¿Cómo saber quién deforestó 2.000 hectáreas en Chiribiquete?
Desde el 2018, el Gobierno avanza en una estrategia para frenar la deforestación. A pesar de las críticas de los campesinos que viven y trabajan dentro de las áreas protegidas afectadas, un nuevo enfoque en la investigación espera dar con los principales culpables de la pérdida de bosque en la selva tropical.
Juliana Jaimes - Santiago Martínez
Infoamazonia
La semana pasada hubo una protesta muy poco usual en Bogotá. Una delegación de campesinos e indígenas del Meta, Guaviare, Caquetá, Vaupés y Guainía llegaron a la capital para reclamar por un asunto que desde hace varios meses ha generado tanto aplausos como controversia: la manera en que la fuerza pública está tratando de recuperar la selva amazónica que, tras la firma del Acuerdo de Paz, se convirtió en un botín de usurpadores de tierras. Desde que las Farc salieron de esos bosques la deforestación ha crecido a un ritmo vertiginoso: solo en 2017, un año después de poner en marcha el Acuerdo, Colombia perdió 219.973 hectáreas de bosque. (Lea Equilibrio ecológico, amenazado por la extinción de las especies de animales y plantas)
El reclamo de ese grupo tenía que ver con la Operación Artemisa, la estrategia que la Dirección de Derechos Humanos de la Fiscalía, en conjunto con el Ejército y la Policía, puso en marcha desde 2018 para frenar la tala ilegal. Desde entonces, han logrado recuperar 12.358 hectáreas de bosque gracias al trabajo de 22.300 integrantes de la fuerza pública. En ella, el Gobierno ha invertido más de $3.000 millones y su foco han sido doce núcleos de deforestación activa en todo el país. Seis están en la Amazonia.
Pero pese a los resultados, Artemisa, como lo reiteró la comitiva de indígenas y campesinos, ha recibido todo tipo de críticas. ¿La principal? Que, aunque el objetivo es ir tras los principales deforestadores de la Amazonia, las que han resultado enjuiciadas han sido las comunidades locales. Alegan no tener ni tanto ganado ni tantas hectáreas como para ser denominados los “grandes ganaderos” o “deforestadores”.
“Acá los campesinos son dueños de su propia finca y comercializan ganado desde siempre, porque no hay otra forma de trabajar. Este es un territorio abandonado y las comunidades han construido carreteras y puestos de salud de sus propios ingresos para suplir las necesidades insatisfechas”, cuenta Luis Hernández*, líder campesino que vive en las cercanías de los parques naturales Tinigua y Picachos, en la región amazónica.
Sin embargo, para entender la complejidad que esconde la tala ilegal en ese territorio hay que comprender cómo, en medio de la controversia, Artemisa pasó a ser una estrategia que hoy trata de dar con el paradero de “los cuarenta principales”, la lista de las personas que tienen más de cien cabezas de ganado en los Parques Nacionales Naturales de la Amazonia.
Nace Artemisa
En 2018, luego de que el Amazonas fuera declarado sujeto de derechos por la Corte Constitucional, el grupo de protección de los recursos naturales del medio ambiente de la Fiscalía empezó una intensa búsqueda para saber quiénes estaban tumbando la selva. El primer caso fue identificado en San Vicente del Caguán (Caquetá). El capturado fue el ganadero Miller Medina, con fincas en el Parque Los Picachos. En su arresto participaron casi mil personas y fueron necesarios helicópteros y setenta camiones para llegar a áreas remotas y decomisar cerca 700 cabezas de ganado.
Pero su detención y la de otros nueve campesinos fue el inicio de la gran discusión: ¿Se está deteniendo realmente a los grandes deforestadores? Para los habitantes era claro que tanto Medina como los otros capturados vivían en el parque desde hace muchos años, con certificados expedidos por la Alcaldía y juntas de acción comunal. Además de los planes de desarrollo —con construcción de carreteras, escuelas y centros de salud—, los afectados aseguraban que les habían hecho creer que podían asentarse en los límites de las zonas protegidas. Las dificultades empezaban para la Fiscalía. No sería nada fácil probar que los hatos ganaderos eran los culpables de la deforestación.
