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A los palmoreños no se los distingue con facilidad. Palmor tiene una diversidad de culturas muy grande. “Un pueblo de cachacos en tierra costeña”, dice Marcel Pérez, presidente de la Junta de Acción Comunal de este corregimiento de Ciénaga (Magdalena) situado en medio de la Sierra Nevada de Santa Marta. (Vea aquí la galería)
Antioqueños, santandereanos, costeños, boyacenses, caldenses y, en su gran mayoría, tolimenses lo fundaron. Escogieron la Sierra Nevada porque muchos de ellos vivían del café y “aquí la tierra es bendita, además que el clima es sabroso. Hay gente que se ha ido con mucho dinero y ha regresado otra vez sin nada y aquí se levantan nuevamente”.
Huyendo de la 'chusma' y los 'chulavitas' en plena violencia bipartidista, Gilberto Elí Vázquez Daza, uno de los fundadores de lo que sería más adelante Palmor, salió del Tolima. El terreno en el que se asentaron esos campesinos del interior que huían del mismo conflicto era propiedad de la “indígena María”, coinciden todos.
Poco a poco y con mucho esfuerzo se logró integrar hace poco más de 30 años la Junta de Acción Comunal que consiguió la construcción del acueducto, carreteras, viviendas, el puesto de salud, la iglesia, el cementerio, el colegio y el parque. Además de una pequeña central hidroeléctrica. Todo ello con recursos de la Feria de las Colonias y su popular reinado, celebrado el 12 de octubre, Día de la Raza. “Acá no gana la candidata más bonita sino la que más dinero recoja para invertir en el corregimiento”, cuenta Wílmar, uno de los transportadores. Sin entrar en titubeos, de lo que se sienten más orgullosos los palmoreños es de la construcción de la central hidroeléctrica que logró abastecer, en principio, al pueblo y luego a algunas fincas de las 22 veredas que componen el corregimiento.
Ante la falta de ayuda de Ciénaga, a la que pertenece Palmor y que ocupa el 93% de este municipio, los habitantes se dirigieron a Barranquilla, al Programa Especial de Energía de la Costa Atlántica (Pesenca), institución creada por el gobierno alemán en 1989 para dotar a poblaciones con pequeñas plantas eléctricas o soluciones no convencionales de energía. “Querían hacer una planta en algún lugar de la región donde hubiera mucha agua”, recuerda don Gilberto Vázquez. El río Cheruba era el indicado.
En 1991 se inauguró la central, para beneficio de 105 viviendas. La comunidad pagó $15 millones. También hubo aportes del Comité de Cafeteros, la Gobernación de Magdalena y la Alcaldía de Ciénaga, que se unieron al final al ver la trascendencia del proyecto. El resto —la mayoría— lo donó el gobierno alemán. “El Banco Agrario nos prestó a cada usuario $90.000 por acción. A mí me tocó pagar $360.000, sin coger un centavo. Los que no pudieron no compraron acciones y ahora quieren electricidad”, dice Marina Medina Cordero, hermana de Miguel Medina, principal impulsor de la hidroeléctrica.
La construcción de la obra tardó dos años. “Nos colaboró la Corporación Eléctrica de la Costa Atlántica (Corelca) —cuenta Medina—, llevando postes, para ese momento de palo, hasta donde había carretera. El resto los cargábamos nosotros mismos hasta arriba, donde el acceso es difícil”. Y eso es mucho decir. Para llegar a Palmor hay que recorrer durante más de dos horas una carretera destapada.
Pero en realidad la luz llegó el 10 de septiembre de 1990, así la placa en la central diga que fue el 2 de febrero de 1991. “Mi hermano murió 15 días después de haber llegado la luz. Murió en esa obra”, me corrige la hermana de Miguel Medina. Su nombre también adorna la placa.
Cuando no había energía eléctrica “los que tenían forma de hacerlo compraron su plantica; otros utilizaban esperma o mechones de petróleo. En la casa se quemaban de a dos o tres paqueticos de esperma semanal. Imagínese cuánto vale eso... Pero luego, con llegada de la central, eso fue mucha alegría”, indica Luis González, también fundador. Además del ahorro, el pueblo progresó. Comenzaron a comprar licuadora, lavadora, televisor, abanico. “Esos aparaticos son una ayuda muy grande y ese alumbrado es una belleza”.
