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Encuentro de ecoaldeas: escuchando el Llamado de la Montaña

Crónica sobre un movimiento global en auge, que en Colombia cobra cada vez más fuerza, y puede ser pieza clave para el desarrollo de las ambiciosas políticas ambientales del actual gobierno.

Juan Carlos Rocha Pardo * / Especial para El Espectador
05 de febrero de 2023 - 02:00 a. m.
Personas de distintos lugares de Colombia y de países como Turquía, Francia, Italia, España e India, reunidos junto al fuego durante el Llamado de la Montaña, para aunar esfuerzos entorno al propósito común de habitar en armonía con la naturaleza.
Personas de distintos lugares de Colombia y de países como Turquía, Francia, Italia, España e India, reunidos junto al fuego durante el Llamado de la Montaña, para aunar esfuerzos entorno al propósito común de habitar en armonía con la naturaleza.
Foto: Cortesía de Juan Carlos Rocha
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Más de 120 personas provenientes de diferentes lugares de Colombia y el mundo emprendieron camino desde sus hogares hasta el Centro de Inspiración Solunagua, en la frontera entre los municipios de San Rafael y San Carlos, en el oriente antioqueño, para participar del Llamado de la Montaña, el encuentro de ecoaldeas y asentamientos sustentables de Colombia, que celebraba su edición número 16.

Las ecoaldeas son comunidades intencionales con propósitos ecológicos y comunitarios, conformadas en su mayoría por personas de la ciudad que migran al campo en busca de un estilo de vida más cercano a la naturaleza. Además de las ecoaldeas, existen otros asentamientos sustentables, como ecobarrios, propiedades colectivas, redes de vecinos y caravanas, entre otros. Si bien este no es un movimiento multitudinario, la Red Mundial de Ecoaldeas (GEN, por sus siglas en inglés) estima que existen 10 mil comunidades intencionales o afines en el mundo, siendo Colombia uno de los países pioneros en Latinoamérica. (Lea otra crónica de Juan Carlos Rocha sobre Ecoaldeas 2020).

Llegar hasta Solunagua no fue tan sencillo para la mayoría, que tuvo que recorrer cientos de kilómetros por tierra o aire, hasta llegar a una región bendecida con ríos de piedras redondas como huevos prehistóricos, como diría Gabo, que hasta hace algunos años era uno de los epicentros del conflicto armado, y poco a poco se ha convertido en un foco del turismo y de proyectos ambientales alternativos. Allí llegaron hace once años algunos de los fundadores de la primera ecoaldea de Colombia, Sasardí, luego de que tuvieran que abandonarla por la presión del conflicto en el golfo de Urabá. San Rafael los acogió en su propósito de reconstruir el sueño de llevar un estilo de vida en armonía con la naturaleza, donde fundaron la reserva Taibará, que hasta hace poco era potreros para ganadería, hoy convertida en un bosque exuberante en proceso de restauración.

Luego de varios años de preparación, en agosto de 2018 se empezó a construir el Centro de Inspiración para la Sustentabilidad y la Paz Solunagua, que tuvo un gran empujón al ser escogido como anfitrión del Llamado de la Montaña, recibiendo un presupuesto y el apoyo de CASA Colombia –Consejo de Asentamientos Sustentables de América Latina, nodo Colombia- para albergar este encuentro, que se realiza de forma itinerante por distintos proyectos del país, desde que en 2006 se encendió el fuego por primera vez, en la ecoaldea Pachamama, en el Eje Cafetero. “Es costumbre que el Llamado anterior deje una semilla al siguiente, para que pueda fortalecerse y avivar la llama que se ha encendido en distintos lugares del país” explica Beatriz Arjona, una de sus fundadoras.

