Colapso de abejas, tremendo lío
Dos multinacionales de agroquímicos pagaron US$3 millones para saber por qué estan muriendo estos polinizadores. El resultado del estudio no les gustó: son sus plaguicidas.
María Mónica Monsalve S.
Al ser apicultor, los oídos de Abdón Salazar se han acostumbrado al sonido de las abejas, por eso la primera vez que se levantó sin este zumbido es un recuerdo que todavía tiene claro: en una mañana del 2007, en el corregimiento El Caimo, en Armenia (Quindío), sucedió algo extraño. Cuando abrió sus ojos “no se escuchaba nada, ni el aleteo de las mariposas”. Al ir a averiguar a qué se debía ese silencio, se encontró con que 136 colmenas de abejas reinas del criadero que tenía estaban muertas. El día anterior, comenta, una avioneta había pasado por la zona fumigando.
Aunque fue la primera vez que Salazar lo vivió, ya había escuchado que esta escena la estaban viviendo apicultores de otros lugares. Las colmenas venían colapsando y las poblaciones de abejas disminuyendo. Incluso, con el tiempo se llegó a reportar una pérdida repentina de colonias en varios países: 30 % en Estados Unidos, 25 % en Japón y hasta 53 % en Europa, sólo para un tipo de abeja, la Apis mellifera o abeja de miel.
Un mundo sin polinizadores, empezaron a advertir los ecólogos, podría colapsar en un efecto dominó. Primero desaparecerían las abejas, luego los cultivos, y la última pieza en caer sería una crisis por hambre. Sólo la abeja de miel es la encargada de polinizar el 90 % de los cultivos de Norteamérica y otras partes del mundo. El síndrome del colapso de las colmenas, como fue bautizado el fenómeno, llevó a que los científicos avisaran que podríamos entrar a vivir en un mundo sin abejas.
La idea, que se codea con la ciencia ficción, sirvió para inspirar una de las muchas distopías que presenta la serie inglesa Black Mirror. Después de enfrentar una crisis de polinizadores, el gobierno se ve forzado a crear unos drones voladores en forma de abeja que suplan esta función. Pero en la vida real, y lejos de las pantallas, los científicos sabían que para encontrar una solución que no implicara robots, primero debían encontrar quién estaba matando las abejas.
El primer y obvio candidato que se puso sobre la mesa fue el varroa, un diminuto ácaro que invade las larvas de las colmenas y mata a las abejas adultas. Sin embargo, era tal el declive de las abejas que los científicos empezaron a barajar otras opciones. El uso de pesticidas e insecticidas, la pérdida del hábitat como consecuencia de la agricultura e incluso el cambio climático también podrían estar arrollando sus poblaciones.
El casi fin de una pelea de gigantes
Aunque pensar que el varroa estaba extinguiendo las abejas era la respuesta más fácil, las sospechas de que los plaguicidas estarían jugando un papel más drástico empezaron a crecer. Sobre todo cuando se trataba de neonicotinoides, un grupo de insecticidas que afectan el sistema nervioso central de los insectos y que representan la cuarta parte del millonario mercado de los plaguicidas. Una guerra de datos científicos estaba a punto de desatarse.
Para comprobar una hipótesis que claramente iba a caer mal entre los gigantes de la industria de agroquímicos, ecólogos y biólogos empezaron a realizar estudios que probaran esta relación. Pero las empresas tampoco se quedaron quietas y buscaron a científicos que tuvieran líneas de investigación que contradijeran esta idea y financiaron sus proyectos.
Una de las personas que encontraron fue el doctor James Cresswell, investigador de la Universidad de Exeter (Reino Unido). Cresswell fue fichado por la empresa Syngenta porque, en principio, se había mostrado escéptico sobre el daño que podrían representar los pesticidas para las abejas. Sin embargo, a medida que sus conclusiones se iban alejando de esta idea, la presión que recibió de Syngenta se hizo mayor. “Syngenta tuvo un efecto en mí, no puedo negar que no lo hiciera. Definitivamente influyeron en lo que acabé haciendo en el proyecto”, confesó en una entrevista en The New York Times.
El efecto que podrían tener los plaguicidas en la disminución de poblaciones de abejas empezó a ahogarse en un mar de datos. De hecho, una revisión en Google Academics de contenidos que tengan las palabras abeja y plaguicida arroja 45.000 resultados.