Este corregimiento, hecho a pulso, comparte territorio con los pueblos indígenas kogui y arhuaco, quienes —como los campesinos— fueron desplazados de La Guajira. Ellos no han sido ajenos a los progresos de Palmor. Francisco Gil, profesor de un grupo de niños del resguardo Kogui Malayo Arhuaco, que llegaron al pueblo a realizar su bachillerato, dice que sus “hermanos” (unos 2.000) se han beneficiado indirectamente de la central: van todos los fines de semana hasta el pueblo para comprar los alimentos y también aprovechan las herramientas tecnológicas de las escuelas.
Sin embargo, pese a huir de ella, la violencia alcanzó a este pueblo que tiene más iglesias que colegios. Primero fue la guerrilla. Desde los 90 hasta el año 2003. “En la década de los 80 hubo Ejército, pero cuando llegó (Andrés) Pastrana se llevaron la Fuerza Pública. Quedamos abandonados, a merced del que llegara. Hubo un momento muy difícil en el que ya nadie trabajaba. Había siete muertos en una noche. Siendo (Álvaro) Uribe presidente, el Ejército recuperó la Sierra”, afirma González. Luego llegaron las autodefensas.
Hoy Palmor goza de tranquilidad. Sólo de vez en cuando los uniformados borrachos protagonizan algunos desórdenes. Los palmoreños también se quejan de la carretera que sigue sin pavimentar “y eso que somos la capital cafetera del Magdalena”, señala Marcel Pérez, presidente de la Junta de Acción Comunal.
Igualmente los afectan la titulación de tierras, el precario puesto de salud que no cuenta ni con ambulancia y la falta de profesores en los colegios, que renuncian porque no les pagan. “Dios permita que nos volvamos municipio”, es otro de los clamores que se escuchan por las contadas calles del corregimiento. De ser así, tendrían sus propios recursos.
La construcción que una vez los hizo sentir orgullosos, ya no daba abasto. La pequeña central hidroeléctrica que en 1991 atendía 105 viviendas pasó a proveer a unos 420 suscriptores, lo que deterioró el servicio. Los racionamientos no se hicieron esperar. Cuando se bajaba la potencia de la luz, era necesario suspender dos o tres horas el servicio en la noche.
“Hablamos con el gerente de Colturbinas, que conoce el tema de hidroeléctricas. Le pregunté si me apoyaba en la ampliación, pero le advertí que no tenía plata para pagarle. Accedió”, dice Marcel Pérez. Además recuerda que cuando todo comenzó “no había hornos microondas, neveras, abanicos; ni televisores, estufas o licuadoras, y las planchas eran de carbón. Al llegar la energía la gente compró sus electrodomésticos, pero con eso llegó también la deficiencia”. Ni siquiera la prohibición de usar estufas eléctricas los salvó del desabastecimiento.
Como los buenos palmoreños, Pérez no se quedó quieto. “Adoptamos una política de cambiar los bombillos tradicionales por ahorradores y eso nos dio resultados. Luego distribuimos la región en sectores y hoy, cuando se necesita, quitamos la energía por zonas”. Otra de las soluciones fue instalar una serie de capacitores para que no colapsaran los generadores.
A algunas de las pocas escuelas del corregimiento, paradójicamente, llegó primero el computador que la luz. “Hay unas escuelas que han logrado conseguir una plantica, pero indudablemente se hace necesario llevarles energía”, afirma Pérez. El proyecto de ampliación va dirigido a repotenciar la necesidad que tiene el pueblo, pero también a llevarle energía a 300 hogares más. La intención es construir una subestación.
Julio Varela, vicepresidente de la Junta y compañero de batallas de Marcel Pérez, llegó a la región hace 12 años, también desplazado, y cuenta que algunos pobladores están pesimistas frente al proyecto, porque desde hace 10 años se está hablando de la ampliación. Pero agrega que sólo ellos, Marcel y Julio, entienden la impotencia y tristeza que se siente cuando, debido a “la idiosincrasia política, donde todo es para familias de apellido, no se puede progresar. Dios tarda, pero no olvida”.
Entre los pesimistas podría contarse doña Marina Medina —orgullosa porque fue la primera en comprar un refrigerador para su restaurante—, quien dice que, si su hermano Miguel viviera, “hace rato la ampliación estaría lista, porque para eso se necesita es berraquera”. Sin embargo, Marcel Pérez y los otros miembros de la Junta siguen empeñados en llevar energía a más de 400 familias. Cada vivienda deberá cancelar $700.000 de matrícula.
En el proyecto de ampliación (segunda fase) para garantizar energía las 24 horas del día y mejorar la calidad del servicio, se invertirán alrededor de $2.500 millones gracias al apoyo financiero del Instituto de Planificación y Promoción de Soluciones Energéticas para las Zonas No Interconectadas (IPSE) y la Oficina en Colombia de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid).