En Putumayo cambiaron la explotación minera por el cultivo de frutos amazónicos
En 2014, William Silva convenció a 10 familias mineras de cultivar frutos amazónicos como la palma de azaí, el chontaduro, el inchi y el sacha inchi en los terrenos que antes deforestaban y erosionaban; sin embargo, el impacto económico de la pandemia ha obligado a algunas familias a retomar esta actividad.
Paula Casas Mogollón
El daño ambiental disfrazado de progreso ha hecho que la enorme riqueza de bosques, fauna y ecosistemas naturales que alberga el Putumayo esté en riesgo. La amenaza latente que pesa sobre los parques nacionales y muchos resguardos indígenas —que han sido protectores de este patrimonio— radica en la explotación de la frontera agropecuaria, las quemas, la deforestación o la extracción para minería. Actividades que, aunque han aportado en una pequeña parte al sustento económico de las familias de la región, contribuyeron a la destrucción de la biodiversidad del territorio. (Lea: Exploradores forestales: los guardianes del bosque en la Amazonia colombiana)
La minería extractiva de oro ha sido una de esas actividades que, desde el siglo XIX, ha contribuido al cambio de la cobertura vegetal de la región suramazónica. Para obtener un solo gramo de oro se requieren mil litros de agua por segundo. Eso sin contar con la cantidad de árboles que se deben talar o los litros de cianuro, mercurio y arsénico que se emplean en algunas ocasiones, químicos que secan la tierra y contaminan el agua de los ríos o quebradas. Se calcula que en Colombia se extraen y exportan cincuenta toneladas de oro anuales, de las cuales el 88 % es ilegal.
En la vereda San Pedro Guadalupe, del municipio de Puerto Guzmán, durante los últimos años se practicaba una minería de oro menos agresiva: la artesanal. Consistía en talar parte del bosque y se separaba y recogía el oro con máquinas retroexcavadoras y motobombas más pequeñas. En 2010, parte de la comunidad trabajó en la explotación de materiales de río y oro de aluvión, por medio de la empresa que fundó William Silva, un ingeniero bogotano que vio lo rentable que podía ser esa actividad. Silva llegó a la vereda como empleado de una empresa que estaba a cargo de la licitación de la vía Villa Garzón-Mocoa.
Durante el gobierno de Álvaro Uribe, entre 2007 y 2009, otorgaron concesiones por treinta años para adelantar trabajos de búsqueda y explotación de oro, platino, zinc, molibdeno, plata y otros metales en el corredor biológico del Alto Putumayo. Y así, con esos permisos, la empresa de William siguió en funcionamiento hasta que el Estado creó Putumayo Distrito Minero, un plan de licencias globales ambientales otorgadas para la expansión y explotación de cien pozos, y empezó a negar ese tipo de licencias al considerar ilegal la minería de tradición. Así se le abrió la puerta a la explotación de petróleo en el departamento y, con ella, a la destrucción del bosque tropical húmedo.
“A los pequeños mineros nos pidieron una serie de papeles, como registros, y los tramitamos. Pero, luego publicaron una ley en la que establecían que el pequeño minero debía trabajar con una pala y una barra, como se hacía hace un siglo”, cuenta William. Sin los documentos necesarios que certificaran que la empresa era legal, William decidió cerrarla. Muchas de las familias de las veredas se quedaron sin el sustento diario y, ante la necesidad, decidieron arriesgarse. Aquellos que no sabían desempeñarse en otra actividad decidieron seguir trabajando de manera ilegal; otros, en cambio, decidieron quemar la maquinaria. (Puede leer: Pescadores indígenas de la cuenca del río Caquetá registraron varias especies de peces amenazadas)
Paradójicamente, pese a la riqueza de los metales que hay en los pueblos mineros, según instituciones del Estado, los pueblos mineros son los peores sitios para vivir en Colombia. Su pobreza es del 74 % frente a aquellos que no realizan extracción minera. Y Puerto Guzmán no es la excepción. En busca de otras fuentes de ingreso y consciente del daño que hacía al ecosistema con la minería, en 2014 William cambió el rumbo a la vida de los pobladores que llevaban años viviendo de esta actividad: convenció a diez familias mineras para que se dedicaran a la agricultura. Ahora cultivan frutos amazónicos como la palma de azaí, el chontaduro, el inchi y el sacha inchi en los terrenos que deforestaban y erosionaban. Dejaron de desperdiciar toneladas de agua buscando oro de aluvión.
