El último glaciólogo
Jorge Luis Ceballos se enamoró del estudio de los nevados, una profesión que se extingue al mismo ritmo que la nieve en las montañas colombianas: un centímetro al día.
María Paulina Baena J.
“Los glaciares son como la piel humana. Si hace frío se congelan y si hace calor, sudan. Sienten los cambios de temperatura tanto como una persona padece de hipotermia o de fiebre”
Lo dice Jorge Luis Ceballos, el único glaciólogo o especialista en nevados de Colombia. Y quizás el último, si los glaciares continúan su proceso de retroceso y desaparecen en los próximos 40 años, como lo predicen varios estudios.
La primera vez que vio nieve fue en 1983. Tenía 19 años. Fue en el Nevado del Ruiz, poco antes de la tragedia de Armero. Por esa época, el Ruiz ya no tenía la misma extensión de un siglo atrás. Sobre él, como sobre el resto de glaciares de montaña en todo el mundo, comenzaban a notarse las señales de derretimiento.
Nadie sabía muy bien qué estaba pasando con las masas de hielo en los picos de las montañas, cuenta Jorge Luis. Algunos glaciólogos creían que se trataba de un fenómeno secular, que se repetía cada cierto tiempo. Otro grupo lo atribuía a un aumento de la temperatura a nivel mundial. En lo que estaban de acuerdo era en la necesidad de comenzar un minucioso monitoreo.
Hoy, de los 130 picos nevados que existen en el mundo, 17 están siendo examinados en un programa que coordina el Servicio Mundial de Monitoreo Glaciar en Suiza (WGMS) y que es avalado por la ONU. “Se trata de una radiografía, o mejor, de un electrocardiograma que le mide el pulso al glaciar”, dice Ceballos.
Ya no hay duda de que el culpable es el calentamiento global.
Colombia se vinculó a estos sistemas de monitoreo global apenas en 2006, cuando llegaron recursos internacionales para apoyar el estudio del cambio climático en ecosistemas estratégicos. Jorge Luis recuerda que antes la investigación de glaciares en el país era una excentricidad. Desde el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC) hacía lo que podía por entender la dinámica de los picos nevados colombianos. Su golpe de suerte, cuenta, se dio cuando lo llamó el Ideam y le encargó ponerse al frente del monitoreo de glaciares.
El problema, como dice con frialdad, es que en Colombia se empezó a medir muy tarde. Hasta hace poco los glaciares no eran más que masas de hielo inmóviles y quiméricas, perfectas para entrenar a los montañistas o expedicionarios que subirían el Himalaya. Lugares donde habitaban comunidades indígenas como los koguis o los u’was. Un escenario deportivo o un lugar sagrado, nada más.
Jorge Luis pasa doce semanas del año dentro del hielo. Es cachaco, pero parece tener alma de costeño. No se ve como un científico convencional: frío, exacto y hermético. Al contrario, es visceral, cálido y conversador. Es difícil ponerle freno cuando empieza a hablar. Cómo no, si cuando vuelve de la soledad del hielo siempre tiene alguna anécdota por contar. Como cuando empezó a oír con sus compañeros de montaña un zumbido. Sus colegas le advirtieron que las condiciones climáticas no eran las mejores. Había mucha nieve y lluvia. Fue entonces cuando tuvieron que tumbarse sobre la nieve y apagar todos los equipos electrónicos, porque la atmósfera estaba cargada eléctricamente y encontraría el polo a tierra en cualquiera de ellos.
Viaja todos los meses al volcán nevado Santa Isabel, situado en el Parque de los Nevados, en Caldas, y a la sierra nevada del Cocuy, ubicada en los departamentos de Arauca y Boyacá. Estos dos picos fueron seleccionados dentro del programa del Servicio Mundial de Monitoreo Glaciar.
Los días en la montaña empiezan a las 5:30 a.m., con un saludo espiritual o un rezo. Le pide al glaciar que se deje subir y medir. Le habla al oído y le explica que quiere entender su comportamiento. Debe aprovechar la mañana porque es el momento del día en que se cuenta con las mejores condiciones atmosféricas.
El trabajo se distribuye entre dos o tres personas. Recorren el glaciar, toman datos y fotos, visitan la estación meteorológica y comen. Ese es el mejor momento. No hay horarios fijos y a veces almuerzan sobre el hielo. Algo ligero. Proteína, calorías, frutas y granolas. A las 4:00 p.m. se van a descansar.
Ceballos y su equipo han instalado estaciones meteorológicas que calculan la radiación del sol, el viento, la temperatura y la precipitación. Los glaciares se miden con unos instrumentos en forma de estaca que determinan la cantidad de agua, nieve, deshielo y espesor. “Es como una acupuntura que le hacemos a las montañas, que envían las señales a los aparatos electrónicos”, explica Jorge Luis.