En el 2013, después de recolectar y analizar todos los estudios que la ciencia estaba produciendo sobre el tema, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) recomendó a la Comisión Europea prohibir tres de estos insecticidas momentáneamente: el imadacloprid y la clotianidina, producidos por Bayer, y el tiametoxam, de Syngenta. A la final, le medida terminó siendo impuesta en la Unión Europea, pero como suele suceder cuando la ciencia enfrenta a las grandes industrias, fue recibida con escepticismo por éstas.
“Los estudios han sido realizados en laboratorios y por eso no pueden aplicarse a la vida real”, dijeron en ese entonces los gigantes de la industria de agroquímicos. En un intento fallido por salvar su nombre, tanto Bayer como Syngenta se ofrecieron a financiar con US$3 millones la primera investigación a escala real. A los investigadores del Centro para la Ecología y la Hidrología del Reino Unido (CEH) se les dio la misión de comparar qué pasaba con las abejas que vivían en los campos de monocultivo de canola tratados con los insecticidas, frente a otras que habitaban en campos donde los neonicotinoides no se utilizaban durante un año.
La experiencia que dejaron la industria del tabaco y la de las bebidas azucaradas daba la sensación de que este sería un estudio más que se manipulaba. Con una inversión de US$3 millones, ¿por qué la historia no iba a repetirse?
Pero, para sorpresa del mundo, los resultados que arrojó la investigación, publicados la semana pasada en la revista Science, indicaron lo contrario. Después de estudiar 33 cultivos en Alemania, Reino Unido y Hungría, los investigadores concluyeron que los neonicotinoides afectan la supervivencia de las colonias de abejas y que, junto a otros pesticidas, crean una sopa tóxica para ellas. En Hungría, por ejemplo, el número de abejas que vivían en zonas con pesticidas cayó 24 % durante el invierno, respecto a las poblaciones de abejas que estaban en lugares donde no se usan estos tratamientos.
Mientras, en Reino Unido, la cifra alcanzó entre 67 % y 79 % para zonas con pesticidas, aunque el declive también fue alto, de 58 %, en lugares sin neonicotinoides. En Alemania, donde no se rastrearon efectos negativos, los investigadores se lo atribuyen al hecho que la dieta de las abejas de este país sólo depende en 15 % de la flor de canola. En los otros dos países, en cambio, está entre un 45 y 50 %.
De nuevo, Bayer y Syngenta desestimaron los resultados. “No compartimos la interpretación del CEH y seguimos confiando en que los neonicotinoides son seguros cuando se usan de manera responsable”, dijo Richard Schmuck, director de seguridad ambiental de Bayer Crop Science. Mientras, según señaló información filtrada por el periódico The Guardian, en la Comisión Europea se está cocinando la idea de prohibir el uso de estos plaguicidas definitivamente en todos los cultivos que no estén en un invernadero.
Rastreando colonias en Colombia
Mientras la extinción de abejas es algo de lo que se habla en la Comisión Europea y que se mencionó en los discursos del expresidente de Estados Unidos Barack Obama, en Colombia son pocas las personas que le siguen la pista. Una de ellas es Abdón Salazar, quien desde que se despertó sin oír los zumbidos de las abejas en el 2007 se ha dedicado a recolectar datos.
En febrero de este año, reunidos en un salón de Maloka, Salazar y 77 apicultores más crearon el Colectivo para la Defensa de las Abejas y los Polinizadores en Colombia Abejas Vivas. Un grupo que se puso la tarea “de luchar contra el envenenamiento de abejas y polinizadores en el país”.
A punta de experiencias propias han podido reportar pérdidas de 670 colmenas en Risaralda, 2.500 en Sucre y 200 colapsadas en Guasca (Cundinamarca). En Quindío, sólo entre enero y septiembre de 2016, pudieron contar 3.400 colmenas envenenadas. Estimando datos, Salazar cree que en el país desaparecen 10.500 colmenas por año debido al uso de ciertos plaguicidas.
Las pérdidas son inmensas, advierte, si se tiene en cuenta que una colmena cuesta entre $600.000 y $700.000, esto sin contar lo que se invierte en mano de obra, la miel que se deja de producir (40 kilos al año) y los daños ambientales que representa.
Es por esto que, en palabras de Carlos Lozano Acosta, abogado de AIDA, la Asociación Interamericana para la Defensa del Ambiente, que está asesorando legalmente a Abejas Vivas, el gobierno colombiano está en deuda de protegerlas. “La biodiversidad tiene protección legal y constitucional. La polinización es un servicio ambiental que está protegido, y si queremos conservar los ecosistemas se tiene que proteger a las abejas”, le explicó a El Espectador.
El problema, de nuevo, es que en Colombia el panorama del estado de las abejas no está tan claro. Aunque existe la Iniciativa Colombiana de Polinizadores (ICPA), una estrategia que busca promover su uso sostenible, da la sensación de que sigue siendo una rueda suelta. Por eso Salazar no se ha cansado de escribirles a todos los que cree que podrían ayudarle a encontrar una solución: el Ministerio de Agricultura, el Ministerio de Ambiente, el ICA, la ANLA. Nadie le ha contestado.
Esta sensación la comparte el biólogo de la Universidad Militar Carlos Alberto Poveda, quien por años ha trabajado en estrategias para restablecer a los polinizadores en el país. Una de ellas, por ejemplo, ha sido crear abejorros en el laboratorio para liberarlos en los cultivos, pero para que no mueran necesitan que los agricultores dejen de fumigar con ciertos insecticidas.
“Mientras no haya una política que nos respalde, es muy difícil convencer a los agricultores de que pueden tener mayor productividad y ganancias si no aplican demasiado insecticida, y que necesitan a las abejas que vamos a colocar para que esto suceda”, explica.
Sin embargo, según explicó Evelin Dayana Naranjo, secretaria técnica nacional de la cadena de abejas y apicultura del Ministerio de Agricultura, desde esta cartera se están tomando varias medidas para capacitar en el buen uso de agroquímicos, así como en que los agricultores sepan la importancia de la polinización.
El ICA, por su parte, advirtió que todas las sustancias registradas se someten a un proceso de evaluación que rastrea criterios ambientales. En cuanto a los tres neonicotinoides que fueron prohibidos provisionalmente en la Unión Europea, el ICA le explicó a El Espectador que en su base de datos hay 85 productos registrados que contienen la molécula imadacloprid y tres con clotianidina.
En Colombia, el colapso de las abejas parece ser algo que todavía está en la cancha de los científicos. Pero, como lo advirtió el profesor Richard Pywell, quien condujo el revelador estudio a escala real, los hechos científicos ya hicieron su parte; ahora esta evidencia debe servir para que los reguladores lo tengan en cuenta a la hora de legislar.
Al ser apicultor, los oídos de Abdón Salazar se han acostumbrado al sonido de las abejas, por eso la primera vez que se levantó sin este zumbido es un recuerdo que todavía tiene claro: en una mañana del 2007, en el corregimiento El Caimo, en Armenia (Quindío), sucedió algo extraño. Cuando abrió sus ojos “no se escuchaba nada, ni el aleteo de las mariposas”. Al ir a averiguar a qué se debía ese silencio, se encontró con que 136 colmenas de abejas reinas del criadero que tenía estaban muertas. El día anterior, comenta, una avioneta había pasado por la zona fumigando.
Aunque fue la primera vez que Salazar lo vivió, ya había escuchado que esta escena la estaban viviendo apicultores de otros lugares. Las colmenas venían colapsando y las poblaciones de abejas disminuyendo. Incluso, con el tiempo se llegó a reportar una pérdida repentina de colonias en varios países: 30 % en Estados Unidos, 25 % en Japón y hasta 53 % en Europa, sólo para un tipo de abeja, la Apis mellifera o abeja de miel.
Un mundo sin polinizadores, empezaron a advertir los ecólogos, podría colapsar en un efecto dominó. Primero desaparecerían las abejas, luego los cultivos, y la última pieza en caer sería una crisis por hambre. Sólo la abeja de miel es la encargada de polinizar el 90 % de los cultivos de Norteamérica y otras partes del mundo. El síndrome del colapso de las colmenas, como fue bautizado el fenómeno, llevó a que los científicos avisaran que podríamos entrar a vivir en un mundo sin abejas.
La idea, que se codea con la ciencia ficción, sirvió para inspirar una de las muchas distopías que presenta la serie inglesa Black Mirror. Después de enfrentar una crisis de polinizadores, el gobierno se ve forzado a crear unos drones voladores en forma de abeja que suplan esta función. Pero en la vida real, y lejos de las pantallas, los científicos sabían que para encontrar una solución que no implicara robots, primero debían encontrar quién estaba matando las abejas.
