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Los biólogos dicen, o decían, porque ahora tendrán que corregir, que los grandes bagres del Amazonas son depredadores especialistas. También decían, respaldados por la confianza en artículos científicos, que los bagres no comían más de 17 presas. Cuando Carlos Rodríguez les contaba eso a sus amigos indígenas y pescadores del bajo y medio río Caquetá estallaban en risa. “Son muchos más”, decían. “Cómo van a decir que son especializados si comen de todo”.
Se reían porque desde que son niños aprenden los detalles más pequeños sobre los grandes peces de cuero plateado y largas barbas que dominan los ríos y quebradones de la cuenca del río Amazonas. Los vericuetos por los que suben y bajan en travesías que sobrepasan los 4.000 kilómetros. Aprenden, de los abuelos y padres, a respetar a esos reyes del “mundo del agua”, pero también a dominarlos y vencerlos aunque alcancen el doble del tamaño de un hombre, aunque se conviertan en bestias que pesan más de 150 kilos. Saben elegir la carnada perfecta para sus líneas de anzuelos, tejer mallas, lanzar arpones al borde de chorros indomables para atraparlos. Aprenden a resistir las duras batallas para sacarlos del agua en las noches oscuras de la selva.
Carlos llegó por primera vez al río Mirití en 1983. Había terminado la carrera de biología en la Universidad de los Andes, pero su interés en la economía, la antropología y las discusiones sobre desarrollo local lo había arrastrado al Centro Interdisciplinario de Estudios sobre Desarrollo, de esa misma universidad, para completar una maestría. Se enteró, a punto de graduarse, de que la antropóloga Elizabeth Reichel y su esposo, Martín von Hildebrand, buscaban a alguien para desarrollar una investigación en el Amazonas.
“Llegó Carlos. Flaco. ¿Y esto? Parecía flotar. Bastante tímido. Reservado. Se metió en el componente económico del proyecto. Se metió a La Pedrera a ver la pesca”, recuerda Martín, hoy director de la Fundación Gaia Amazonas.
Carlos tenía la misión de entender la economía regional. Y en esa ecuación, la pesca de los grandes bagres, que llegaba a más de 150 toneladas al año en la zona de influencia de La Pedrera, era la pieza fundamental. Su sencillez lo conectó con los pescadores. Y entre ellos, con Luis Ángel Trujillo.
“Donde está Luis Ángel siempre se está conversando. Como es tan inquieto y curioso, y tiene tanta formación con los biólogos y antropólogos que han pasado por el Amazonas, se interesó en la investigación”, relata Carlos.
Luis Ángel, hoy con una barba de patriarca bíblico, nació en La Pedrera, a orillas del río Caquetá. Su papá fue un suboficial del Ejército que se hizo colono. Vivían en una pequeña finca de la que más tarde los iba a desplazar las Farc. Cuando era adolescente, el primero que le pidió ser asistente y guía por la enrevesada selva fue Martín von Hildebrand, que dirigía la estación antropológica de La Pedrera. Más tarde acompañó a dos japoneses, Katsuhiko Hori, un biólogo y entomólogo obsesionado con los cucarrones y las mariposas, y Norio Yamamoto, botánico en busca de los lejanos parientes del ají. Luego acompañó al antropólogo francés François Bourge y al médico colombiano de ascendencia judía Isaac Sapoznikow.
Pero de peces era lo que más sabía: “Uno nunca se olvida del primer lechero que pesca. Eso es como cuando hace el amor la primera vez. Es inolvidable. Haya sido bonito o feo. Yo tenía 11 años”.
Andaba entre La Pedrera y Araracuara, por los raudales del Quinché: “Imagínese usted que estaba con el finado Julián Gil Torres, el protagonista del escrito de Germán Castro Caicedo Perdido en el Amazonas, que era familiar de mi papá. Ambos eran suboficiales. Y otro personaje que reseña el libro, Santiago Pájaros, cartagenero, expenado de la colonia penal de Araracuara. Iban un indígena carijona y su esposa. Pajarito me prestó una cuerda. Me dijo: ‘Cabecipiedra —que era mi apodo—, esta noche va a poner una cuerda a ver si coge un lechero’. Le puse la carnada. Me acuerdo tanto que era una palometa. Enterramos la vara entre las piedras y al otro día amaneció tremendo bagre como de 120 kilos. Esa es la primera historia del lechero que yo cogí”.
Carlos notó que Luis Ángel y los otros pescadores consignaban en pequeñas libretas la cantidad de pescado y gasolina de cada jornada. Les pidió entonces que también anotaran las especies, el lugar de la pesca, los tamaños. Después de tres años tenía más datos que cualquier investigador en el tema y viajó a Holanda siguiendo a su esposa, la antropóloga María Clara van der Hammen. Toda la información que recopiló con los pescadores se convirtió en una tesis de doctorado en la Universidad de Ámsterdam: Bagres, malleros y cuerderos en el bajo río Caquetá. Y más tarde otra publicación: Arponeros de la trampa del sol.
Pero aquellas conversaciones con su amigo Luis Ángel y los indígenas sobre los grandes bagres persistían en su memoria. Así fue que al regresar a Colombia y volver al trabajo con comunidades indígenas en el Amazonas le propuso a Luis Ángel, hace ya casi 20 años, emprender otra investigación: qué comen los bagres. Saldarían de una vez por todas la disputa con los biólogos. Seguirían el mismo método que usaban los ictiólogos: estudiar el contenido estomacal.
