Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Ir a buscar agua en La Guajira era una aventura para Olimpia Palmar, era visitar ese lugar mágico donde la tierra emanaba agua transparente y cristalina cuando cavaban unos centímetros. Se trataba de una experiencia mística en la que el desierto perdía su connotación de aridez y el cuerpo territorial se unía al cuerpo de los clanes ancestrales mediante la vibración de las fuentes hídricas subterráneas. (Lea otra crónica de Dejusticia sobre la visita de magistrados de la Corte a La Guajira para conocer el drama por el agua).
Cuando le preguntan a Olimpia sobre esta experiencia, sus ojos brillan y recuerda que de niña lo veía como una magia. Empezaban cavando un hueco en la arena con las manos, de una profundidad aproximada de 30 centímetros, y luego tomaban una tapara para extraer el agua —las taparas son esas tasas artesanales hechas de la fruta de totumo que en las comunidades indígenas usan como recipiente—. Cuando presionaban la tierra a esa profundidad la magia ocurría: la tierra empezaba a emanar agua transparente.
Esta práctica ancestral en la búsqueda de agua, que aún siguen implementando comunidades en la Alta Guajira, tiene su protocolo de recolección y sus personajes protagonistas: las familias wayuus. Las tías, las madres, los hijos, los sobrinos y los primos, con los burros de carga y la conexión del territorio y sus puntos hídricos de agua dulce. Cuando Olimpia era pequeña, junto a otros niños, la hacían llegar a sus familias a lomo de burro. Los lazos del cuerpo territorial, comunicados por todos los seres que habitan su geografía, estaban marcados por la relación con el agua.
La memoria transgeneracional wayuu les permite conocer su territorio. Seguir los susurros de la tierra para llegar a ese sitio donde el agua se esconde para hacerla aparecer. En el ritual del agua narrado por Olimpia confluye un saber tradicional en el que los wayuus, desde temprana edad, entran en diálogo con el territorio. En esta interacción confluyen conocimientos diversos, pues en su cosmología se gesta un diálogo de saberes entre las fuerzas de la naturaleza y las fuentes, orales y escritas, en las que el pueblo wayuu sustenta su cultura.
Cuando empezaba a emanar agua de la tierra Olimpia y sus compañeras de travesía la iban distribuyendo. Primero, al burro de carga, ese fiel compañero que ayuda a transportar el agua al hogar. Luego, cada wayuu procedía a llenar su envase y sus garrafas de agua. Esta tarea lleva siglos repitiéndose entre los wayuus: su ciclo con la tierra, el camino, los puntos territoriales, los animales, los clanes, las familias y, en medio de todo eso, el agua.
Para los wayuus, el agua hace un tejido debajo de la tierra después de cada lluvia. Y, según Olimpia, el territorio mismo es un tejido de cohabitación entre gente humana, gente no humana y espíritus. Allí se encuentra el agua cristalina, que les sirve para consumir y hacer el café y los alimentos. También hay puntos hídricos como los jagüeyes, que se encuentran más lejos. Son estos los pozos de agua natural en La Guajira, que sirven de fuente de agua para los animales, pero que no es apta para el consumo humano.
El entramado de relaciones con el agua conforma una economía ritual de reciprocidad entre distintos seres. Así, su aparición comporta una red de símbolos que le otorgan significados cotidianos: Olimpia cuenta que los chivos tienen su punto de agua; es decir, que no gustan del agua cristalina porque han estado acostumbrados a beber el agua del jagüey. Ese conocimiento tradicional se traduce en una comunicación entre los chivos y las familias wayuus, que muchas veces tienen que mediar entre el mundo hídrico y el animal interviniendo el agua para tornarla turbia y así alcanzar su punto para el paladar de los chivos.
Históricamente, el pueblo wayuu ha resistido a la sequía del territorio, ha sabido conocer el desierto y convivir con él. La infraestructura de abastecimiento de agua por parte del Estado no ha cubierto las necesidades humanitarias del pueblo wayuu. De acuerdo con el Viceministerio de Agua Potable y Saneamiento Básico, la cobertura de agua potable rural de La Guajira pasó del 4 % al 22 %. Un mejoramiento significativo a la experiencia de décadas anteriores, pero que, sin embargo, está muy por debajo del nivel nacional, que supera el 70 %.