El primer y obvio candidato que se puso sobre la mesa fue el varroa, un diminuto ácaro que invade las larvas de las colmenas y mata a las abejas adultas. Sin embargo, era tal el declive de las abejas que los científicos empezaron a barajar otras opciones. El uso de pesticidas e insecticidas, la pérdida del hábitat como consecuencia de la agricultura e incluso el cambio climático también podrían estar arrollando sus poblaciones.
El casi fin de una pelea de gigantes
Aunque pensar que el varroa estaba extinguiendo las abejas era la respuesta más fácil, las sospechas de que los plaguicidas estarían jugando un papel más drástico empezaron a crecer. Sobre todo cuando se trataba de neonicotinoides, un grupo de insecticidas que afectan el sistema nervioso central de los insectos y que representan la cuarta parte del millonario mercado de los plaguicidas. Una guerra de datos científicos estaba a punto de desatarse.
Para comprobar una hipótesis que claramente iba a caer mal entre los gigantes de la industria de agroquímicos, ecólogos y biólogos empezaron a realizar estudios que probaran esta relación. Pero las empresas tampoco se quedaron quietas y buscaron a científicos que tuvieran líneas de investigación que contradijeran esta idea y financiaron sus proyectos.
Una de las personas que encontraron fue el doctor James Cresswell, investigador de la Universidad de Exeter (Reino Unido). Cresswell fue fichado por la empresa Syngenta porque, en principio, se había mostrado escéptico sobre el daño que podrían representar los pesticidas para las abejas. Sin embargo, a medida que sus conclusiones se iban alejando de esta idea, la presión que recibió de Syngenta se hizo mayor. “Syngenta tuvo un efecto en mí, no puedo negar que no lo hiciera. Definitivamente influyeron en lo que acabé haciendo en el proyecto”, confesó en una entrevista en The New York Times.
El efecto que podrían tener los plaguicidas en la disminución de poblaciones de abejas empezó a ahogarse en un mar de datos. De hecho, una revisión en Google Academics de contenidos que tengan las palabras abeja y plaguicida arroja 45.000 resultados.
En el 2013, después de recolectar y analizar todos los estudios que la ciencia estaba produciendo sobre el tema, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) recomendó a la Comisión Europea prohibir tres de estos insecticidas momentáneamente: el imadacloprid y la clotianidina, producidos por Bayer, y el tiametoxam, de Syngenta. A la final, le medida terminó siendo impuesta en la Unión Europea, pero como suele suceder cuando la ciencia enfrenta a las grandes industrias, fue recibida con escepticismo por éstas.
“Los estudios han sido realizados en laboratorios y por eso no pueden aplicarse a la vida real”, dijeron en ese entonces los gigantes de la industria de agroquímicos. En un intento fallido por salvar su nombre, tanto Bayer como Syngenta se ofrecieron a financiar con US$3 millones la primera investigación a escala real. A los investigadores del Centro para la Ecología y la Hidrología del Reino Unido (CEH) se les dio la misión de comparar qué pasaba con las abejas que vivían en los campos de monocultivo de canola tratados con los insecticidas, frente a otras que habitaban en campos donde los neonicotinoides no se utilizaban durante un año.
La experiencia que dejaron la industria del tabaco y la de las bebidas azucaradas daba la sensación de que este sería un estudio más que se manipulaba. Con una inversión de US$3 millones, ¿por qué la historia no iba a repetirse?
Pero, para sorpresa del mundo, los resultados que arrojó la investigación, publicados la semana pasada en la revista Science, indicaron lo contrario. Después de estudiar 33 cultivos en Alemania, Reino Unido y Hungría, los investigadores concluyeron que los neonicotinoides afectan la supervivencia de las colonias de abejas y que, junto a otros pesticidas, crean una sopa tóxica para ellas. En Hungría, por ejemplo, el número de abejas que vivían en zonas con pesticidas cayó 24 % durante el invierno, respecto a las poblaciones de abejas que estaban en lugares donde no se usan estos tratamientos.
Mientras, en Reino Unido, la cifra alcanzó entre 67 % y 79 % para zonas con pesticidas, aunque el declive también fue alto, de 58 %, en lugares sin neonicotinoides. En Alemania, donde no se rastrearon efectos negativos, los investigadores se lo atribuyen al hecho que la dieta de las abejas de este país sólo depende en 15 % de la flor de canola. En los otros dos países, en cambio, está entre un 45 y 50 %.