A pesar de los reclamos, el Gobierno adelantó la Operación Artemisa. Tras censar a más de 200 familias que habitaban en zonas protegidas, el siguiente paso fue cruzar la información con los listados del Instituto Colombiano Agropecuario (ICA) sobre ganado vacunado en los parques de la Amazonia: Picachos, Tinigua, Macarena, Chiribiquete y Nukak. Al filtrar los nombres de quienes registraban más de cien cabezas de ganado se consolidó la lista de “los cuarenta principales”. Sin embargo, apareció otro inconveniente en el camino: los nombres no podían ser tratados como deforestadores, porque la actividad no es un delito. Está catalogada como incendio y solo se puede probar en flagrancia.
Ante la complejidad, los costos de los operativos y la dificultad de probar en estrados judiciales que estas personas pagarían alrededor de $1,5 millones por hectárea deforestada mediante quemas, la Fiscalía cambió su estrategia: concentró sus esfuerzos en probar los delitos de invasión a las áreas de especial importancia ecológica y aprovechamiento de los recursos naturales, pues son, según los investigadores, hechos más fáciles de probar. Es ilícito, por ejemplo, que una persona esté dentro de un área protegida o haya ganado pastoreando.
Con esta hipótesis, la Operación Artemisa ya va en su décima fase y casi una cuarta parte de “los cuarenta principales” han sido capturados. El último en caer fue Vidal Rojas Herrera, propietario de la finca La Esmeralda, ubicada dentro del Parque Nacional Natural Tinigua, en inmediaciones de la Serranía de La Macarena. Un hombre que, según la Fiscalía, llegó a vender más de 21.000 cabezas de ganado en dos décadas y utilizaba su predio de 1.139 hectáreas en áreas protegidas para cría y cuidado de cerca de 800 reses.
Además de haber comercializado una gran cantidad de cabezas de ganado, Vidal solía “duplicar” los predios, una práctica común para evadir a las autoridades. Como cuenta un investigador de este caso, los certificados de vacunación del ganado, expedidos por el ICA, están relacionados con dos fincas con el mismo nombre. Una ubicada en el área protegida y la otra fuera de ella.
Hoy, ante la falta de recursos, la Fiscalía concentra su acción en puntos estratégicos. La idea es prevenir que aumente la deforestación y atacar a quienes financian la quema de áreas protegidas para usurpar las tierras de la nación. Los financiadores van desde grupos armados como las disidencias hasta terratenientes y redes especializadas en lavado de activos.
Su nuevo enfoque es, para algunos expertos, novedoso. “En el último trimestre hubo un enfoque diferencial. En el parque Nacional Chiribiquete, por ejemplo, está el lote más grande de ganado de Colombia, con 2.000 hectáreas. Hay una decisión estratégica de dónde hacer y por qué tener esas tierras. Esa ubicación está al lado de donde bombardearon a alias Cadete. La pregunta es ¿quién tiene la plata para deforestar 2.000 hectáreas? Aquí la decisión es militar y coincide con lugares donde también hay gente vulnerable”, dice un experto que prefiere estar en el anonimato.
Pero más allá de esta estrategia, hay una pregunta sin resolver aún. ¿Quién está detrás de la deforestación y la ganadería extensiva? Según información de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible, en los últimos cinco años el hato ganadero en Colombia creció con 800.000 nuevas reses en un área de un poco más de 300.000 áreas deforestadas en la Amazonia. Para poder mantener solo una cabeza de ganado se necesita aproximadamente una hectárea y media, que puede llegar a costar alrededor de $3 millones. Eso quiere decir que deforestar diez hectáreas costaría unos $30 millones, sin contar con el dinero que hay que invertir en mano de obra, en abrir los caminos (en su mayoría de manera ilegal) y transportar material y animales.