Para él, los glaciares no son blancos, fríos o estáticos. Son grises porque están contaminados de cenizas y rocas. Se derriten debido al calentamiento global. Y cambian, se mueven. Cada día pierden un centímetro de nieve. Nunca son los mismos. Es como si poco a poco se desvistieran hasta quedar al descubierto.
Jorge Luis cuenta que ha desarrollado una sensibilidad especial para ver el glaciar: “Con sólo verlo y sentirlo ya sabemos qué le está pasando y los sensores electrónicos que tiene nos lo confirman”.
Sabe, también, que más temprano que tarde van a morir y que se trata de un fenómeno irreversible. En Colombia pasamos de tener 374 kilómetros cuadrados de superficies nevadas hace un siglo y medio a sólo 45 kilómetros cuadrados, lo que equivale a una pérdida del 84%. Otros países, como Chile, cuentan con 40 o 50 mil kilómetros cuadrados.
Aunque en Colombia no dependemos del agua de los glaciares, pues apenas aportan entre el 1% y el 10% de agua dulce, son importantes por su valor paisajístico y cultural. No en vano las familias viajan horas para conocer la nieve y tenerla para siempre en la memoria porque, simplemente, es imponente y espléndida. Él mismo recuerda con nostalgia cuando pintaba los paisajes en el colegio y nunca le faltaba el pico nevado de las montañas. Ahora, ese color blanco, que era inútil en la cartuchera, el más largo de todos por ser el menos tajado, el que se confundía con la hoja de papel, cobraba sentido. Ni el blanco de las nubes era tan valorado como el pedacito blanco del glaciar.
Mientras en el país hablamos de 40 años de supervivencia, otros hablan de 80. Dice Jorge Luis que “nuestros glaciares son light”. No superan los 60 metros de profundidad, mientras en la Antártida pueden tener kilómetros de espesor.
Y así como son delgados, también son únicos, pues se conocen como glaciares de montaña o ecuatoriales. Muy pocos lugares en el mundo tienen picos elevados cerca de la línea del Ecuador. En Suramérica: Colombia y Ecuador; en el este de África: el Kilimajaro (Tanzania), Kenia y Uganda; finalmente, otro más en Indonesia, Nueva Guinea.
El cambio climático es patente y sus efectos son tan evidentes como silenciosos. La situación para Jorge Luis no es buena, ni mala, pero sí es un cambio. Así que los glaciares que se van a extinguir serán invadidos por el páramo porque el ecosistema se reinventa.
Al mismo tiempo tendrá que reinventarse el oficio de este glaciólogo. Una historia nevada que en unos años estará congelada.
mbaena@elespectador.com
“Los glaciares son como la piel humana. Si hace frío se congelan y si hace calor, sudan. Sienten los cambios de temperatura tanto como una persona padece de hipotermia o de fiebre”
Lo dice Jorge Luis Ceballos, el único glaciólogo o especialista en nevados de Colombia. Y quizás el último, si los glaciares continúan su proceso de retroceso y desaparecen en los próximos 40 años, como lo predicen varios estudios.
La primera vez que vio nieve fue en 1983. Tenía 19 años. Fue en el Nevado del Ruiz, poco antes de la tragedia de Armero. Por esa época, el Ruiz ya no tenía la misma extensión de un siglo atrás. Sobre él, como sobre el resto de glaciares de montaña en todo el mundo, comenzaban a notarse las señales de derretimiento.
Nadie sabía muy bien qué estaba pasando con las masas de hielo en los picos de las montañas, cuenta Jorge Luis. Algunos glaciólogos creían que se trataba de un fenómeno secular, que se repetía cada cierto tiempo. Otro grupo lo atribuía a un aumento de la temperatura a nivel mundial. En lo que estaban de acuerdo era en la necesidad de comenzar un minucioso monitoreo.
Hoy, de los 130 picos nevados que existen en el mundo, 17 están siendo examinados en un programa que coordina el Servicio Mundial de Monitoreo Glaciar en Suiza (WGMS) y que es avalado por la ONU. “Se trata de una radiografía, o mejor, de un electrocardiograma que le mide el pulso al glaciar”, dice Ceballos.
Ya no hay duda de que el culpable es el calentamiento global.
Colombia se vinculó a estos sistemas de monitoreo global apenas en 2006, cuando llegaron recursos internacionales para apoyar el estudio del cambio climático en ecosistemas estratégicos. Jorge Luis recuerda que antes la investigación de glaciares en el país era una excentricidad. Desde el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC) hacía lo que podía por entender la dinámica de los picos nevados colombianos. Su golpe de suerte, cuenta, se dio cuando lo llamó el Ideam y le encargó ponerse al frente del monitoreo de glaciares.
El problema, como dice con frialdad, es que en Colombia se empezó a medir muy tarde. Hasta hace poco los glaciares no eran más que masas de hielo inmóviles y quiméricas, perfectas para entrenar a los montañistas o expedicionarios que subirían el Himalaya. Lugares donde habitaban comunidades indígenas como los koguis o los u’was. Un escenario deportivo o un lugar sagrado, nada más.