Esta situación del servicio domiciliario más básico ha generado una pobreza estructural y transversal en La Guajira que afecta derechos humanos fundamentales, como la seguridad alimentaria y los servicios de salud y educación de calidad.
Así como Olimpia Palmar les cuenta a sus hijos la forma en que se buscaba agua décadas atrás, la misma historia viene repitiéndose con los niños y comunidades de ahora. Algunos con el mismo hacer místico del recorrido en burro, la tapara y el hueco en la arena; otros con la visita al pozo a tempranas horas de la mañana y la búsqueda de carrotanques que llegan a la comunidad. Y más allá de eso, exigiendo las obligaciones del Estado ante la Corte Constitucional a través de la Sentencia T-302, que declaró el Estado de Cosas Inconstitucional por la vulneración a la población indígena frente a temas relacionados con la alimentación, la salud y el agua potable.
Esta sentencia fue impulsada por el pueblo wayuu para exigirle al Estado colombiano que repare los daños a su población e implemente políticas de protección que garanticen la pervivencia de su pueblo y evite la muerte de sus niños.
El agua escondida
Como si se tratara de una intervención molesta para los espíritus del territorio, aquella que refiere Olimpia para contar cómo se puede perturbar al ser del sueño, la falta de agua también está paralizando la dimensión onírica de la vida wayuu. El ser del sueño es conocido como Lapü que en wayuunaiki es sueño: los sueños son una fuente de derecho en el mundo wayuu y, como tal, son interpretados para resolver conflictos y evitar enfermedades. Así pues, en las comunidades de La Guajira, el mundo otro del sueño como la magia del agua son parte de la cotidianidad, prolongaciones que hoy están en vilo, en medio de la sequía extrema producida por el cambio climático.
Así como el mundo entero experimenta el cambio climático de distintas maneras, en La Guajira este fenómeno se ha hecho sentir de forma severa con veranos más secos, temperaturas altas y temporadas de lluvias con inundaciones en casi todos los municipios del departamento.
Aunque La Guajira es un desierto, los testimonios recogidos durante las visitas del equipo de Dejusticia a terreno que retomamos en esta crónica dan cuenta de que hace 30 años había excelentes cosechas y suficiente agua para mantener el equilibrio ambiental del territorio. Sin embargo, durante la última década los ecosistemas se han transformado y se ha registrado un déficit de agua sin precedentes, que vulnera derechos bioculturales y es la causa de la muerte de cientos de niños en La Guajira. Ante esta realidad, la aplicación del derecho propio y de los conocimientos tradicionales del pueblo wayuu ha quedado en vilo, toda vez que para enfrentar la crisis climática sus autoridades han demandado la presencia del Estado para financiar, construir y sostener la infraestructura hídrica necesaria.
Si bien el cambio climático es producido por los humanos, los pueblos indígenas no han tenido responsabilidad en su aceleramiento. El pueblo wayuu mantuvo por siglos el equilibrio ecológico de su territorio, pero la llegada de megaproyectos de construcción y minería ha representado una sombra que roba el agua y la desvía del territorio.
El río Ranchería representaba la principal fuente de agua para las familias wayuus hasta que llegó a instalarse allí la gigantesca mina de carbón El Cerrejón, en la década de los 80. Desde entonces los elementos naturales del aire y del agua han perdido su esencia en el territorio wayuu. El río Ranchería ya no es la fuente poderosa de agua que solía ser, el funcionamiento de la mina de carbón trajo como consecuencia el desvío de al menos 26 de sus arroyos, como Aguas Blancas, Cerrejoncito y La Puente, entre otros, según información de la organización Alianza Biodiversidad.
Hasta mediados de 2010, esta mina de carbón habría generado más de $10 billones en regalías. A principios de 2023, anunciaron que durante el 2022 la producción de carbón había generado $3,5 billones en impuestos y regalías. A pesar de que el departamento de La Guajira es fundamental para la industria del carbón en Colombia, este aporte no se refleja en un reconocimiento a sus habitantes y sus condiciones paupérrimas.
Desde la instalación de la mina, las familias wayuus han denunciado no solo el desvío de las fuentes de agua, sino también su contaminación y la aparición de enfermedades de la piel. En el contexto de la pandemia, el relator de Naciones Unidas sobre derechos humanos y medio ambiente se unió a este clamor para proteger al pueblo wayuu, que debido a la mina sufre la contaminación del aire, el agua y la vegetación, y por el ruido y las vibraciones de la minería.
En el presente no es la tierra la que esconde el agua, como en las memorias de Olimpia Palmar, sino los proyectos extractivos, que, a cambio de la explotación de recursos y la ganancia económica, la acaparan y a la postre la desaparecen y contaminan.
En la cosmología wayuu, Juyá, el ser supervital de la lluvia, se comporta como un wayuu más en sus predios. El tejido territorial cruza naturaleza y cultura y, por tal motivo, el cambio climático se percibe como una crisis cultural experimentada en un nivel más amplio por estos seres cosmológicos, que, como los niños que hoy mueren de sed, perciben estas transformaciones en medio de la agonía. Por eso, es necesario considerar las afectaciones culturales que sufre el pueblo wayuu en medio de la sequía, pues el cambio físico del cuerpo territorial, tal como ocurre con los cuerpos de las familias y los clanes, viene padeciendo enfermedad y desolación.
El grupo de trabajo del sexto informe de evaluación del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, en su análisis de impacto ambiental y de las comunidades en la región de América del Sur, indica el incremento de las temperaturas y calor extremo a la par con períodos de lluvia intensos. La vulnerabilidad de la región recae principalmente en el acceso al agua y los sistemas alimentarios, aspecto muy presente en la península de La Guajira, e infortunadamente con un panorama destinado a agravarse.
Las familias wayuus deben luchar por agua, alimentos, salud, brisas de aire fresco en el día a día... Todo esto, en medio de la insatisfacción de los servicios domiciliarios, que deberían garantizar el derecho a un nivel de vida adecuado y, más importante aún, el derecho a la vida del pueblo wayuu. Esta es la obligación del Estado a través de los acuerdos con los pueblos indígenas que se fundamentan en el reconocimiento de la diversidad étnica y cultural. La legitimidad del Estado para cumplir sus obligaciones constitucionales está en entredicho, porque el legado colonial del derecho occidental sigue vigente en el territorio wayuu. Por ello, sus procedimientos brindan tanto la esperanza, generada en el discurso de los derechos humanos, como la desilusión, propia de décadas de incumplimiento de los acuerdos pactados.
La búsqueda del agua
Rafael Pushaina es el responsable de la pila pública de la comunidad de Atapu. Esta pila debe proveer de agua potable a 22 comunidades, conformada por unas 200 familias wayuus cada una.
Rafael solo habla en wayuunaiki, pero los intérpretes a su alrededor cuentan en español lo que quiere comunicar. Su ceño fruncido cuenta las frustraciones que se han convertido en su motivo de lucha. Para él, es un hecho que el agua no es suficiente y no alcanza para sostener la vida y sus procesos en La Guajira.
Cuando Dejusticia hizo la visita a su comunidad, Rafael contó que cada familia se surtía de solo 40 litros de agua de la pila pública para su consumo diario. Esta cantidad de agua no alcanzaba para la siembra ni para preparar alimentos. Si una familia decide hacer chicha (la bebida tradicional wayuu a base de agua y maíz), debe destinar la mitad del agua entregada para ello. Y allí aparece de nuevo la limitación, pero esta vez, a la tradición wayuu de tomar la chicha en familia. Es como una cadena que pone en entredicho la tradición de encontrarse y departir porque no pueden pedir más agua. “El operador, la persona encargada le dice: ‘Usted ya vino a buscar, déjaselo a otra persona’. O sea, no es suficiente”.
De muchas formas, como responsable de la pila pública, Rafael ha intentado mediar con autoridades, exigir soluciones y respuestas, así como otras autoridades tradicionales en La Guajira. Por ello, la atención dedicada por el gobierno del presidente Petro a las comunidades wayuus en su primer año de gobierno ha sido un soplo de aire fresco en medio del silencio y el abandono del gobierno anterior.
