COP26: Dos semanas para corregir el rumbo del planeta
Desde hoy se reunirán en Glasgow (Escocia) negociadores de más de 190 países para intentar establecer nuevas reglas que impidan un aumento de la temperatura global mayor a 1,5 °C para finales de siglo, pues el camino actual nos conducirá a los 2,7 °C y pondrá en riesgo nuestro futuro.
María Mónica Monsalve
En diciembre de 1997, el periodista Jorge Ramos Ávalos escribió una columna para El Espectador llamada “El planeta tiene calentura”. En su primer párrafo describía un escenario desalentador: “Imagínese: las Bahamas desaparecidas en el Caribe, al igual que las Bermudas en el Atlántico”, “Ciudad del Cabo rebautizada Ciudad del Mar” y “el Nilo y el Amazonas desbordados; la Patagonia y Alaska derritiéndose”.
Continuaba su columna de la siguiente manera: “Por supuesto, ni a ti ni a mí nos va a tocar de cerca este panorama catastrofista y, quizás, exagerado. Pero no estaría tan seguro de decir lo mismo sobre nuestros hijos y nietos. Lo que pasa es que si no hacemos algo ahora sobre el calentamiento de la Tierra, las próximas generaciones tendrán que vivir una geografía muy distinta a la de nuestro fin de siglo”. (Lea Un trozo de la Amazonia paró de secuestrar carbono y comenzó a emitirlo, ¿y ahora?)
Esos hijos que Ramos mencionaba ya son adultos. Los que nacieron ese año, en 1997, cuando el mundo adoptó el Protocolo de Kioto con la promesa de reducir la emisión de gases efecto invernadero y detener el cambio climático, ya tienen 24 años. Yo, que en ese entonces tenía seis años, ahora tengo treinta y, como les sucede a muchas otras personas, el cambio climático se me cruza en cada decisión cotidiana. ¿Debo dejar de consumir carne o, por lo menos, disminuir su consumo en un intento de frenar una cadena de mercado que produce alrededor del 14 % de los gases efecto invernadero? Una pregunta que igualmente se puede formular quien come arroz al almuerzo, un producto asociado al 12 % de las emisiones de metano, o quien ingiere camarones silvestres, pues para poder pescarlos los barcos necesitan combustibles fósiles.
Los que son padres o madres, seguramente, tendrán dudas más profundas. Les inquietará también lo que tendrán que vivir sus hijos en unos veinte o treinta años. Pero vayamos a un ejemplo algo más sencillo y cercano. ¿Por qué tomar un avión para ir a Glasgow (Escocia) a cubrir, precisamente, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) y seguir contribuyendo al 1,5 % de las emisiones de dióxido de carbono que produce la aviación mundial? Porque ese ahora del que hablaba Ávalos se ha prolongado 24 años y, una vez más, los países se vuelven a reunir durante dos semanas con la misma promesa: reducir las emisiones de gases efecto invernadero y detener el cambio climático. Lo nuevo es que hay una meta más clara: evitar que el aumento de la temperatura sea mayor a 1,5 °C para final de siglo.
Para otros, sin embargo, el cambio climático implica la incertidumbre de la propia existencia. Para las casi 870.000 personas que viven en las islas Fiyi, en el Pacífico sur, el cambio climático viene con la incógnita de si tendrán que ser reubicadas ante la amenaza del aumento del nivel del mar y la combinación de posibles ciclones más intensos. En Mozambique (África) significa pérdidas de US$4.930.08 millones y, por lo menos, 2,25 eventos fatales por cada habitante.
Para no ir tan lejos, en Cartagena, el cambio climático le viene robando 3,2 mm a su costa cada año, borrando ecosistemas de corales y afectando en el día a día la economía de quienes se dedican a la pesca artesanal. El cambio climático es eso: la sensación de nostalgia y tristeza que se ha reportado en los inuits, las comunidades que viven en el norte de Canadá, al ver que con el invierno el hielo ya no vuelve a ser tan firme para transportarse en sus vehículos de nieve. O la sensación similar que vive una anciana en Manizales al ver que la nieve del Nevado del Ruiz se pierde y que, dentro de nueve años, no existirá el glaciar que hoy conocemos. (Le puede interesar: Las cartas que jugará Colombia en la cumbre del cambio climático)
La COP26, entonces, será una prueba de solidaridad. La segunda de este año. Con la pandemia y el desarrollo de las vacunas contra el COVID-19 se dijo que “nadie estaba a salvo mientras todo el mundo lo esté”. Nació el mecanismo COVAX con la promesa de que las vacunas llegaran equitativamente a todas las regiones del mundo y se puso la meta de distribuir 2.000 millones de dosis en 2021. Pero a dos meses y medio de que finalice el año solo ha repartido 365 millones de dosis. La solidaridad mundial falló.
