoras. Para ello, llevaron la cabeza congelada de la ballena en un contenedor cilíndrico de 1.2 m de diámetro desde Los Ángeles hasta la Base de la Fuerza Aérea de Hill (Utah, Estados Unidos). Allí, metieron la cabeza en un escáner de tomografía computarizada (CT) industrial y extrajeron las imágenes para generar un modelo 3D del cráneo.
Este estudió reveló que en misticetos existen dos mecanismos que excitan el complejo tímpano-periótico. Al primer mecanismo lo llamaron “mecanismo de presión”. Según éste, las ondas de sonido se transmiten del agua a los diferentes tejidos blandos de los animales (es decir grasa, músculo, tendones, etc. de densidades similares al agua), hasta estimular por presión el oído. Sería como imaginarse que la cabeza entera de las ballenas actúa como una antena acústica, de manera similar a la cabeza de los odontocetos, recibiendo y conduciendo el sonido a través del tejido blando hasta el oído.
El segundo, es el “mecanismo de conducción ósea’' y al parecer es el mecanismo predominante. Según este, la presión de las ondas de sonido deforman el cráneo y ese movimiento craneal hace vibrar el complejo timpánico-periótico que está en contacto directo y articulado con el hueso del cráneo, en lugar de estar suspendido por ligamentos como en la mayoría de odontocetos. Parece que el mecanismo de conducción ósea funciona particularmente bien para transmitir frecuencias bajas (sonidos graves, de ondas largas) y eso tiene mucho sentido si tenemos en cuenta que los misticetos usan en su mayoría sonidos graves para comunicarse, incluidos infrasonidos.
Podríamos cantar victoria y sentirnos aliviados por haber dado con la solución al problema, sentirnos como Arquímedes cuando exclamó “Eureka”. Sin embargo, quienes hacemos ciencia somos poco conformistas; somos expertos en dudar de todo. Si algo sabemos, es que nuestra capacidad de preguntar es mayor que nuestra capacidad de responder, así que saboreamos el proceso de la duda, y por supuesto el proceso de desentrañarla.
Mientras tanto, ustedes pueden disfrutar y sentirse satisfechos por tener, al menos temporalmente, una respuesta para aquellos niños que les preguntan “¿y por qué las ballenas no tienen orejas?”.
*Madre Agua Colombia
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Divulgar ciencia no es una tarea fácil. Durante la articulación del periodismo y la biología en la preparación de este artículo llegué a la conclusión de que la fascinación por las formas y dinámicas de las diferentes formas de vida es casi inevitable en nuestra especie. (Lea Estas tres arañas son nuevas para la ciencia)
Gracias a esto, estimular la curiosidad y compartir conocimiento son herramientas muy poderosas en la tarea de construir sociedades más críticas, más conscientes y más implicadas en la conservación del medio ambiente. Si vamos más allá de la anécdota de un resultado científico, la divulgación permite además dignificar y humanizar las figuras de los investigadores e investigadoras científicas, habitualmente invisibilizadas o reducidas a caricaturas.
El hecho de que las ballenas no tengan orejas o que su cráneo vibre con las ondas de sonido, son hoy anécdotas que dan inicio a un viaje de aprendizaje a un mundo mucho más profundo de conocimiento restringido normalmente a público especializado. Para emprender este viaje vamos a tener que explicarles algunos aspectos de la biología y evolución de los cetáceos, el oído y la física del sonido. (Lea Siguen las preocupaciones tras expulsión de mineros en la Amazonia brasileña)
Antes de empezar, nunca sobra recordar que los cetáceos son mamíferos acuáticos, es decir, que como nosotros son animales vivíparos, respiran aire por los pulmones, amamantan a sus crías y tienen pelo (al menos parcialmente). El grupo surge hace unos 50 millones de años a partir de un ancestro terrestre que se parecía a un venado pequeño, es decir, que los cetáceos están emparentados con los camellos, los cerdos, los rumiantes, y más estrechamente, con los hipopótamos.
Actualmente, los cetáceos lo componen dos linajes principales, el de los cetáceos con dientes (u odontocetos, como los delfines, cachalotes, narvales, marsopas…) y el de los cetáceos con barbas (o misticetos, las ballenas).