De la minería a la agricultura
Más de cuarenta personas, de esas diez familias, renunciaron a un negocio rentable y cambiaron su mentalidad. Querían resarcir el daño que habían provocado en el bosque amazónico por años con la extracción de oro. “Deforestamos mucho (…) Queríamos recuperar esas áreas degradadas y demostrarle al país que algunas veces no es cierto lo que dicen en los medios cuando aseguran que algunos ecosistemas tardan miles de años en recuperar su capa vegetal. Esta zona, que ya fue intervenida por la minería, fue recuperada hace cinco años. Ahora la repoblamos de frutos”, recuerda Gustavo Castillo, exminero de la vereda.
Para sembrar los frutos, William compró, en una primera etapa, 74 hectáreas. La idea era reforestar ese terreno por medio de un sistema agroforestal y constituir un bosque nativo de especies amazónicas, para luego comercializarlas. Los cultivos que plantó junto a la comunidad darán frutos dentro de tres años, por lo que muchas de esas familias han tenido que seguir en la minería. “En tres años y medio el negocio será rentable para todos, entonces le apostamos a una transición gradual: a medida que el proyecto fuera avanzando ellos iban alejándose de la minería a su ritmo”, confiesa Gustavo.
En 2015, para visibilizar la iniciativa, William fundó una comercializadora de frutos amazónicos en Estados Unidos (Fruits of Amazonia), con la cual pretendía venderlos en el exterior. Al comienzo les pedían llenar de tres a cuatro contenedores para poder exportar las frutas, una cantidad bastante ambiciosa. Como para ese entonces la producción no daba para completar ese pedido, empezaron a vender pulpas de fruta a otras regiones del país. En Bogotá, por ejemplo, hacen domicilios de pulpa de azaí y copoazú. Y, en 2019, formalizaron la Asociación de Exmineros de Tradición con Conciencia Ambiental, que reúne a las doce familias que hasta el momento han dado el salto.
Durante la reforestación también contaron con la ayuda del Ejército, que dejó de quemarles las máquinas de explotación minera y arrestar a sus mineros y comenzó a ayudarlos en el proceso de siembra de árboles. Una contribución que surgió luego de que William le contara el proyecto al general de la Brigada 27 de Mocoa. Pero, mientras se daban los primeros frutos, William siguió ideando estrategias para visibilizar el proyecto que lideraban los exmineros en la vereda y conseguir recursos para que estos cada vez se alejaran más de la minería. Así fue como en octubre del año pasado se creó Ficoamazonia, un festival de cine ambiental en Mocoa.
El festival, apoyado por las directivas del FICCI en Cartagena, tuvo una gran acogida en una región en la que casi no hay una cultura cinéfila. A la primera versión asistieron nada menos que 1.500 personas. El escenario fue el lugar ideal para proyectar otro de los productos con los que William busca visibilizar la situación de las familias mineras por tradición. El documental Paraíso oculto, producido por William y Natalia Caycedo Pava, en 2017, refleja la biodiversidad que hay en la selva y cómo esta se ha degradado por culpa de actividades como la minería. Otra de las cosas que William logró en el festival, gracias a una alianza con Natura, fue que los asistentes realizaran una sembratón para recuperar el bosque amazónico: plantaron 200 árboles de chontaduro, palma de azaí, inchi y sacha inchi. (Le podría interesar: Pescadores indígenas de la cuenca del río Caquetá registraron varias especies de peces amenazadas)
Y, aunque por motivos de logística, la siembra de estos árboles no se pudo hacer en el territorio que William compró para desarrollar la labor de la Asociación, el proceso de reforestación en ese terreno ya ha avanzado. Treinta de las 45 hectáreas que se propusieron reforestar están totalmente recuperadas. Un avance que ha quedado registrado en Fruits of Amazonia, su canal de YouTube, en donde comparten los eventos que han hecho para reunir recursos y la transición de todo el proceso que han realizado durante estos años las doce familias exmineras para recaudar recursos y mantener la iniciativa en pie. El objetivo es evitar que estos y otros pobladores de la región habitantes recaigan en la minería. Sin embargo, el impacto económico de la pandemia y la alza del precio del oro han obligado a algunas familias a retomar la actividad.
Los efectos de la pandemia
“Queremos que haya alguien que nos apoye, porque sembrar y sembrar árboles sin el apoyo económico es complicado. ¿Uno de qué come? Tiene que ir a raspar a la mina para comprar su panelita, para comprar su comidita”, dice Evangelista Castillo, uno de los exmineros de la vereda. La pandemia ha provocado efectos colaterales en la economía del país y los daños han repercutido en esta zona. En los últimos años, además de la agricultura, las artesanías y el turismo responsable se convirtieron en las principales actividades productivas de la región. Sin embargo, tras seis meses de confinamiento, muchas personas han tenido que retomar la minería.
¿La razón? El valor del oro se disparó. Una onza está avaluada en US$1.944,71 y, según los expertos, su precio se ha incrementado más del 27 % desde que empezó el año y pronto superará la barrera de los US$2.000 por onza. Un panorama que preocupa bastante a William. “Con la pandemia, ellos no pueden salir a trabajar. Están encerrados en sus fincas y sacando gramitos de oro para su sustento, que resulta rentable por el precio en que está. Mientras tanto, nuestro proyecto está varado”, asegura William, quien estaba en Bogotá cuando declararon la cuarentena nacional obligatoria por primera vez.
Mientras consigue un permiso para retornar a la vereda, William ha aprovechado su tiempo en Bogotá y vendió, por medio de domicilios, las pulpas de algunas frutas que traía, además de promover recetas que se pueden realizar con ellas. Confiesa que ha hablado con las comunidades para que sigan preservando el bosque, pero hace un llamado a las autoridades para que no abandonen estas iniciativas, sobre todo, en este tiempo en el que la economía los ha afectado tanto. Con su retorno a Putumayo, espera seguir con la segunda parte del proyecto, que consiste en una recuperación morfológica del terreno y ya tienen la retroexcavadora para hacerlo. (Podría leer: La comunidad que busca salvar al roble negro de la extinción)
Los otros proyectos que ha iniciado para apoyar su causa quedaron varados por el coronavirus, como la construcción de lagos para la producción piscícola y el cultivo de pirarucú, un vivero que ya está certificado por el ICA y será financiado mediante un proyecto del Fondo Europeo que ejecuta Corpoamazonia. Otro proyecto que quedó en el tintero fue el rodaje de También seremos árboles, el segundo documental con el que William y la Asociación seguirán contando cómo es la vida de las familias que han reemplazado la minería por el cultivo de frutos amazónicos y los beneficios que esto trae, porque de nada sirve lograr una transformación si no se involucran las comunidades enteras. La recuperación de los ecosistemas es un asunto colectivo.
El daño ambiental disfrazado de progreso ha hecho que la enorme riqueza de bosques, fauna y ecosistemas naturales que alberga el Putumayo esté en riesgo. La amenaza latente que pesa sobre los parques nacionales y muchos resguardos indígenas —que han sido protectores de este patrimonio— radica en la explotación de la frontera agropecuaria, las quemas, la deforestación o la extracción para minería. Actividades que, aunque han aportado en una pequeña parte al sustento económico de las familias de la región, contribuyeron a la destrucción de la biodiversidad del territorio. (Lea: Exploradores forestales: los guardianes del bosque en la Amazonia colombiana)
La minería extractiva de oro ha sido una de esas actividades que, desde el siglo XIX, ha contribuido al cambio de la cobertura vegetal de la región suramazónica. Para obtener un solo gramo de oro se requieren mil litros de agua por segundo. Eso sin contar con la cantidad de árboles que se deben talar o los litros de cianuro, mercurio y arsénico que se emplean en algunas ocasiones, químicos que secan la tierra y contaminan el agua de los ríos o quebradas. Se calcula que en Colombia se extraen y exportan cincuenta toneladas de oro anuales, de las cuales el 88 % es ilegal.
En la vereda San Pedro Guadalupe, del municipio de Puerto Guzmán, durante los últimos años se practicaba una minería de oro menos agresiva: la artesanal. Consistía en talar parte del bosque y se separaba y recogía el oro con máquinas retroexcavadoras y motobombas más pequeñas. En 2010, parte de la comunidad trabajó en la explotación de materiales de río y oro de aluvión, por medio de la empresa que fundó William Silva, un ingeniero bogotano que vio lo rentable que podía ser esa actividad. Silva llegó a la vereda como empleado de una empresa que estaba a cargo de la licitación de la vía Villa Garzón-Mocoa.