Para el director de la Policía de Carabineros, general Alejandro Barrera, tres grupos armados operan en la región bajo el mando de alias Gentil Duarte y ofrecen hasta $1,5 millones por hectárea deforestada. “Los grupos armados organizados son quienes están dirigiendo la deforestación. La intención es el control criminal de las economías ilícitas en esas áreas de especial protección y obtener una renta a partir del control territorial. Traen personas de otras regiones del país para que se asienten en las zonas de parques naturales, porque su intención es apoderarse de las tierras. Utilizan a los campesinos para demostrar que llevan años en esos territorios y luego legalizar la titularidad”, manifiesta.
Algunos académicos y defensores ambientales también creen que existen otras estructuras y redes con mucho poder económico que buscan legalizar áreas de especial protección mediante un proceso de colonización, bien sea para un proyecto ganadero, agroindustrial o, simplemente, para lavar activos.
Las inquietudes de los campesinos
Para Luis Hernández*, líder campesino que vive cerca a los parques Tinigua y Picachos, hay otros puntos que deben ser tenidos en cuenta en esta discusión. “En la década del 60 hubo una colonización dirigida”, cuenta. “El Estado, a través de instituciones como la antigua Caja Agraria y el Incora, trasladaron familias de otras regiones. A esas familias se les entregaron créditos para que compraran ganado cuando aún las tierras no habían sido declaradas Parque Nacional Natural. Luego, tras la designación de parque, a esas mismas familias nunca se les explicó que estaban en una zona así. Entonces ellos siguieron trabajando y haciendo un plan de vida en ese territorio”.
La producción de leche y el comercio del ganado, explica, han sido las principales fuentes de recursos de las comunidades campesinas, que llevan trabajando con cabezas de reses de tiempo atrás. Para él, el ganado identificado por las autoridades en los operativos no es adquirido recientemente. “Esa es la versión que tiene la Fiscalía, pero no es cierta. En 2019 las autoridades quemaron las casas dentro del Chiribiquete y capturaron a las esposas de los ganaderos. Es una situación muy delicada y, hasta donde conozco, los únicos que han caído son los pequeños campesinos y no los supuestos grandes deforestadores”. El camino, dice, es repetir lo que en 1996 hizo la Asociación Campesina Ambiental Losada Guayabero, que firmó un acuerdo de conservación del 40 % de las fincas por voluntad de las comunidades locales.
En la otra cara de la moneda hay una dificultad más. Como explica Diego Trujillo, exprocurador delegado para Asuntos Ambientales y Agrarios, al tratarse de áreas de especial importancia ecológica no se puede aplicar la confianza legítima para legalizar la propiedad de la tierra, porque no se trata de terceros compradores de buena fe reclamando que fueron afectados en procesos de restitución. En los predios deforestados, señala, hay una especie de usurpación de tierras de la nación —que son imprescriptibles e inalienables— porque no hubo compra previa.
“Con la salida de las Farc, y ante la falta del control del suelo rural, en Colombia se dio una nueva toma violenta porque las tierras son botín de guerra. Son estratégicas para las economías ilegales (narcotráfico, minería, usurpadores de tierra y lavado de activos). En un país con un catastro rural desactualizado en un 85 %, no existe claridad en los inventarios de propiedad pública ni en la limitación de los parques y reservas”, explica Trujillo.
En el fondo, aseguran los expertos en deforestación, el verdadero problema es cómo se distribuye la tierra en Colombia. “La falta de abordaje del tema agrario integral deja cómo resultado la deforestación, pero la raíz está en la capacidad del Estado en distribuir el acceso a la tierra y los derechos del bosque. No se trata del problema de un gobierno, eso es una deuda histórica. Por eso en los territorios tienen rabia; porque dicen 'ahora ustedes me dicen que yo no puedo tumbar este monte a la espera de un Estado que nunca ha llegado’”, señala uno de ellos.