Pasar de vivir en tierra, rodeados de un medio de baja densidad como el aire y con acceso directo al oxígeno a un medio más denso, en el que los pulmones no pueden extraer el oxígeno, es todo un reto y requiere de una cantidad enorme de cambios (adaptaciones). En los cetáceos observamos fácilmente el cambio en la locomoción, la forma como se mueven. Vemos, por ejemplo, la reducción de las extremidades posteriores, la modificación de las extremidades anteriores en forma de aletas pectorales y la transformación de la cola en forma de una aleta caudal (o en el lenguaje común “la cola”). (Lea En Colombia hay más de 100 especies de aves amenazadas, pero podemos salvarlas)
Si nos fijamos bien, también veremos que tienen los orificios nasales (espiráculos) desplazados a la parte dorsal del cráneo (los odontocetos tienen uno y las ballenas tienen dos) para poder respirar fácilmente en la superficie sin tener que doblar el cuello. Las adaptaciones no solamente implican cambios anatómicos, sino también cambios en la fisiología y la manera de percibir el entorno.
Para la mayoría de mamíferos terrestres, el sentido de la vista y del olfato son fundamentales en su supervivencia. Pero, para animales que pasan la mayor parte del tiempo con la cabeza bajo el agua, estos sentidos pierden peso a la hora de entender el mundo. Por el contrario, el oído se convierte en el sentido principal para obtener información del medio. Así, podríamos decir que los cetáceos son animales que se pasan la vida escuchando, y su supervivencia depende de esta capacidad.
Para comprender bien este giro adaptativo, es necesario dejar por un momento a los cetáceos e introducirnos brevemente en la física del sonido”.
El sonido forma parte de cada segundo de nuestras vidas. De hecho, encontrar el silencio absoluto es una tarea laboriosa. Sin embargo, del mismo modo que ocurre con otros conceptos físicos del día a día como “el tiempo” o “el movimiento”, su definición no es tan intuitiva.
Físicamente, el sonido son ondas que se transmiten por un medio elástico, como un líquido, un gas, o incluso un sólido. Nos lo podemos imaginar como el efecto de la piedra cuya caída en el agua produce ondas. El sonido es una consecuencia del movimiento en un medio, un producto de la interacción entre partículas y la transmisión de energía cinética durante esa interacción. En un mundo en movimiento, ¡el sonido es inevitable!
La capacidad de detectar sonidos está ampliamente distribuida y diversificada en el reino animal. En insectos, por ejemplo, los órganos del “oído” han evolucionado al menos 19 veces de manera independiente y hay animales que detectan el sonido en partes del cuerpo distintas a la cabeza, como el tronco o el abdomen.
La velocidad de transmisión del sonido depende de la densidad del medio en el que se transmite. Es decir, de la distancia entre las partículas que componen el medio. Cuando mayor es la densidad, la distancia entre las partículas en un mismo volumen es menor y, por lo tanto, la velocidad de transmisión es mayor. Así, el sonido en el agua viaja entre 4 y 5 veces más rápido (y lejos) que en el aire y evolutivamente los cetáceos sacan partido de esta ventaja a través del desarrollo extraordinario del sentido del oído.
“¿Y cómo pueden escuchar las ballenas si no tienen orejas?”. Esta pregunta que nos hacen los niños, se la hicieron durante años los naturalistas, navegantes y científicos (¡y científicas!).
La ausencia de una estructura típica de un oído externo en cetáceos (como las orejas de la mayoría de mamíferos) hizo que su gran capacidad de escucha pasara desapercibida durante siglos. Pero, desde el momento en que descubrimos que los cetáceos podían cantar, silbar, gruñir o incluso producir ultrasonidos para detectar cuerpos, se hizo evidente que debía existir una alternativa a las orejas para escuchar los sonidos que ellos mismos producían. El misterio era descubrir dónde y cómo ocurría el proceso de recepción del sonido.
Encontrar una hipótesis satisfactoria para estas cuestiones es complejo, sobre todo si tenemos en cuenta la imposibilidad de mantener a la mayoría de especies de cetáceos en un acuario para realizar estudios de fisiología in vivo, es decir en el animal vivo mientras los procesos están ocurriendo. Por esta razón, gran parte de las teorías provienen de estudios anatómicos, lo que a priori nos permite responder solo con seguridad a preguntas sobre la forma de las estructuras anatómicas, y no sobre la función de esas estructuras.