Durante el gobierno de Álvaro Uribe, entre 2007 y 2009, otorgaron concesiones por treinta años para adelantar trabajos de búsqueda y explotación de oro, platino, zinc, molibdeno, plata y otros metales en el corredor biológico del Alto Putumayo. Y así, con esos permisos, la empresa de William siguió en funcionamiento hasta que el Estado creó Putumayo Distrito Minero, un plan de licencias globales ambientales otorgadas para la expansión y explotación de cien pozos, y empezó a negar ese tipo de licencias al considerar ilegal la minería de tradición. Así se le abrió la puerta a la explotación de petróleo en el departamento y, con ella, a la destrucción del bosque tropical húmedo.
“A los pequeños mineros nos pidieron una serie de papeles, como registros, y los tramitamos. Pero, luego publicaron una ley en la que establecían que el pequeño minero debía trabajar con una pala y una barra, como se hacía hace un siglo”, cuenta William. Sin los documentos necesarios que certificaran que la empresa era legal, William decidió cerrarla. Muchas de las familias de las veredas se quedaron sin el sustento diario y, ante la necesidad, decidieron arriesgarse. Aquellos que no sabían desempeñarse en otra actividad decidieron seguir trabajando de manera ilegal; otros, en cambio, decidieron quemar la maquinaria. (Puede leer: Pescadores indígenas de la cuenca del río Caquetá registraron varias especies de peces amenazadas)
Paradójicamente, pese a la riqueza de los metales que hay en los pueblos mineros, según instituciones del Estado, los pueblos mineros son los peores sitios para vivir en Colombia. Su pobreza es del 74 % frente a aquellos que no realizan extracción minera. Y Puerto Guzmán no es la excepción. En busca de otras fuentes de ingreso y consciente del daño que hacía al ecosistema con la minería, en 2014 William cambió el rumbo a la vida de los pobladores que llevaban años viviendo de esta actividad: convenció a diez familias mineras para que se dedicaran a la agricultura. Ahora cultivan frutos amazónicos como la palma de azaí, el chontaduro, el inchi y el sacha inchi en los terrenos que deforestaban y erosionaban. Dejaron de desperdiciar toneladas de agua buscando oro de aluvión.
De la minería a la agricultura
Más de cuarenta personas, de esas diez familias, renunciaron a un negocio rentable y cambiaron su mentalidad. Querían resarcir el daño que habían provocado en el bosque amazónico por años con la extracción de oro. “Deforestamos mucho (…) Queríamos recuperar esas áreas degradadas y demostrarle al país que algunas veces no es cierto lo que dicen en los medios cuando aseguran que algunos ecosistemas tardan miles de años en recuperar su capa vegetal. Esta zona, que ya fue intervenida por la minería, fue recuperada hace cinco años. Ahora la repoblamos de frutos”, recuerda Gustavo Castillo, exminero de la vereda.
Para sembrar los frutos, William compró, en una primera etapa, 74 hectáreas. La idea era reforestar ese terreno por medio de un sistema agroforestal y constituir un bosque nativo de especies amazónicas, para luego comercializarlas. Los cultivos que plantó junto a la comunidad darán frutos dentro de tres años, por lo que muchas de esas familias han tenido que seguir en la minería. “En tres años y medio el negocio será rentable para todos, entonces le apostamos a una transición gradual: a medida que el proyecto fuera avanzando ellos iban alejándose de la minería a su ritmo”, confiesa Gustavo.
En 2015, para visibilizar la iniciativa, William fundó una comercializadora de frutos amazónicos en Estados Unidos (Fruits of Amazonia), con la cual pretendía venderlos en el exterior. Al comienzo les pedían llenar de tres a cuatro contenedores para poder exportar las frutas, una cantidad bastante ambiciosa. Como para ese entonces la producción no daba para completar ese pedido, empezaron a vender pulpas de fruta a otras regiones del país. En Bogotá, por ejemplo, hacen domicilios de pulpa de azaí y copoazú. Y, en 2019, formalizaron la Asociación de Exmineros de Tradición con Conciencia Ambiental, que reúne a las doce familias que hasta el momento han dado el salto.
Durante la reforestación también contaron con la ayuda del Ejército, que dejó de quemarles las máquinas de explotación minera y arrestar a sus mineros y comenzó a ayudarlos en el proceso de siembra de árboles. Una contribución que surgió luego de que William le contara el proyecto al general de la Brigada 27 de Mocoa. Pero, mientras se daban los primeros frutos, William siguió ideando estrategias para visibilizar el proyecto que lideraban los exmineros en la vereda y conseguir recursos para que estos cada vez se alejaran más de la minería. Así fue como en octubre del año pasado se creó Ficoamazonia, un festival de cine ambiental en Mocoa.