Como dijo Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo sostenible, en una cátedra del Foro Nacional Ambiental, “la deforestación no es la parte final de un proceso, sino es el síntoma derivado de la apropiación ilegal de tierras. Es el problema madre”.
*Infoamazonia es una alianza periodística entre Amazon Conservation Team y El Espectador.
La semana pasada hubo una protesta muy poco usual en Bogotá. Una delegación de campesinos e indígenas del Meta, Guaviare, Caquetá, Vaupés y Guainía llegaron a la capital para reclamar por un asunto que desde hace varios meses ha generado tanto aplausos como controversia: la manera en que la fuerza pública está tratando de recuperar la selva amazónica que, tras la firma del Acuerdo de Paz, se convirtió en un botín de usurpadores de tierras. Desde que las Farc salieron de esos bosques la deforestación ha crecido a un ritmo vertiginoso: solo en 2017, un año después de poner en marcha el Acuerdo, Colombia perdió 219.973 hectáreas de bosque. (Lea Equilibrio ecológico, amenazado por la extinción de las especies de animales y plantas)
El reclamo de ese grupo tenía que ver con la Operación Artemisa, la estrategia que la Dirección de Derechos Humanos de la Fiscalía, en conjunto con el Ejército y la Policía, puso en marcha desde 2018 para frenar la tala ilegal. Desde entonces, han logrado recuperar 12.358 hectáreas de bosque gracias al trabajo de 22.300 integrantes de la fuerza pública. En ella, el Gobierno ha invertido más de $3.000 millones y su foco han sido doce núcleos de deforestación activa en todo el país. Seis están en la Amazonia.
Pero pese a los resultados, Artemisa, como lo reiteró la comitiva de indígenas y campesinos, ha recibido todo tipo de críticas. ¿La principal? Que, aunque el objetivo es ir tras los principales deforestadores de la Amazonia, las que han resultado enjuiciadas han sido las comunidades locales. Alegan no tener ni tanto ganado ni tantas hectáreas como para ser denominados los “grandes ganaderos” o “deforestadores”.
“Acá los campesinos son dueños de su propia finca y comercializan ganado desde siempre, porque no hay otra forma de trabajar. Este es un territorio abandonado y las comunidades han construido carreteras y puestos de salud de sus propios ingresos para suplir las necesidades insatisfechas”, cuenta Luis Hernández*, líder campesino que vive en las cercanías de los parques naturales Tinigua y Picachos, en la región amazónica.
Sin embargo, para entender la complejidad que esconde la tala ilegal en ese territorio hay que comprender cómo, en medio de la controversia, Artemisa pasó a ser una estrategia que hoy trata de dar con el paradero de “los cuarenta principales”, la lista de las personas que tienen más de cien cabezas de ganado en los Parques Nacionales Naturales de la Amazonia.
Nace Artemisa
En 2018, luego de que el Amazonas fuera declarado sujeto de derechos por la Corte Constitucional, el grupo de protección de los recursos naturales del medio ambiente de la Fiscalía empezó una intensa búsqueda para saber quiénes estaban tumbando la selva. El primer caso fue identificado en San Vicente del Caguán (Caquetá). El capturado fue el ganadero Miller Medina, con fincas en el Parque Los Picachos. En su arresto participaron casi mil personas y fueron necesarios helicópteros y setenta camiones para llegar a áreas remotas y decomisar cerca 700 cabezas de ganado.
Pero su detención y la de otros nueve campesinos fue el inicio de la gran discusión: ¿Se está deteniendo realmente a los grandes deforestadores? Para los habitantes era claro que tanto Medina como los otros capturados vivían en el parque desde hace muchos años, con certificados expedidos por la Alcaldía y juntas de acción comunal. Además de los planes de desarrollo —con construcción de carreteras, escuelas y centros de salud—, los afectados aseguraban que les habían hecho creer que podían asentarse en los límites de las zonas protegidas. Las dificultades empezaban para la Fiscalía. No sería nada fácil probar que los hatos ganaderos eran los culpables de la deforestación.
A pesar de los reclamos, el Gobierno adelantó la Operación Artemisa. Tras censar a más de 200 familias que habitaban en zonas protegidas, el siguiente paso fue cruzar la información con los listados del Instituto Colombiano Agropecuario (ICA) sobre ganado vacunado en los parques de la Amazonia: Picachos, Tinigua, Macarena, Chiribiquete y Nukak. Al filtrar los nombres de quienes registraban más de cien cabezas de ganado se consolidó la lista de “los cuarenta principales”. Sin embargo, apareció otro inconveniente en el camino: los nombres no podían ser tratados como deforestadores, porque la actividad no es un delito. Está catalogada como incendio y solo se puede probar en flagrancia.
Ante la complejidad, los costos de los operativos y la dificultad de probar en estrados judiciales que estas personas pagarían alrededor de $1,5 millones por hectárea deforestada mediante quemas, la Fiscalía cambió su estrategia: concentró sus esfuerzos en probar los delitos de invasión a las áreas de especial importancia ecológica y aprovechamiento de los recursos naturales, pues son, según los investigadores, hechos más fáciles de probar. Es ilícito, por ejemplo, que una persona esté dentro de un área protegida o haya ganado pastoreando.
Con esta hipótesis, la Operación Artemisa ya va en su décima fase y casi una cuarta parte de “los cuarenta principales” han sido capturados. El último en caer fue Vidal Rojas Herrera, propietario de la finca La Esmeralda, ubicada dentro del Parque Nacional Natural Tinigua, en inmediaciones de la Serranía de La Macarena. Un hombre que, según la Fiscalía, llegó a vender más de 21.000 cabezas de ganado en dos décadas y utilizaba su predio de 1.139 hectáreas en áreas protegidas para cría y cuidado de cerca de 800 reses.
Además de haber comercializado una gran cantidad de cabezas de ganado, Vidal solía “duplicar” los predios, una práctica común para evadir a las autoridades. Como cuenta un investigador de este caso, los certificados de vacunación del ganado, expedidos por el ICA, están relacionados con dos fincas con el mismo nombre. Una ubicada en el área protegida y la otra fuera de ella.
Hoy, ante la falta de recursos, la Fiscalía concentra su acción en puntos estratégicos. La idea es prevenir que aumente la deforestación y atacar a quienes financian la quema de áreas protegidas para usurpar las tierras de la nación. Los financiadores van desde grupos armados como las disidencias hasta terratenientes y redes especializadas en lavado de activos.
Su nuevo enfoque es, para algunos expertos, novedoso. “En el último trimestre hubo un enfoque diferencial. En el parque Nacional Chiribiquete, por ejemplo, está el lote más grande de ganado de Colombia, con 2.000 hectáreas. Hay una decisión estratégica de dónde hacer y por qué tener esas tierras. Esa ubicación está al lado de donde bombardearon a alias Cadete. La pregunta es ¿quién tiene la plata para deforestar 2.000 hectáreas? Aquí la decisión es militar y coincide con lugares donde también hay gente vulnerable”, dice un experto que prefiere estar en el anonimato.
Pero más allá de esta estrategia, hay una pregunta sin resolver aún. ¿Quién está detrás de la deforestación y la ganadería extensiva? Según información de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible, en los últimos cinco años el hato ganadero en Colombia creció con 800.000 nuevas reses en un área de un poco más de 300.000 áreas deforestadas en la Amazonia. Para poder mantener solo una cabeza de ganado se necesita aproximadamente una hectárea y media, que puede llegar a costar alrededor de $3 millones. Eso quiere decir que deforestar diez hectáreas costaría unos $30 millones, sin contar con el dinero que hay que invertir en mano de obra, en abrir los caminos (en su mayoría de manera ilegal) y transportar material y animales.