Recientemente, la tecnología ha permitido usar modelos y simulaciones computacionales para indagar en el ¿cómo? de las preguntas.
Los odontocetos son animales con la capacidad de usar el sonido como un radar. En biología llamamos a esa capacidad ecolocalización o ecolocación, literalmente “localización a través del sonido”. Este grupo tiene varias particularidades como la modificación de uno de los canales nasales para la producción de clicks o chasquidos, un espiráculo simple, y un “saco” de grasa sentado en la zona frontal del cráneo que sirve para amplificar los sonidos.
Además de estas adaptaciones, tienen una modificación particular en la mandíbula. Los huesos de la mandíbula de este grupo son más finos, están huecos y llenos de tejido graso que es un buen conductor del sonido. Esto hizo sospechar a los biólogos desde finales del siglo pasado que esa estructura debía estar implicada en la recepción del sonido.
Las ondas sonoras “entran” a través de la “ventana acústica” situada en la parte trasera de la mandíbula y se transmiten por la grasa (de densidad más similar al agua del entorno) hasta estimular el complejo tímpano-periótico, la estructura ósea donde se encuentran protegidos el oído medio e interno en cetáceos. Si buscamos videos de delfines o cachalotes ecolocalizando podemos observar cómo mueven la cabeza o rotan el cuerpo, seguramente para orientar la mandíbula hacia los objetos que quieren localizar.
Esta teoría parece satisfactoria para explicar los mecanismos de recepción de sonido en odontocetos. Suena lindo, casi irónico, responderle al niño que la oreja de los delfines es básicamente su boca. No obstante, la mandíbula de las ballenas es distinta a la de los odontocetos, así que la recepción del sonido en misticetos seguía siendo un misterio.
En el 2015, Cranford y Krysl, un biólogo y un ingeniero respectivamente de la Universidad de California San Diego, publicaron los resultados de una investigación en la que habían sometido el cráneo de una cría de rorcual común, la segunda ballena más grande del mundo, bien conservado a sonidos de distintas frecuencias con el fin de analizar cómo respondía el cráneo a las ondas sonoras. Para ello, llevaron la cabeza congelada de la ballena en un contenedor cilíndrico de 1.2 m de diámetro desde Los Ángeles hasta la Base de la Fuerza Aérea de Hill (Utah, Estados Unidos). Allí, metieron la cabeza en un escáner de tomografía computarizada (CT) industrial y extrajeron las imágenes para generar un modelo 3D del cráneo.
Este estudió reveló que en misticetos existen dos mecanismos que excitan el complejo tímpano-periótico. Al primer mecanismo lo llamaron “mecanismo de presión”. Según éste, las ondas de sonido se transmiten del agua a los diferentes tejidos blandos de los animales (es decir grasa, músculo, tendones, etc. de densidades similares al agua), hasta estimular por presión el oído. Sería como imaginarse que la cabeza entera de las ballenas actúa como una antena acústica, de manera similar a la cabeza de los odontocetos, recibiendo y conduciendo el sonido a través del tejido blando hasta el oído.
El segundo, es el “mecanismo de conducción ósea’' y al parecer es el mecanismo predominante. Según este, la presión de las ondas de sonido deforman el cráneo y ese movimiento craneal hace vibrar el complejo timpánico-periótico que está en contacto directo y articulado con el hueso del cráneo, en lugar de estar suspendido por ligamentos como en la mayoría de odontocetos. Parece que el mecanismo de conducción ósea funciona particularmente bien para transmitir frecuencias bajas (sonidos graves, de ondas largas) y eso tiene mucho sentido si tenemos en cuenta que los misticetos usan en su mayoría sonidos graves para comunicarse, incluidos infrasonidos.
Podríamos cantar victoria y sentirnos aliviados por haber dado con la solución al problema, sentirnos como Arquímedes cuando exclamó “Eureka”. Sin embargo, quienes hacemos ciencia somos poco conformistas; somos expertos en dudar de todo. Si algo sabemos, es que nuestra capacidad de preguntar es mayor que nuestra capacidad de responder, así que saboreamos el proceso de la duda, y por supuesto el proceso de desentrañarla.
Mientras tanto, ustedes pueden disfrutar y sentirse satisfechos por tener, al menos temporalmente, una respuesta para aquellos niños que les preguntan “¿y por qué las ballenas no tienen orejas?”.
*Madre Agua Colombia
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