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*Lea las 6 entregas del reportaje en Infoamazonía
Durante tres meses, el periodista Bram Ebus recorrió esta zona, ubicada en su mayoría en el estado de Bolívar, Venezuela. Un escenario donde confluyen varios males del vecino país: los grupos armados ilegales, comunidades indígenas reprimidas y mineros infectados de malaria:
Son las seis de la mañana en Puerto Ayacucho, Venezuela, y el calor se pega a la ropa, aun antes de la salida del sol. Yonnier Rivera, nuestro conductor cubano, llega a tiempo con su pick-up blanca y discute la logística del día mientras esperamos por nuestros otros dos acompañantes de viaje: Norayma Ángel, coordinador de derechos humanos de la Vicaría de la Arquidiócesis de Puerto Ayacucho, una organización no gubernamental venezoelana, y Pedro Ortiz, un indígena miembro de la organización local Red de Defensores y Defensoras Indígenas. La idea es visitar a dos comunidades indígenas pequeñas Agua Mena y Tierra Blanca, en el vecino estado Bolívar. Los indígenas viven cerca del río Parguaza que se abre paso – lo que hemos aprendido también nosotros – en el “país de coltán”.
El Parguaza es uno de los cientos de afluentes del Orinoco, el cuarto río con más volumen en el mundo. La región, también llamado Parguaza, ha sido blanco tanto para proyectos mineros ilegales como legales. Los indígenas Piaroa y los Penare habitan estas tierras y tradicionalmente dependen de la agricultura y de la pesca.
La Guardia Nacional Bolivariana detiene nuestro carro varias veces. En una oportunidad, somos obligados a abrir nuestras maletas a los castrenses. Carros, camionetas y buses son objeto de frecuentes revisiones y de paros, en ocasiones, cada 20 kilómetros. Las maletas y los asientos traseros son inspeccionados, incluso abren la puerta para buscar “contrabando”. Los productos escasos que encuentran – como comida, medicinas, cauchos y combustible – con frecuencia son incautados. Sin embargo, nos preocupa más la presencia guerrillera en la región.
Cuando entramos en el estado Bolívar, dejando Amazonas por el norte, tomamos una curva al este lentamente y nos adentramos en la región Parguaza. Mientras manejamos por una zona llamada Los Gallitos, Ortiz, de la red local de defensores indígenas, comenta que el ELN saca el coltán de allí.
Nuestra primera parada es Tierra Blanca. Ante la ausencia del cacique, la autoridad indígena delegada, el capitán, nos recibe en su comunidad. Nos informan que el cacique está de viaje en Caracas en una reunión con el ministro de Minas.
Nos dan pocas respuestas, porque el cacique no autorizó a su capitán hablar con nosotros. No obstante, en las entrevistas con indígenas de la región Parguaza, antes de nuestra visita, se hizo claro que la guerrilla colombiana ha intensificado su presencia en territorios venezolanos desde hace tres años.
Los indígenas nos llevan al río Parguaza. Mientras, los niños de las comunidades locales disfrutan del río mientras juegan a lanzarse al agua desde una canoa, en una corriente lenta. El sonido de los golpes de la ropa mojada contra las piedras proviene de las mujeres de los asentamientos indígenas que lavan camisas a las orillas del río mientras sus hombres cazan o trabajan la tierra. El equilibrio entre naturaleza y civilización aún no es irreversiblemente perturbado, pero nuevos actores han entrado en escena.
En la comunidad Agua Mena, muy cerca a Tierra Blanca, los habitantes están involucrados en la minería artesanal del coltán. Las piedras son recogidas por un intermediario indígena, que luego las vende a la guerrilla. El precio oscila entre 80 y 100 mil bolívares el kilo (unos $22.000 pesos). Es apenas una fracción de lo que se ofrece en el mercado internacional por el coltán, pero ninguno de los indígenas entrevistados estaba alertado de los precios usuales del mineral.
Los pocos dólares que les pagan a los indígenas para abrir la tierra y extraer el mineral para ganancias financieras contrasta con sus creencias ancestrales. “Fuimos reconocidos como los protectores de la selva. Y ya no es lo que somos. Somos los destructores de la selva”, dice Juan López, un nativo que trabaja actualmente como abogado para el vicariato en Puerto Ayacucho, capital del estado Amazonas.
La ONG Organización De Mujeres Indígenas Amazónicas Wanaaleru ha denunciado que niñas indígenas han sido sometidas a ejercer la prostitución alrededor de las minas. Aunque la mitad de la amazonía venezolana cuenta con protección ambiental, muchas zonas ya están invadidas por la minería ilegal y por hombres armados /B. Emus
Los territorios ricos en coltán no solo son atravesados por la guerrilla colombiana. El decreto del Arco Minero posibilitó la formación de nuevas compañías que fueron constituidas rápidamente y comparten el mismo motivo que las guerrillas armadas que operan rutas de exportación hacia Colombia.
A finales de 2016 se creó la Empresa Mixta Minera Ecosocialista Parguaza con el objetivo inicial de producir 20 toneladas mensuales y aumentar luego a 50 toneladas mensuales. Esta compañía es de capital conjunto de la estatal Corporación Venezolana de Minería (CVM) y de la privada Corporación Faoz. Recibió una concesión de 10.201 hectáreas en este territorio que además de coltán tiene oro, diamantes, cuarzo y otros minerales.
La compañía está construyendo una mina de coltán cerca de la comunidad Agua Mena. Es casi mediodía cuando llegamos. Después de hablar con la comunidad, tenemos algo de tiempo para presentarnos a las puertas de la Empresa Mixta Minera Ecosocialista Parguaza, custodiada por la Guardia Nacional las 24 horas. Los castrenses también están presentes en territorio indígena.