“La construcción principal del Centro de Inspiración fue uno de los últimos trabajos con líneas rectas que hicieron los chicos” explica Claudio Madaune, de Solunagua, refiriéndose a una hermosa construcción en guadua, en forma de octágono, realizada por jóvenes de la región del colectivo Tacuara. Varios de ellos son ya la segunda generación de familias afines a los principios de las ecoaldeas, quienes después de aprender las herramientas básicas del trabajo con guadua en un curso del SENA, han explorado otras técnicas, en especial con ‘latas’ de guadua, que permiten dar todo tipo de formas a las estructuras. Estas técnicas, asociadas a la geometría sagrada y que imitan las formas de la naturaleza, se han vuelto mundialmente famosas por sus ejemplos en Bali, Indonesia y México, y ahora empiezan a cobrar fama en El Arenal, la vereda de San Rafael donde se han establecido varios proyectos alternativos. “Varios son jóvenes locales que de no ser por la guadua estarían mal empleados en las ciudades, y en cambio han recuperado el valor de la construcción con materiales naturales, que también están utilizando para adecuar sus propias casas” agrega Madaune.

De esta manera, personas de todas las edades llegaron a un centro en proceso de construcción, que ya contaba con la infraestructura para recibir a los aventureros, aunque en condiciones todavía básicas, donde se estableció una comunidad efímera en un campamento de cinco días, a 30 minutos de camino de la carretera más cercana, y sin señal telefónica ni de internet.

Aunque el Llamado usualmente se realiza en los primeros días del año, para aprovechar la época seca y de vacaciones, las lluvias acompañaron el evento de principio a fin, evidenciando las alteraciones del Cambio Climático, y la urgencia de tomar acción para enfrentar los cambios inevitables que ya se están viviendo en todo el planeta.

Luego del segundo día de actividades, y de una noche pasada por agua, que dejó a muchos con las carpas inundadas, la gripa que alguno traía empezó a expandirse hasta convertirse en un reto inesperado para esta comunidad temporal.

La resiliencia

El ritual de fuego con la abuela Rosenda, una mujer maya-quiché proveniente de Guatemala, visitante asidua de San Rafael, fue quizás la actividad más concurrida del Llamado. Participó el campamento en pleno, y varios vecinos que hacen parte de la comunidad alternativa establecida en los alrededores. Después de una introducción en español, la abuela empezó a ofrendar al fuego, en su lengua, mientras se guardaba silencio, algunos sentados, otros recostados en el suelo, por donde rondaban las hormigas. Luego de un rato de meditación profunda, mientras la abuela hablaba y ofrendaba plantas y cortezas, cuatro hombres de la comunidad empezaron a tocar un tambor de un metro de diámetro que ellos mismos habían elaborado durante los últimos meses, bajo la guía de la abuela. Era la primera vez que lo tocaban en un ritual tan concurrido. El tambor y los cantos fueron aumentando de vigor, progresivamente, despertando los sentidos y sacudiendo las emociones de los presentes, y luego regresaron a la quietud, para el cierre del ritual. La abuela contó que el fuego había dicho muchas cosas, entre ellas que la mayoría de corazones necesitaban alivio, porque estaban tristes.

Al día siguiente, para el desayuno, había pocas personas por ahí, y de repente la participación en las actividades empezó a disminuir notoriamente. Muchas se mudaron de sus carpas al segundo piso del Centro de Inspiración, donde había muchas colchonetas dispuestas en el suelo. Y así, por todo lado había personas con dolor de garganta y de cabeza, malestar general y fiebre: “me duelen hasta las uñas” describió una de las contagiadas.

La cocina tomó medidas radicales. Prepararon remedios naturales a todo dar, olladas de aguas con remolacha, jengibre, ajo, cebolla o miel, tanto para los enfermos como para fortalecer a quienes aún no se contagiaban, y caldos para quien lo necesitara. Entre los asistentes había también un par de médicos, quienes participaban por primera vez en el Llamado y se entregaron por completo a la emergencia, así como otras tantas personas con conocimientos en medicina alternativa, quienes traían sus agujas de acupuntura, moxa, preparados, plantas medicinales, sahumerios y artes, todas volcadas para la contención del virus que de repente se había esparcido sobre la comunidad, del que finalmente muy pocos escaparon. A pesar del alto índice de contagio, ningún paciente tuvo que recurrir al hospital, en gran medida gracias a la solidaridad y los conocimientos que afloraron ante la crisis, y poco a poco los primeros fueron recuperándose, demostrando que se trataba de un virus intenso pero pasajero, aunque a todos pegaba en distintas formas y niveles.