En diciembre de 2022 fue anunciado el plan Wüin Ülees, impulsado por el Ministerio de Vivienda como una iniciativa del Gobierno del cambio. Su objetivo es consolidar el inventario de la infraestructura de agua en La Guajira y garantizar su sostenimiento como parte de la protección que el Estado colombiano les debe a los derechos humanos y bioculturales del pueblo wayuu.
Siguiendo el discurso que el presidente Petro pronunció en La Guajira en diciembre pasado, podemos decir que tiene en mente la Sentencia T-302, que demanda garantizar los derechos fundamentales de la infancia wayuu de manera inmediata. Afirmó que, según la Corte Constitucional, las soluciones no son para el siglo entrante. Sin embargo, el mensaje de urgencia para implementar las órdenes de la Sentencia no será exitoso sin la coordinación de gobierno a gobierno; es decir, entre las autoridades nacionales y regionales y las autoridades del pueblo wayuu.
Las autoridades tradicionales como Rafael hilan las filigranas del pasado con lo que ocurre en el presente evocando a Juyá y a todos sus cuerpos de agua, así como esperando la acción de las entidades gubernamentales para implementar la Sentencia T-302 sin olvidar su derecho propio, pues solo los dos sistemas en coordinación interjurisdiccional podrán garantizar la dignidad y el futuro del pueblo wayuu.
Entre Wanülüü y Juyá
Libardo Pushaina, además de ser un líder versado en pensamiento propio, es un traductor versátil entre el mundo indígena y no indígena. Libardo considera que para superar la crisis humanitaria y climática que vive su pueblo es necesario construir un plan de vida comunitario y, ello solo sería viable, mediante un diálogo entre el Gobierno Nacional y el gobierno indígena en el que la perspectiva wayuu sea tomada en serio para construir soluciones culturalmente adecuadas.
En este plano, Libardo ubica a un enemigo que acecha a la unidad wayuu: se trata de un ser evocador de males y enfermedades que busca el sufrimiento del pueblo y la pérdida de su vitalidad y que en idioma wayuunaiki es conocido como Wanülüü. En la cosmología wayuu, es un ser de terror que acecha en las noches a los jinetes solitarios, se roba a los burros y hace perder a los niños, y trae la muerte y la desolación los días siguientes a su aparición. Los mayores lo han visto en sueños y, en sus vaticinios, se trata del más grande de los males para el pueblo wayuu.
“Ya los viejos lo veían... Lo vienen visionando desde hace más de 40 a 50 años atrás. Es una enfermedad muy rara lo que ellos ven, en lo que ellos predecían, los viejos. Ellos lo llamaban una enfermedad, que es la que va a destruir el futuro, la generación del wayuu”, asegura Libardo durante la conversación. “¿Cuál es esa enfermedad?”, le pregunta el equipo de Dejusticia. “La corrupción”, responde de forma tajante.
Libardo interpreta al Wanülüü conectando el pensamiento de sus ancestros con el presente de las niñas wayuus que mueren de sed y hambre. En una lectura idiosincrática, nos recuerda que el wayuu es un ser de agua y que sus abuelos perseguían el agua de Juyá; es decir, que se movían en el territorio para garantizar su soberanía alimentaria y el fortalecimiento de sus instituciones. Es así que, en la actualidad, Libardo conecta a Juyá con la Sentencia T-302 y en una interpretación de derecho propio considera que, tal como sus abuelos persiguieron a Juyá, hoy es menester perseguir la Sentencia. Desde su perspectiva, perseguir la Sentencia es exigir su cumplimiento para que el Estado lleve el agua a las comunidades y garantice el funcionamiento de las pilas públicas.
En La Guajira se han creado múltiples proyectos para el abastecimiento del agua en las comunidades, pero uno tras uno ha fracasado, sin distinción del gobierno y los años que esté al mando. En el marco del programa Guajira Azul, por ejemplo, se construyeron 29 pozos desalinizadores para aumentar el acceso al agua en La Guajira. Sin embargo, hasta la reparación que llevó a cabo la gestión del gobierno del presidente Petro, a finales del año pasado, solo ocho pozos funcionan para abastecer de agua.