Nos presentamos alrededor de la 1 de la tarde a preguntar por las inversiones sociales en comunidades indígenas aledañas. “Necesitan un permiso del Ministerio de Minas, en Caracas, para hablar con nosotros”, nos respondió Luisa Herminia Alcalá Otero, la representante de la compañía que salió a nuestro encuentro y nos permitió entrar en los predios de la estatal.
Justo cuando pensábamos que nos iban a sacar a empujones por hacer preguntas, nuestra visita parece prolongarse. La Guardia Nacional no nos dejar ir. Horas después, tras una larga inspección de nuestros papeles y documentos, entendemos que fuimos detenidos.
Al final de la tarde, cerca del anochecer, no sabíamos cuánto más íbamos a estar cautivos. Los trabajadores se alineaban para montarse en el autobús que los llevará de regreso a sus comunidades. Antes de que se vayan, sus bolsos son revisados por los militares. Como estamos rodeados por guardias armados, podemos observar a los trabajadores, que usan ropas raídas, franelas de equipos de fútbol y bodas llenas de lodo. Muchos de los indígenas nos dirigen una que otra mirada, mientras esperan que sus pertenencias sean requisadas.
Los trabajadores no parecen estar muy intimidados por los rifles de asalto de la Guardia Nacional y es poco claro si los hombres armados están allí para prevenir que los trabajadores le roben a la compañía o para proteger las minas de las guerrillas. Uno de los oficiales que trabaja en el campamento minero comenta que hay un “respeto mutuo” cuando se cruzan con la guerrilla. “Ellos no se meten con nosotros, ni nosotros con ellos”. Poco tiempo después, una vez parte el bus con los indígenas, los hombres armados nos llevan a los campamentos de la Guardia Nacional y somos encerrados con castrenses armados en la entrada de la puerta.
A la 1:00 de la mañana mientras nos interrogan, aún no está claro qué pasará con nosotros. No se nos deja hacer ninguna llamada telefónica, pero nos dicen que nos han abierto una investigación. Nuestra detención es completamente ilegal e improvisada. No solo estamos encerrados en una compañía minera, sino que no se nos deja recibir o hacer llamadas telefónicas ni hablar con un abogado. Entre otras omisiones, somos cuestionados por un guardia, quien no tiene autoridad ninguna para interrogarnos. Según los militares, sospechan que podamos ser espías o infiltrados de la oposición al gobierno.
Los jóvenes oficiales de la Guardia Nacional tampoco entienden nuestra detención, pero obedecen órdenes de la compañía. A las 3:00 de la mañana nos piden alistarnos para el transporte. Dos camionetas pick-up nos llevarán a los cuatro, custodiados por castrenses armados, a Caicara del Orinoco, siete horas más lejos en el país de coltán.
Somos liberados 24 horas después de la detención. Dos investigadores de contrainteligencia militar en Caicara del Orinoco nos someten a un interrogatorio, pero parece no haber alarmas encendidas. Asombrados por haber sido detenidos dentro de una compañía minera, la Iglesia, la embajada holandesa, los medios y la sociedad civil hicieron campaña por nuestra liberación.
La Empresa Mixta Minera Ecosocialista Parguaza no es la única compañía de capital conjunto en la zona. El mismo municipio, Cedeño, cuenta con otras dos asociaciones recientemente creadas: la Empresa Mixta Minera Metales del Sur, en participación con la canadiense Energold, y Oro Azul, constituida entre CVM y Supracal, recibió en concesión 8.159 hectáreas.
Estas nuevas empresas les han prometido mucho a los indígenas de la región: nuevas viviendas, vías, electricidad y camionetas pick-up. Trabajadores de la salud han sido enviados a las comunidades atormentadas por la malaria. Varios nativos son contratados por un salario mínimo (que no alcanza para mantener a una familia en Venezuela) como personal de seguridad y obreros de construcción, pero no poseen contratos fijos. El salario mínimo, unos 350 mil bolívares, equivale a 3,5 dólares en el mercado.
Las tres compañías no tienen experiencia en la extracción de coltán y tampoco presentaron los estudios de rigor de impacto socioambiental. Comunidades indígenas locales consultadas afirman que nunca les han explicado las implicaciones reales del proyecto, y que fueron manipuladas con promesas falsas de desarrollo e información equivocada.
La entrada de la guerrilla y de las nuevas empresas en Parguaza se debe, según Franklin Quiñones, un indígena Piaroa, de 28 años, al cacique. “El cacique permitió la entrada de la guerrilla y también la instalación del campamento [de la empresa]”. Quiñones opina (así como otras fuentes consultadas) que el cacique fue comprado y que una minoría de los líderes indígenas recibió de la compañía puestos de trabajo o beneficios.
“Ustedes [los líderes] son marionetas, no tienen la capacidad de decírselo a la empresa”, dice Quiñones y añade: “Se enfocan en el beneficio personal, son usados”.
El joven indígena entiende muy bien cómo las nuevas empresas emplean estrategias para dividir y conquistar las comunidades y cómo las fricciones recientemente creadas causan malestar. “Cuando instalas una compañía, aquí, será el fin de nuestra cultura, el fin de nuestras costumbres. Así se completa la transculturización. Por eso hay muchas comunidades preocupadas preguntándose: ‘¿Quién podrá ayudarnos?’”.
Lea la parte IV de este especial: Comunidades indígenas, víctimas de la minería en Venezuela
Lea la parte VI de este especial:
* Este reportaje se produjo gracias a una alianza entre Infoamazonía y el Correo del Caroní con financiación del Pulitzer Center. En Colombia cuenta con el apoyo de DeJusticia y Amazon Conservation Team.