Con el cambio climático no es muy distinto. Cada tonelada de carbono que emiten China (26 %), Estados Unidos (13 %), India (7 %), Rusia (5 %) y Japón (2,5 %), los principales emisores, calienta al mundo por igual. Lo paradójico, sin embargo, es que las consecuencias son mayores para muchos países que han emitido poco. Como en todas las crisis, la climática refuerza las brechas y la inequidad. Después de Mozambique, Zimbabue y Bahamas fueron los países más afectados por el cambio climático en el 2019, según el Índice Global de Riesgo de 2011, aunque entre los tres no suman ni el 1 % de las emisiones mundiales.
Un asunto que no es menor
En 1958, el científico Charles David Keeling fue uno de los primeros en notar que había un aumento de carbono en nuestra atmósfera. Aunque entonces no era muy claro qué significaba eso, poco a poco empezaron a surgir más pistas. Hoy lo sabemos con claridad: con cada tonelada de carbono emitida se pierde ese perfecto equilibrio químico de la atmósfera que permite que haya vida en la Tierra. “Es inequívoco que la influencia humana ha calentado la atmósfera, el océano y la tierra”, señaló el último informe del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés). El sector energético, con un 73 % de las emisiones, carga gran parte de la responsabilidad.
En la jerga de las negociaciones climáticas, a veces no es fácil saber qué es lo que está en juego. O por qué se reúnen y gastan recursos líderes de más de 190 países para ponerse de acuerdo en algo que parece apenas obvio. El Protocolo de Kioto, lo sabemos, fracasó. Y el Acuerdo de París, una especie de tratado 2.0 que se consolidó en el 2015, podría ir por el mismo camino si, como lo dijo Ávalos en 1997, no se actúa ahora. Recientemente la ONU anunció que si se suman los compromisos climáticos que ha hecho cada país hasta el momento, esta ruta nos llevaría a un mundo 2,7 °C más caliente para fin de siglo. Es decir, aún tendríamos una brecha de 1,2 °C. La COP26, y las siguientes dos semanas, reunirán todas las apuestas para lograrlo (o no). (Le sugerimos: COP26: breve guía para entender por qué todos hablan de cambio climático)
Otro factor importante para medir si la COP26 será exitosa tiene que ver con quién y cómo se van a financiar estos cambios. Y, como todo tema de plata, este uno espinoso. En el 2009, en la COP15 de Copenhague, los países con más recursos se comprometieron a movilizar US$100.000 millones al año para que los países con menos recursos, y menos responsables de emisiones, pudieran también enfrentar el cambio climático. Pero la cifra nunca se cumplió. En el 2019, por ejemplo, según la OCDE, apenas alcanzó a los US$79.600 millones. A Canadá y a Alemania se les encomendó crear una especie de plan de emergencia para llenar ese vacío, el cual presentaron hace pocos días y, que seguramente, será central en las negociaciones.
Pero si realmente quiere saber qué es lo que está en juego con la COP26 haga el siguiente ejercicio. Imagine lo que quiere para su vida para el 2050. Su día a día, en lo que quiere trabajar, a dónde se imagina yendo de vacaciones; pero a esos planes súmele los siguientes factores: 50 % menos de tierra apta para producir café, mosquitos que transmiten malaria en países del norte o en zonas montañosas, días tan calurosos que es mejor no salir a la calle, 140 millones de personas migrando de sus países, momentos en que hay que detener los vuelos por temperaturas muy elevadas, o ir a bucear, pero solo para ver lo que fue de los corales. Que sus planes sigan o no en pie es lo que estará en juego durante las próximas dos semanas en Glasgow.