El festival, apoyado por las directivas del FICCI en Cartagena, tuvo una gran acogida en una región en la que casi no hay una cultura cinéfila. A la primera versión asistieron nada menos que 1.500 personas. El escenario fue el lugar ideal para proyectar otro de los productos con los que William busca visibilizar la situación de las familias mineras por tradición. El documental Paraíso oculto, producido por William y Natalia Caycedo Pava, en 2017, refleja la biodiversidad que hay en la selva y cómo esta se ha degradado por culpa de actividades como la minería. Otra de las cosas que William logró en el festival, gracias a una alianza con Natura, fue que los asistentes realizaran una sembratón para recuperar el bosque amazónico: plantaron 200 árboles de chontaduro, palma de azaí, inchi y sacha inchi. (Le podría interesar: Pescadores indígenas de la cuenca del río Caquetá registraron varias especies de peces amenazadas)
Y, aunque por motivos de logística, la siembra de estos árboles no se pudo hacer en el territorio que William compró para desarrollar la labor de la Asociación, el proceso de reforestación en ese terreno ya ha avanzado. Treinta de las 45 hectáreas que se propusieron reforestar están totalmente recuperadas. Un avance que ha quedado registrado en Fruits of Amazonia, su canal de YouTube, en donde comparten los eventos que han hecho para reunir recursos y la transición de todo el proceso que han realizado durante estos años las doce familias exmineras para recaudar recursos y mantener la iniciativa en pie. El objetivo es evitar que estos y otros pobladores de la región habitantes recaigan en la minería. Sin embargo, el impacto económico de la pandemia y la alza del precio del oro han obligado a algunas familias a retomar la actividad.
Los efectos de la pandemia
“Queremos que haya alguien que nos apoye, porque sembrar y sembrar árboles sin el apoyo económico es complicado. ¿Uno de qué come? Tiene que ir a raspar a la mina para comprar su panelita, para comprar su comidita”, dice Evangelista Castillo, uno de los exmineros de la vereda. La pandemia ha provocado efectos colaterales en la economía del país y los daños han repercutido en esta zona. En los últimos años, además de la agricultura, las artesanías y el turismo responsable se convirtieron en las principales actividades productivas de la región. Sin embargo, tras seis meses de confinamiento, muchas personas han tenido que retomar la minería.
¿La razón? El valor del oro se disparó. Una onza está avaluada en US$1.944,71 y, según los expertos, su precio se ha incrementado más del 27 % desde que empezó el año y pronto superará la barrera de los US$2.000 por onza. Un panorama que preocupa bastante a William. “Con la pandemia, ellos no pueden salir a trabajar. Están encerrados en sus fincas y sacando gramitos de oro para su sustento, que resulta rentable por el precio en que está. Mientras tanto, nuestro proyecto está varado”, asegura William, quien estaba en Bogotá cuando declararon la cuarentena nacional obligatoria por primera vez.
Mientras consigue un permiso para retornar a la vereda, William ha aprovechado su tiempo en Bogotá y vendió, por medio de domicilios, las pulpas de algunas frutas que traía, además de promover recetas que se pueden realizar con ellas. Confiesa que ha hablado con las comunidades para que sigan preservando el bosque, pero hace un llamado a las autoridades para que no abandonen estas iniciativas, sobre todo, en este tiempo en el que la economía los ha afectado tanto. Con su retorno a Putumayo, espera seguir con la segunda parte del proyecto, que consiste en una recuperación morfológica del terreno y ya tienen la retroexcavadora para hacerlo. (Podría leer: La comunidad que busca salvar al roble negro de la extinción)
Los otros proyectos que ha iniciado para apoyar su causa quedaron varados por el coronavirus, como la construcción de lagos para la producción piscícola y el cultivo de pirarucú, un vivero que ya está certificado por el ICA y será financiado mediante un proyecto del Fondo Europeo que ejecuta Corpoamazonia. Otro proyecto que quedó en el tintero fue el rodaje de También seremos árboles, el segundo documental con el que William y la Asociación seguirán contando cómo es la vida de las familias que han reemplazado la minería por el cultivo de frutos amazónicos y los beneficios que esto trae, porque de nada sirve lograr una transformación si no se involucran las comunidades enteras. La recuperación de los ecosistemas es un asunto colectivo.