Para el director de la Policía de Carabineros, general Alejandro Barrera, tres grupos armados operan en la región bajo el mando de alias Gentil Duarte y ofrecen hasta $1,5 millones por hectárea deforestada. “Los grupos armados organizados son quienes están dirigiendo la deforestación. La intención es el control criminal de las economías ilícitas en esas áreas de especial protección y obtener una renta a partir del control territorial. Traen personas de otras regiones del país para que se asienten en las zonas de parques naturales, porque su intención es apoderarse de las tierras. Utilizan a los campesinos para demostrar que llevan años en esos territorios y luego legalizar la titularidad”, manifiesta.
Algunos académicos y defensores ambientales también creen que existen otras estructuras y redes con mucho poder económico que buscan legalizar áreas de especial protección mediante un proceso de colonización, bien sea para un proyecto ganadero, agroindustrial o, simplemente, para lavar activos.
Las inquietudes de los campesinos
Para Luis Hernández*, líder campesino que vive cerca a los parques Tinigua y Picachos, hay otros puntos que deben ser tenidos en cuenta en esta discusión. “En la década del 60 hubo una colonización dirigida”, cuenta. “El Estado, a través de instituciones como la antigua Caja Agraria y el Incora, trasladaron familias de otras regiones. A esas familias se les entregaron créditos para que compraran ganado cuando aún las tierras no habían sido declaradas Parque Nacional Natural. Luego, tras la designación de parque, a esas mismas familias nunca se les explicó que estaban en una zona así. Entonces ellos siguieron trabajando y haciendo un plan de vida en ese territorio”.
La producción de leche y el comercio del ganado, explica, han sido las principales fuentes de recursos de las comunidades campesinas, que llevan trabajando con cabezas de reses de tiempo atrás. Para él, el ganado identificado por las autoridades en los operativos no es adquirido recientemente. “Esa es la versión que tiene la Fiscalía, pero no es cierta. En 2019 las autoridades quemaron las casas dentro del Chiribiquete y capturaron a las esposas de los ganaderos. Es una situación muy delicada y, hasta donde conozco, los únicos que han caído son los pequeños campesinos y no los supuestos grandes deforestadores”. El camino, dice, es repetir lo que en 1996 hizo la Asociación Campesina Ambiental Losada Guayabero, que firmó un acuerdo de conservación del 40 % de las fincas por voluntad de las comunidades locales.
En la otra cara de la moneda hay una dificultad más. Como explica Diego Trujillo, exprocurador delegado para Asuntos Ambientales y Agrarios, al tratarse de áreas de especial importancia ecológica no se puede aplicar la confianza legítima para legalizar la propiedad de la tierra, porque no se trata de terceros compradores de buena fe reclamando que fueron afectados en procesos de restitución. En los predios deforestados, señala, hay una especie de usurpación de tierras de la nación —que son imprescriptibles e inalienables— porque no hubo compra previa.
“Con la salida de las Farc, y ante la falta del control del suelo rural, en Colombia se dio una nueva toma violenta porque las tierras son botín de guerra. Son estratégicas para las economías ilegales (narcotráfico, minería, usurpadores de tierra y lavado de activos). En un país con un catastro rural desactualizado en un 85 %, no existe claridad en los inventarios de propiedad pública ni en la limitación de los parques y reservas”, explica Trujillo.
En el fondo, aseguran los expertos en deforestación, el verdadero problema es cómo se distribuye la tierra en Colombia. “La falta de abordaje del tema agrario integral deja cómo resultado la deforestación, pero la raíz está en la capacidad del Estado en distribuir el acceso a la tierra y los derechos del bosque. No se trata del problema de un gobierno, eso es una deuda histórica. Por eso en los territorios tienen rabia; porque dicen 'ahora ustedes me dicen que yo no puedo tumbar este monte a la espera de un Estado que nunca ha llegado’”, señala uno de ellos.
Como dijo Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo sostenible, en una cátedra del Foro Nacional Ambiental, “la deforestación no es la parte final de un proceso, sino es el síntoma derivado de la apropiación ilegal de tierras. Es el problema madre”.
*Infoamazonia es una alianza periodística entre Amazon Conservation Team y El Espectador.