*Esta historia fue producida como parte del 2021 Climate Change Media Partnership, una beca de periodismo organizada por Internews’ Earth Journalism Network y Stanley Center for Peace and Security.
En diciembre de 1997, el periodista Jorge Ramos Ávalos escribió una columna para El Espectador llamada “El planeta tiene calentura”. En su primer párrafo describía un escenario desalentador: “Imagínese: las Bahamas desaparecidas en el Caribe, al igual que las Bermudas en el Atlántico”, “Ciudad del Cabo rebautizada Ciudad del Mar” y “el Nilo y el Amazonas desbordados; la Patagonia y Alaska derritiéndose”.
Continuaba su columna de la siguiente manera: “Por supuesto, ni a ti ni a mí nos va a tocar de cerca este panorama catastrofista y, quizás, exagerado. Pero no estaría tan seguro de decir lo mismo sobre nuestros hijos y nietos. Lo que pasa es que si no hacemos algo ahora sobre el calentamiento de la Tierra, las próximas generaciones tendrán que vivir una geografía muy distinta a la de nuestro fin de siglo”. (Lea Un trozo de la Amazonia paró de secuestrar carbono y comenzó a emitirlo, ¿y ahora?)
Esos hijos que Ramos mencionaba ya son adultos. Los que nacieron ese año, en 1997, cuando el mundo adoptó el Protocolo de Kioto con la promesa de reducir la emisión de gases efecto invernadero y detener el cambio climático, ya tienen 24 años. Yo, que en ese entonces tenía seis años, ahora tengo treinta y, como les sucede a muchas otras personas, el cambio climático se me cruza en cada decisión cotidiana. ¿Debo dejar de consumir carne o, por lo menos, disminuir su consumo en un intento de frenar una cadena de mercado que produce alrededor del 14 % de los gases efecto invernadero? Una pregunta que igualmente se puede formular quien come arroz al almuerzo, un producto asociado al 12 % de las emisiones de metano, o quien ingiere camarones silvestres, pues para poder pescarlos los barcos necesitan combustibles fósiles.
Los que son padres o madres, seguramente, tendrán dudas más profundas. Les inquietará también lo que tendrán que vivir sus hijos en unos veinte o treinta años. Pero vayamos a un ejemplo algo más sencillo y cercano. ¿Por qué tomar un avión para ir a Glasgow (Escocia) a cubrir, precisamente, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) y seguir contribuyendo al 1,5 % de las emisiones de dióxido de carbono que produce la aviación mundial? Porque ese ahora del que hablaba Ávalos se ha prolongado 24 años y, una vez más, los países se vuelven a reunir durante dos semanas con la misma promesa: reducir las emisiones de gases efecto invernadero y detener el cambio climático. Lo nuevo es que hay una meta más clara: evitar que el aumento de la temperatura sea mayor a 1,5 °C para final de siglo.
Para otros, sin embargo, el cambio climático implica la incertidumbre de la propia existencia. Para las casi 870.000 personas que viven en las islas Fiyi, en el Pacífico sur, el cambio climático viene con la incógnita de si tendrán que ser reubicadas ante la amenaza del aumento del nivel del mar y la combinación de posibles ciclones más intensos. En Mozambique (África) significa pérdidas de US$4.930.08 millones y, por lo menos, 2,25 eventos fatales por cada habitante.
Para no ir tan lejos, en Cartagena, el cambio climático le viene robando 3,2 mm a su costa cada año, borrando ecosistemas de corales y afectando en el día a día la economía de quienes se dedican a la pesca artesanal. El cambio climático es eso: la sensación de nostalgia y tristeza que se ha reportado en los inuits, las comunidades que viven en el norte de Canadá, al ver que con el invierno el hielo ya no vuelve a ser tan firme para transportarse en sus vehículos de nieve. O la sensación similar que vive una anciana en Manizales al ver que la nieve del Nevado del Ruiz se pierde y que, dentro de nueve años, no existirá el glaciar que hoy conocemos. (Le puede interesar: Las cartas que jugará Colombia en la cumbre del cambio climático)
La COP26, entonces, será una prueba de solidaridad. La segunda de este año. Con la pandemia y el desarrollo de las vacunas contra el COVID-19 se dijo que “nadie estaba a salvo mientras todo el mundo lo esté”. Nació el mecanismo COVAX con la promesa de que las vacunas llegaran equitativamente a todas las regiones del mundo y se puso la meta de distribuir 2.000 millones de dosis en 2021. Pero a dos meses y medio de que finalice el año solo ha repartido 365 millones de dosis. La solidaridad mundial falló.
