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El profesor Juan Darío Restrepo ha pasado gran parte de las últimas tres décadas recorriendo y estudiando ríos de Colombia. Empezó con los del Pacífico, porque le causó sorpresa que en los años 90 no hubiera buenos datos sobre el río San Juan, que desemboca en el océano cerca de Buenaventura. Luego de investigar otros afluentes, viajó al río Magdalena y encontró que, pese a ser un símbolo colombiano, no muchos científicos se habían interesado por estudiar su mecanismo de transporte de sedimentos y los datos sobre la erosión a su alrededor. Así que decidió comenzar a viajar y a reunir mejor información. Dice que se convirtió en una pasión que hoy le permite recitar de memoria los municipios que atraviesa el río y los males que lo agobian.
Hoy Restrepo es investigador de la Universidad Eafit, en Medellín. Es biólogo marino y doctor en oceanografía de la Universidad de Carolina del Sur, en Estados Unidos. También es el director del Programa de doctorado en ciencias de la Tierra y es visitante de la U. de Colorado Boulder (EE. UU.). La razón por la que está al otro lado del teléfono es porque hace poco publicó, junto con un grupo de colegas de diversas partes del mundo, un artículo en la prestigiosa revista Nature, en el que aborda un tema que poco suele aparecer en los medios de comunicación, pese a que es vital para los seres humanos: el gran problema que está enfrentando el ciclo global de sedimentos.
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En pocas palabras, desde la década del 50 ese ciclo empezó a alterarse de manera desproporcionada. Si durante millones de años había seguido su curso, después de la Segunda Guerra Mundial, las frenéticas actividades que buscaban la “industrialización” empezaron a transformarlo.
Un par de cifras, citadas por los autores, ayudan a entender el fenómeno: la producción de sedimentos debidos a la erosión del suelo causada por los humanos creció 467 % entre 1950 y 2010. En ese grupo están la minería y la extracción de materiales para construcción, como grava y arena. En ese lapso, además, el consumo de sedimentos ha aumentado 2.550 %.
El profesor Restrepo tiene una buena analogía para explicar este ciclo del que poco se habla: “Como sucede con el agua, los sedimentos también tienen un ciclo global que es verdaderamente hermoso. Como las montañas crecen por efecto tectónico, hay un ‘balance’ de ese crecimiento con la erosión. Es un balance natural en el que, luego, los ríos se encargan de llevar sedimentos al mar donde se pierden en las zonas de subducción y vuelven a salir en erupciones en los volcanes o quedan en las montañas”.
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Dicho de otro modo, es una característica fundamental del sistema de la Tierra. Así ha funcionado por millones de años. Pero, como escribieron Restrepo y sus colegas en Nature, “ese ciclo natural se encuentra gravemente desequilibrado. El motivo, para resumirlo en una frase, es que la conexión de los humanos con el agua y con los sedimentos está averiada.
Al dañarse, los sedimentos, imperceptibles en la superficie de los ríos, ya no transportan la cantidad correcta de nutrientes que necesitan los afluentes. “Estamos poniendo muchos nutrientes en ellos y eso hace, por ejemplo, que sobrepasemos el punto de no retorno de nitrógeno y fósforo. Son cantidades que en algún momento no soportarán los mares”, explica.
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Por mencionar solo otro caso, los sedimentos son claves para que zonas inundables, como las del Sinú colombiano, tengan esa productividad que envidian los agricultores. También llevan nutrientes hacia las costas, estuarios y deltas, y moldean el paisaje de los ríos. Tanto la turbidez del río Atrato como del río Magdalena transportan una enorme cantidad de sedimentos.
Pero en los últimos 60 años esa historia ha cambiado de forma dramática, y a Restrepo le preocupa que muchos no tengan en cuenta lo grave que puede ser. “No podemos ver el suelo como un recurso finito. Estamos presenciando una degradación de la superficie terrestre que nos está conduciendo a un cambio global de los suelos”, añade.
Lo que encontró el equipo del que es parte, es que en comparación a 1950, en 2010 los sedimentos que transportan los ríos creció 215 %, pero redujo, al mismo tiempo, la cantidad de sedimentos fluviales que llegan al océano en un 49 %. ¿Cómo es posible? Una de las principales pistas conduce al ritmo frenético con el que los países han levantado represas.
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Una de las consecuencias, apuntan, es que por los embalses y otras desviaciones artificiales, solo el 23 % de los ríos de más de 1.000 km fluyen ininterrumpidamente hacia el océano costero. Sus cálculos revelan que de las 58.519 grandes presas registradas en el planeta, el 95,7 % se construyeron después de 1950. “Son la principal causa del secuestro de sedimentos”, dicen.
Entre los muchos inconvenientes que registran hay otro muy usual en los ríos colombianos: la extracción de arena y grava. Así como aquí hay trabajadores que subsisten nadando hasta el fondo del río para extraer ese material, en otros países también hay extracción y un complejo mercado negro. El lío, anotan, es que esa actividad reduce el transporte de material en el lecho fluvial”. Hoy, para hacerse una idea, hay 64 millones de kilómetros de carreteras y autopistas en el mundo que han requerido 200 gigatoneladas de arena y grava.
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Un asunto más los inquieta: “El plástico se está convirtiendo en un componente cada vez mayor del transporte de sedimentos, pues la producción de plástico aumentó de alrededor de 2 Mt por año en la década de 1950 a 359 Mt por año en 2018”.