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Resulta imposible procesar el hecho que en el mundo hayan sido asesinadas 227 personas por defender el ambiente y el territorio, causas justas y totalmente actuales teniendo en cuenta que la discusión por el cumplimiento de las metas 2030 en materia de desigualdad en escenarios de lucha contra el cambio climático se ha convertido en un sello de aparente eficiencia por parte de los gobiernos. Global Witness publicó esta semana su informe “Ultima línea de defensa”, un ejercicio necesariamente crudo en donde nos enfrentamos como sociedad a una circunstancia catastrófica: ser activista nos cuesta la vida.
Como defensores de derechos humanos, y ambientales, que desde nuestros conocimientos jurídicos, tecnicos ambientales y sociales apoyamos a lideres y defensores comunitarios que enfrentan día a día los innumerables retos que implica alzar la voz en un país como Colombia, ocupar el primer puesto a nivel global y por segundo año consecutivo como país mas peligroso para la defensa del ambiente y la tierra, es sin duda “un puñetazo en la cara”, tal como lo plantea el periodista y activista Bill Mckibben en la introducción del informe. Y es que la defensa de la vida es el eje central de nuestro trabajo. El desconocimiento de una visión alternativa que garantice una gobernanza ambiental y territorial construida desde las bases es sin duda la gran deuda que nuestras generaciones dejarán a quienes reciben un planeta agotado por la presencia de la especie humana. y sus impactos Y sus impactos.
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El avance de proyectos extractivos y de infraestructura en territorios estratégicos como es el caso de la amazonia colombiana a la luz de 65 defensores ambientales asesinados en 2020, de los cuales un tercio son indígenas y afrodescendientes y casi la mitad son personas dedicadas a la agricultura a pequeña escala, no solo refleja el impacto del avance de estas carteras de desarrollo en territorios en donde se apuesta por el fortalecimiento de economías locales y liderazgos comunitarios ligados con la protección del agua y de la vida, también refleja la total desconexión de la realidad por parte de quienes asumieron un compromiso en materia de sustentabilidad a nivel gubernamental.
Y es aquí donde no podemos dejar de mencionar las dificultades que ha enfrentado la ratificación del Acuerdo de Escazú en Colombia. Este Acuerdo es el primer tratado a nivel de América Latina y el Caribe que reconoce la obligación de los estados de proteger la vida de los defensores de derechos humanos en asuntos ambientales. Considerando las dinámicas de violencia que se viven día a día en las regiones del país y la importancia de quienes asumen liderazgos para la protección comunitaria y ambiental del territorio nacional, resulta totalmente incomprensible entender las razones del por qué el Acuerdo de Escazú como herramienta para impulsar escenarios de protección y prevención realmente efectivos, fue sencillamente descartado hasta el día de hoy por parte de sectores políticos y económicos.
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Que el Acuerdo de Escazú no haya sido presentado por parte del gobierno ante el Congreso de la Republica en el inicio de la nueva legislatura pese a la innumerables solicitudes por parte de la ciudadana, refleja la distancia entre la retórica oficial sobre el compromiso con el medio ambiente y la protección de quienes a través del respeto por la chagra, el río o el cuidado del bosque plantean un verdadero salvavidas reconocido en todos los foros internacionales, que pudiera ayudar en la salida del caos generado por nuestra propia especie.
Sesenta y cinco personas murieron en Colombia por defender la tierra, esta afirmación no puede quedarse en cifras archivadas y convertidas en espacios de socialización para el cumplimiento de indicadores institucionales. Ser el primer país mas peligroso para defender el ambiente exige un gobierno comprometido y una sociedad critica más allá de interés políticos y económicos en la cual la defensa de la vida sea nuestra principal bandera.