Jorge Luis pasa doce semanas del año dentro del hielo. Es cachaco, pero parece tener alma de costeño. No se ve como un científico convencional: frío, exacto y hermético. Al contrario, es visceral, cálido y conversador. Es difícil ponerle freno cuando empieza a hablar. Cómo no, si cuando vuelve de la soledad del hielo siempre tiene alguna anécdota por contar. Como cuando empezó a oír con sus compañeros de montaña un zumbido. Sus colegas le advirtieron que las condiciones climáticas no eran las mejores. Había mucha nieve y lluvia. Fue entonces cuando tuvieron que tumbarse sobre la nieve y apagar todos los equipos electrónicos, porque la atmósfera estaba cargada eléctricamente y encontraría el polo a tierra en cualquiera de ellos.
Viaja todos los meses al volcán nevado Santa Isabel, situado en el Parque de los Nevados, en Caldas, y a la sierra nevada del Cocuy, ubicada en los departamentos de Arauca y Boyacá. Estos dos picos fueron seleccionados dentro del programa del Servicio Mundial de Monitoreo Glaciar.
Los días en la montaña empiezan a las 5:30 a.m., con un saludo espiritual o un rezo. Le pide al glaciar que se deje subir y medir. Le habla al oído y le explica que quiere entender su comportamiento. Debe aprovechar la mañana porque es el momento del día en que se cuenta con las mejores condiciones atmosféricas.
El trabajo se distribuye entre dos o tres personas. Recorren el glaciar, toman datos y fotos, visitan la estación meteorológica y comen. Ese es el mejor momento. No hay horarios fijos y a veces almuerzan sobre el hielo. Algo ligero. Proteína, calorías, frutas y granolas. A las 4:00 p.m. se van a descansar.
Ceballos y su equipo han instalado estaciones meteorológicas que calculan la radiación del sol, el viento, la temperatura y la precipitación. Los glaciares se miden con unos instrumentos en forma de estaca que determinan la cantidad de agua, nieve, deshielo y espesor. “Es como una acupuntura que le hacemos a las montañas, que envían las señales a los aparatos electrónicos”, explica Jorge Luis.
Para él, los glaciares no son blancos, fríos o estáticos. Son grises porque están contaminados de cenizas y rocas. Se derriten debido al calentamiento global. Y cambian, se mueven. Cada día pierden un centímetro de nieve. Nunca son los mismos. Es como si poco a poco se desvistieran hasta quedar al descubierto.
Jorge Luis cuenta que ha desarrollado una sensibilidad especial para ver el glaciar: “Con sólo verlo y sentirlo ya sabemos qué le está pasando y los sensores electrónicos que tiene nos lo confirman”.
Sabe, también, que más temprano que tarde van a morir y que se trata de un fenómeno irreversible. En Colombia pasamos de tener 374 kilómetros cuadrados de superficies nevadas hace un siglo y medio a sólo 45 kilómetros cuadrados, lo que equivale a una pérdida del 84%. Otros países, como Chile, cuentan con 40 o 50 mil kilómetros cuadrados.
Aunque en Colombia no dependemos del agua de los glaciares, pues apenas aportan entre el 1% y el 10% de agua dulce, son importantes por su valor paisajístico y cultural. No en vano las familias viajan horas para conocer la nieve y tenerla para siempre en la memoria porque, simplemente, es imponente y espléndida. Él mismo recuerda con nostalgia cuando pintaba los paisajes en el colegio y nunca le faltaba el pico nevado de las montañas. Ahora, ese color blanco, que era inútil en la cartuchera, el más largo de todos por ser el menos tajado, el que se confundía con la hoja de papel, cobraba sentido. Ni el blanco de las nubes era tan valorado como el pedacito blanco del glaciar.
Mientras en el país hablamos de 40 años de supervivencia, otros hablan de 80. Dice Jorge Luis que “nuestros glaciares son light”. No superan los 60 metros de profundidad, mientras en la Antártida pueden tener kilómetros de espesor.
Y así como son delgados, también son únicos, pues se conocen como glaciares de montaña o ecuatoriales. Muy pocos lugares en el mundo tienen picos elevados cerca de la línea del Ecuador. En Suramérica: Colombia y Ecuador; en el este de África: el Kilimajaro (Tanzania), Kenia y Uganda; finalmente, otro más en Indonesia, Nueva Guinea.
El cambio climático es patente y sus efectos son tan evidentes como silenciosos. La situación para Jorge Luis no es buena, ni mala, pero sí es un cambio. Así que los glaciares que se van a extinguir serán invadidos por el páramo porque el ecosistema se reinventa.
Al mismo tiempo tendrá que reinventarse el oficio de este glaciólogo. Una historia nevada que en unos años estará congelada.
mbaena@elespectador.com