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Comprar un almuerzo en la Zona Azul en la COP16, en Cali, no es muy placentero. A medio día, las filas son largas y hay que estar bajo el Sol varios minutos para lograr un plato de comida. Ya algunos visitantes aprendieron la lección de los primeros días y ahora cargan sombrillas. Otros, se cubren con hojas y carpetas. En estos días, un representante de una organización no soportó los casi 30 °C y prefirió avanzar descalzo, pero sonriente.
Si le diéramos una mirada a los mapas que publicó el Ideam la semana pasada y que muestran los posibles escenarios de temperatura máxima que habrá en Colombia en las próximas décadas por el cambio climático, la región donde está Cali no sale muy bien librada. Con la mejor de las suertes, en tres décadas, su temperatura máxima media podría ser entre 1 °C y 1,5 °C más alta que la de hoy, aproximadamente. En el peor de los casos, en 2060 sería, más o menos, 3 °C mayor que ahora. Muy pocos estarán cómodos esperando 15 o 20 minutos en una fila para comprar un almuerzo.
A los que sí les puede gustar esas temperaturas es a un viejo conocido de esta ciudad, el mosquito Aedes aegypti, que transmite el dengue. Quienes lo estudian, lo suelen usar como ejemplo para señalar el vínculo entre el cambio climático y la salud. Por fortuna, los casos disminuyeron durante las semanas previas a la COP16, pues 2024 ha sido el año con más pacientes con dengue. Para ser exactos, ha habido 30.024, muchísimos más que todos los años de la década anterior. En 2016, cuando hubo más registros, se detectaron poco más de 19.500.
Hay otra buena cifra para dimensionar lo que pasa con el dengue, que también muestra el estrecho vínculo de la biodiversidad con la salud: el año pasado hubo un récord de casos (5 millones en 80 países). Para decirlo de otra manera, el riesgo por transmisión por ese virus aumentó un 11% en la última década (2014-2023) en comparación con lo registrado entre 1951 - 1960.
El dato pertenece al reporte The Lancet Countdown on Health and Climate Change, que acaba de publicar un grupo de 122 autores de varias universidades y agencias como la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización Meteorológica Mundial (OMM). En esa revisión exponen múltiples razones para prestarle más atención a lo que está causando el cambio climático en la salud de las personas.
Jeremy Farrar, director científico de la OMS, resumió en una frase los hallazgos, cuando los presentó en una rueda de prensa: “Abordar el cambio climático podría ser la mayor oportunidad de salud global del siglo XXI. Colectivamente, y me incluyo, hemos sido demasiado lentos para demostrar que, en realidad, la crisis climática es un problema de salud. No es un problema del año 2050; es una crisis de salud ahora”.
Marina Romanello, directora de Lancet Countdown, en la University College London, dijo otra: “El balance de este año sobre las inminentes amenazas para la salud derivadas de la inacción climática revela los hallazgos más preocupantes en nuestros ocho años de seguimiento”.
Un llamado del mundo de la salud al uso de combustibles fósiles
Además de las relaciones que hay entre el cambio climático y las enfermedades infecciosas —como el dengue, la malaria, el zika o el virus del Nilo Occidental— hay una larga lista de indicadores que le quitaría el sueño a cualquier persona que se mueve en el mundo de la salud.
Uno: 151 millones de personas experimentaron inseguridad alimentaria debido a la mayor frecuencia de olas de calor y sequías en 2022, en 124 países. Es una cifra mucho mayor a lo que se ha observado cada año entre 1981 y 2010.
Otro: en promedio, la población estuvo expuesta a “50 días más de temperaturas peligrosas para la salud que lo previsto sin cambio climático, lo que resultó en un 167% más de muertes anuales de adultos mayores de 65 años que en la década de 1990″. De hecho, la sequía extrema afectó el 48% de la superficie terrestre.
Un par más: las horas de sueño perdidas debido a la exposición al calor fueron 6% más que las horas perdidas en el período de 1986 a 2005. Además, debido a la sequía extrema, muchos humanos se vieron expuestos a “cantidades peligrosas” de polvo del desierto, que aumentó en el 48% de los países, al comparar los períodos de 2003 a 2007 y 2018 a 2022.
Como si no fuera suficiente, en comparación con el período 2003 a 2012, entre 2014 y 2023, la población estuvo expuesta anualmente a concentraciones atmosféricas de material particulado de 2,5 micras relacionadas con incendios forestales que superaron el umbral establecido por la OMS.
Aunque no todas las noticias son malas (las muertes por contaminación del aire derivada de a la quema combustibles fósiles disminuyeron casi un 7%, y la inversión mundial en energía limpia creció un 10% en 2023), los autores del informe les recuerdan a los gobiernos que no están tomando las decisiones adecuadas a la hora de hablar sobre cambio climático.
“Los gobiernos y las corporaciones de todo el mundo están exacerbando los riesgos”, escriben. A lo que se refieren es a que “los gigantes del petróleo y el gas han ampliado sus planes de producción”, incrementando sus ganancias. Eso, reclaman, las está ubicando en un camino que pone en aprietos a todos: que sus emisiones de gases efecto invernadero superen lo niveles compatibles con la meta que se trazó el planeta en 2015: evitar los 1,5 °C de temperatura global (respecto a niveles preindustriales).
Un dato ayuda a comprender lo desafiante de ese escenario: el año pasado, las emisiones de CO2 relacionadas con el sector energético alcanzaron un récord: 1,1 % más que 2022.
Quienes firman el documento, que hacen parte de universidades e institutos tanto de América Latina, como de Estados Unidos, Asia, Europa y África, creen que ese aumento de inversión en los combustibles fósiles está “avivando el fuego”, cuando deberían es tomar otro rumbo. Piden que esos recursos que están yendo a la industria de los combustibles fósiles se inviertan para lograr un futuro de cero emisiones que aporte, realmente, beneficios a la salud global.
“Los combustibles fósiles aún atraen el 36,6% de la inversión energética mundial”, escriben en un apartado, en el que reiteran una idea nada descabellada: que “la financiación de los combustibles fósiles” se reoriente “para apoyar una transición justa y poblaciones más saludables”.
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