Las actividades continuaron. El fuego se mantuvo encendido durante los cinco días. Los niños, que entre locales y visitantes sumaban veinte, recorrieron el bosque, reconocieron a sus habitantes, los dibujaron, danzaron, ofrendaron y se convirtieron en guardianes de la naturaleza. También hubo un espacio para conocer las impresiones de niños y jóvenes en medio de poderosos procesos de educación alternativa en sus respectivos territorios; se realizó una feria de proyectos, un espacio para compartir exploraciones, tejer redes y aunar esfuerzos entorno al cuidado de la naturaleza; y una feria de trueque para intercambiar bienes, saberes y servicios sin mediación de dinero. El momento de la minga, la jornada de trabajo comunitario, se vio mermada, no solo por el virus, sino por la lluvia que siguió acompañando con firmeza. Con todo, un grupo se ocupó de abrir zanjas en una de las zonas de camping, y otro sembró más de una docena de árboles en uno de los pocos claros que quedan en la reserva.

En la noche de talentos la risa hizo su aporte a la terapia colectiva, así como la música y la danza en la declaración de los Derechos por la Madre Tierra, donde además muchos se comprometieron a utilizar baños secos para no contaminar el agua con sus excrementos; a sembrar cada vez más y con abonos orgánicos, para alimentar cuerpo y suelo; y a reconsiderar los hábitos de consumo, para que la palabra vaya cada vez más acompañada de acciones concretas y consecuentes. En la fiesta, bajo una noche despejada y de luna llena, tambores, guitarras, maracas y voces se conjugaron para avivar la fuerza de voluntad necesaria para asumir estos compromisos.

Además, las charlas y conversatorios sirvieron para planificar acciones desde lo local, con visión global, donde fue tema recurrente la necesidad de articularse con el gobierno nacional, para aportar lo recorrido al propósito común de convertir a Colombia en una potencia mundial de la vida. La experiencia de los miembros de CASA y su distribución geográfica por distintas regiones del país, pueden ser de gran ayuda para el fortalecimiento y creación de asentamientos sustentables, tanto en lo rural como lo urbano.

Un ejemplo de ello, entre tantos otros, fue el trabajo mancomunado entre la comunidad Inga Musu Runakuna de Mocoa y CASA Colombia, luego de la emergencia invernal de 2017, cuando se gestionaron recursos de un fondo internacional para la reconstrucción de la comunidad, implementados siguiendo los principios de la permacultura, un sistema de diseño consciente de paisajes que imita los patrones y las relaciones de la naturaleza, y utiliza técnicas, herramientas y métodos, tanto ancestrales como modernos, para satisfacer las necesidades a partir de los recursos disponibles en el territorio, garantizando la sustentabilidad y la permanencia para las generaciones futuras. Este proceso, que transformó la vida de varias familias, una de las cuales participó en el Llamado, desencadenó la reciente creación de un resguardo indígena reconocido por el gobierno nacional.

El último día, luego de la abundante cosecha de experiencias, se realizó la ceremonia de cierre, y la entrega del cirio y el cuarzo que han viajado por los distintos proyectos durante 16 años, al grupo proveniente de la Red Kunagua, una red de reservas ubicada en el municipio de Silvania, Cundinamarca, conformada por más de 30 familias que habitan en unas 80 hectáreas de bosque de niebla en restauración, donde se realizará el encuentro en el 2024.

Y así, luego de una experiencia intensa y vivificante, los asistentes emprendieron camino de vuelta a sus territorios, para continuar explorando otras formas de habitar la Tierra, conscientes de que no son los únicos que han emprendido estas particulares aventuras, falta mucho por caminar, y solo juntos y organizados serán capaces de superar los retos inesperados de estos tiempos turbulentos.

* Periodista independiente, fotógrafo, viajero y campesino, autor del libro de crónicas y fotografías Un error en el sistema (2015). Para más información sobre CASA, visite: www.redcasalatina.org

Por Juan Carlos Rocha Pardo * / Especial para El Espectador

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