El sostenimiento y la continuidad de estos pozos públicos es lo que sigue en entredicho, porque después de un tiempo dejan de funcionar, ya sea por razones de mantenimiento, lluvias o el mal estado de las carreteras. Ha pasado que el camión cisterna que debe abastecer semanalmente a las comunidades se retrasa semanas y, en algunos casos, hasta meses. Tampoco se garantiza el mínimo de agua que ordenó la Corte para proteger los derechos humanos del pueblo wayuu. Aunque se prometieron 20 litros de agua por día a cada niño, los infantes sobreviven con medio balde de agua para satisfacer sus necesidades básicas.
Si esto sigue así, los niños wayuus seguirán en una situación de riesgo, ante un contexto de vida que no les garantiza lo necesario para vivir. No es solo que se bañen con medio balde de agua, es que necesitan agua limpia, potable y suficiente para alimentarse adecuadamente, para no sufrir enfermedades y garantizarse un futuro que les permita educarse y servir a su comunidad.
En el marco del proyecto de Guajira Azul, las alcaldías municipales no giraron los recursos necesarios para el mantenimiento de las pilas públicas, no hubo claridad ni en la financiación de este programa ni en la sostenibilidad a largo plazo de la infraestructura construida por la administración pública. Las comunidades deben recurrir a recursos propios, empresas privadas y a su resistencia como pueblos indígenas, porque necesitan una respuesta efectiva por parte del Estado. Como dice la Veeduría Ciudadana de la Sentencia T-302, el resumen del actuar de la administración pública como “contratar, construir, inaugurar y abandonar”.
Y así queda el pueblo wayuu: abandonado.
Mientras conversamos con Libardo en la pila pública de Atapu, en la zona rural de Manaure, confluye la sensación de abandono estatal y de resiliencia comunitaria, que de múltiples formas cruza sus enseñanzas sobre la interacción entre lo indígena y lo no indígena. En una escena que evocó el encuentro de dos mundos aparentemente ininteligibles, aparecieron dos autoridades tradicionales que solo hablaban en wayuunaiki. Libardo medió como traductor y sus facciones parecieron experimentar un trance al pasar del castellano al wayuunaiki.
Las autoridades expresaron su esperanza de que la sociedad civil sea emisaria de buenas noticias y, por un instante, como si el tiempo se detuviera y todo el equipo de Dejusticia, investigadores y líderes wayuus hiciera parte del tiempo-espacio wayuu, una ráfaga de viento cruzó el desierto y por este momento hubo suspenso. De golpe, apareció una bicicleta con un niño y una niña que, sintiendo la presencia de extranjeros en su territorio, pensaron que había llegado el carrotanque con agua. Parecía tratarse de un déjà vu, porque minutos antes, como si estuviese traduciendo desde el mundo otro de los sueños, Libardo había dicho que en lugar de que el agua llegue a las comunidades son los niños los que deben pedalear para buscarla.
El agua es transversal al mundo wayuu y, en el territorio, su interpretación como derecho fundamental requiere un prisma intercultural que indague en el pensamiento propio. Según cuenta Libardo, los viejos ya habían visionado que la nueva generación de líderes wayuus se dividiría por cuestiones relacionadas con el manejo de dinero. Es un choque que los viejos habían visto en los sueños décadas atrás y que hoy es una realidad: una parte se uniría a Wanülüü y su corrupción; mientras otros clanes seguirán viviendo en el territorio para fortalecer a Juyá. “¿Quién gana?”, se pregunta Libardo ante los sueños de los viejos.
En la mirada de los wayuus como Libardo se percibe una determinación que no solo pertenece a él sino a todos los ancestros que vinieron antes. Una memoria que los anima a seguir en pie de lucha por la pervivencia física y cultural de su pueblo. Cual árbol de cactus, que nace en medio de rocas, en los climas y circunstancias más inhóspitos.
Esta planta, propia de la región guajira que enaltece el paisaje del desierto, es lo más similar que la naturaleza presenta para representar a los wayuus, porque los cactus, como ellos, saben florecer en medio de la sequía y el sol inclemente, en el entorno más difícil e inesperado regalan flores de colores vivos y vibrantes como el amarillo y rosa, prometiendo más semillas y asegurando así su futuro.
*Subdirector de Dejusticia y profesor de la Universidad Javeriana.
**Escritora y activista wayuu.