De nuevo, Bayer y Syngenta desestimaron los resultados. “No compartimos la interpretación del CEH y seguimos confiando en que los neonicotinoides son seguros cuando se usan de manera responsable”, dijo Richard Schmuck, director de seguridad ambiental de Bayer Crop Science. Mientras, según señaló información filtrada por el periódico The Guardian, en la Comisión Europea se está cocinando la idea de prohibir el uso de estos plaguicidas definitivamente en todos los cultivos que no estén en un invernadero.
Rastreando colonias en Colombia
Mientras la extinción de abejas es algo de lo que se habla en la Comisión Europea y que se mencionó en los discursos del expresidente de Estados Unidos Barack Obama, en Colombia son pocas las personas que le siguen la pista. Una de ellas es Abdón Salazar, quien desde que se despertó sin oír los zumbidos de las abejas en el 2007 se ha dedicado a recolectar datos.
En febrero de este año, reunidos en un salón de Maloka, Salazar y 77 apicultores más crearon el Colectivo para la Defensa de las Abejas y los Polinizadores en Colombia Abejas Vivas. Un grupo que se puso la tarea “de luchar contra el envenenamiento de abejas y polinizadores en el país”.
A punta de experiencias propias han podido reportar pérdidas de 670 colmenas en Risaralda, 2.500 en Sucre y 200 colapsadas en Guasca (Cundinamarca). En Quindío, sólo entre enero y septiembre de 2016, pudieron contar 3.400 colmenas envenenadas. Estimando datos, Salazar cree que en el país desaparecen 10.500 colmenas por año debido al uso de ciertos plaguicidas.
Las pérdidas son inmensas, advierte, si se tiene en cuenta que una colmena cuesta entre $600.000 y $700.000, esto sin contar lo que se invierte en mano de obra, la miel que se deja de producir (40 kilos al año) y los daños ambientales que representa.
Es por esto que, en palabras de Carlos Lozano Acosta, abogado de AIDA, la Asociación Interamericana para la Defensa del Ambiente, que está asesorando legalmente a Abejas Vivas, el gobierno colombiano está en deuda de protegerlas. “La biodiversidad tiene protección legal y constitucional. La polinización es un servicio ambiental que está protegido, y si queremos conservar los ecosistemas se tiene que proteger a las abejas”, le explicó a El Espectador.
El problema, de nuevo, es que en Colombia el panorama del estado de las abejas no está tan claro. Aunque existe la Iniciativa Colombiana de Polinizadores (ICPA), una estrategia que busca promover su uso sostenible, da la sensación de que sigue siendo una rueda suelta. Por eso Salazar no se ha cansado de escribirles a todos los que cree que podrían ayudarle a encontrar una solución: el Ministerio de Agricultura, el Ministerio de Ambiente, el ICA, la ANLA. Nadie le ha contestado.
Esta sensación la comparte el biólogo de la Universidad Militar Carlos Alberto Poveda, quien por años ha trabajado en estrategias para restablecer a los polinizadores en el país. Una de ellas, por ejemplo, ha sido crear abejorros en el laboratorio para liberarlos en los cultivos, pero para que no mueran necesitan que los agricultores dejen de fumigar con ciertos insecticidas.
“Mientras no haya una política que nos respalde, es muy difícil convencer a los agricultores de que pueden tener mayor productividad y ganancias si no aplican demasiado insecticida, y que necesitan a las abejas que vamos a colocar para que esto suceda”, explica.
Sin embargo, según explicó Evelin Dayana Naranjo, secretaria técnica nacional de la cadena de abejas y apicultura del Ministerio de Agricultura, desde esta cartera se están tomando varias medidas para capacitar en el buen uso de agroquímicos, así como en que los agricultores sepan la importancia de la polinización.
El ICA, por su parte, advirtió que todas las sustancias registradas se someten a un proceso de evaluación que rastrea criterios ambientales. En cuanto a los tres neonicotinoides que fueron prohibidos provisionalmente en la Unión Europea, el ICA le explicó a El Espectador que en su base de datos hay 85 productos registrados que contienen la molécula imadacloprid y tres con clotianidina.
En Colombia, el colapso de las abejas parece ser algo que todavía está en la cancha de los científicos. Pero, como lo advirtió el profesor Richard Pywell, quien condujo el revelador estudio a escala real, los hechos científicos ya hicieron su parte; ahora esta evidencia debe servir para que los reguladores lo tengan en cuenta a la hora de legislar.