Con el cambio climático no es muy distinto. Cada tonelada de carbono que emiten China (26 %), Estados Unidos (13 %), India (7 %), Rusia (5 %) y Japón (2,5 %), los principales emisores, calienta al mundo por igual. Lo paradójico, sin embargo, es que las consecuencias son mayores para muchos países que han emitido poco. Como en todas las crisis, la climática refuerza las brechas y la inequidad. Después de Mozambique, Zimbabue y Bahamas fueron los países más afectados por el cambio climático en el 2019, según el Índice Global de Riesgo de 2011, aunque entre los tres no suman ni el 1 % de las emisiones mundiales.
Un asunto que no es menor
En 1958, el científico Charles David Keeling fue uno de los primeros en notar que había un aumento de carbono en nuestra atmósfera. Aunque entonces no era muy claro qué significaba eso, poco a poco empezaron a surgir más pistas. Hoy lo sabemos con claridad: con cada tonelada de carbono emitida se pierde ese perfecto equilibrio químico de la atmósfera que permite que haya vida en la Tierra. “Es inequívoco que la influencia humana ha calentado la atmósfera, el océano y la tierra”, señaló el último informe del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés). El sector energético, con un 73 % de las emisiones, carga gran parte de la responsabilidad.
En la jerga de las negociaciones climáticas, a veces no es fácil saber qué es lo que está en juego. O por qué se reúnen y gastan recursos líderes de más de 190 países para ponerse de acuerdo en algo que parece apenas obvio. El Protocolo de Kioto, lo sabemos, fracasó. Y el Acuerdo de París, una especie de tratado 2.0 que se consolidó en el 2015, podría ir por el mismo camino si, como lo dijo Ávalos en 1997, no se actúa ahora. Recientemente la ONU anunció que si se suman los compromisos climáticos que ha hecho cada país hasta el momento, esta ruta nos llevaría a un mundo 2,7 °C más caliente para fin de siglo. Es decir, aún tendríamos una brecha de 1,2 °C. La COP26, y las siguientes dos semanas, reunirán todas las apuestas para lograrlo (o no). (Le sugerimos: COP26: breve guía para entender por qué todos hablan de cambio climático)
Otro factor importante para medir si la COP26 será exitosa tiene que ver con quién y cómo se van a financiar estos cambios. Y, como todo tema de plata, este uno espinoso. En el 2009, en la COP15 de Copenhague, los países con más recursos se comprometieron a movilizar US$100.000 millones al año para que los países con menos recursos, y menos responsables de emisiones, pudieran también enfrentar el cambio climático. Pero la cifra nunca se cumplió. En el 2019, por ejemplo, según la OCDE, apenas alcanzó a los US$79.600 millones. A Canadá y a Alemania se les encomendó crear una especie de plan de emergencia para llenar ese vacío, el cual presentaron hace pocos días y, que seguramente, será central en las negociaciones.
Pero si realmente quiere saber qué es lo que está en juego con la COP26 haga el siguiente ejercicio. Imagine lo que quiere para su vida para el 2050. Su día a día, en lo que quiere trabajar, a dónde se imagina yendo de vacaciones; pero a esos planes súmele los siguientes factores: 50 % menos de tierra apta para producir café, mosquitos que transmiten malaria en países del norte o en zonas montañosas, días tan calurosos que es mejor no salir a la calle, 140 millones de personas migrando de sus países, momentos en que hay que detener los vuelos por temperaturas muy elevadas, o ir a bucear, pero solo para ver lo que fue de los corales. Que sus planes sigan o no en pie es lo que estará en juego durante las próximas dos semanas en Glasgow.
*Esta historia fue producida como parte del 2021 Climate Change Media Partnership, una beca de periodismo organizada por Internews’ Earth Journalism Network y Stanley Center for Peace and Security.