Para entonces, Luis Ángel se había asentado en la boca del quebradón Metá, afluente del río Caquetá, en límites del Resguardo Indígena Mirití. Con paciencia y constancia, Luis Ángel fue tomando nota y reconstruyendo el menú de los siete grandes bagres del Amazonas: del piraiba o lechero (Brachyplatystoma flilamentosum), el dorado o plateado (Brachyplatystoma rousseauxxi), el pejenegro (Zungaro zungaro), el guacamayo (Phractocephalus hemioliopterus), el pintadillo rayado (Pseudoplatystoma fasciatum), el pintadillo tigre (Pseudoplatystoma tigrinum) y el pejeleño (Sorubimichthys planiceps).
No era una simple enumeración de presas de los siete bagres. En relatos, unos más largos que otros, Luis Ángel fue describiendo todo lo que había aprendido a lo largo de 50 años en el río Apaporis, el río Mirití y sus afluentes, el Caquetá, el Cahuinarí, el Bernardo, y los quebradones grandes como el Sol, el Metá y el Quinché. Describió los cascajales, pedregales y rebalses. Las épocas hidrológicas y los tiempos de friaje o lukamá, como les dicen los yucunas a las heladas. Describió los tiempos de desove. Las especies que el paraiba persigue, las que atrapa esperando, las que consume de noche y las que pesca de día. La turbiedad de las aguas en que ocurren esas persecuciones. Las carnadas.
“Los lecheros no anidan. En el tiempo en que salen todos los pescados a poner, ellos también sueltan los huevos , y esos huevos que ellos sueltan, como el río trae tanto barro, ese barro se le pega a los huevitos y se van río abajo. No se quedan asentados como los huevos de otros peces… y así no se los pueden comer las sardinas u otros pescados pequeños…”.
Párrafo a párrafo, Luis Ángel fue desplegando toda su sofisticación sobre peces y la relación con el bosque. Los tamaños de cada uno. Dónde se esconden y refugian. Qué lados del río transitan y cuáles no. Sus territorios. Su comportamiento en verano y en invierno. Los sabores y los olores. Si andan en manadas de 50 o de 100 o son especies solitarias. Los colores de sus cuerpos y las manchitas distintivas.
De derecha a izquierda, los ganadores del Premio Alejandro Ángel Escobar: Confucio Hernández, Carlos Rodríguez y Luis Ángel Trujillo. /Mauricio Alvarado, El Espectador
De las presas del bagre, la curvinata se amaña más en la bocana de los quebradones. A la dorada plateada le gusta estar donde hay gamitana. La omima colirroja no desova en la orilla del río, como las otras omimas, sino en la orilla de los quebradones cuando empiezan las lluvias finales de febrero. Y la omima gavilán es la única que vive en remansos de las playas. El pacusito gancho rojo es buena carnada porque es muy huesudo y tiene poca carne; le dicen así porque la aleta anal es roja y termina en punta, como en arco, como si fuera un gancho. Luis Ángel anotó las pepas que comen unos y otros: de carguero, siringa, guayabillo, guama de charapa, juansoquillo, anón de charapa, cogollo de guayabilla, güeva de mico bebeleche, que es más un bejuco...
Los resultados, que Carlos iba presentando en charlas, conferencias y congresos internacionales de ictiología a lo largo de estos 20 años, “aunque emocionaban al público” le demostraron que “hacía falta enviar un mensaje más contundente sobre la sofisticación de los saberes locales, con el fin de aplazar cierta incredulidad típica de la academia”.
Entonces recurrió al mismo método que usaron José Celestino Mutis en la Expedición Botánica, Alexander von Humboldt en su periplo por América y todos los científicos que necesitan demostrar algo que otros no quieren ver o aceptar: imágenes. Ahí entró en la investigación Confucio Hernández Makuritofe, nieto de Vicente Makuritofe, un gran conocedor uitoto con el que Carlos había trabajado durante muchos años. Confucio estudió biología en la U. Nacional y ha cultivado el dibujo. Su tarea era convertir en ilustraciones el conocimiento de Luis Ángel y de sus parientes, y sus propios recuerdos de pesca cuando era niño.
“Eso fue una gran bendición”, dice Luis Ángel. “Las cosas que tienen que suceder en la vida. Mire, es que se juntó la parte cotidiana de la vivencia dentro de la pesca, toda la investigación científica de Carlos, y luego llega Confucio, que también es de la región y es un gran ilustrador. Yo comenzaba a relatar la actividad y, como Confucio es de allá, inmediatamente se situaba y retrataba lo que le describía”.
Un libro condensa ese minucioso esfuerzo: Piraiba. Ecología ilustrada del gran bagre del Amazonas, y acaba de recibir el Premio Alejandro Ángel Escobar en la categoría ambiental. El mayor reconocimiento en ciencias en Colombia. Luis Ángel, Confucio y Carlos están felices. Por fin lograron derrotar el escepticismo académico y demostrar la sofisticación científica del conocimiento tradicional y local.
“La ecología tropical es muy sofisticada, es muy compleja”, reflexiona Carlos. “Necesitamos recategorizar. Después de esto nadie dirá que el bagre es especialista, es carroñero, oportunista, generalista. Eso fue lo que hizo Luis Ángel de manera muy juiciosa. En esta investigación demostramos que comen al menos 63 presas naturales y 92 presas, si se incluyen las carnadas”.
Luis Ángel, que ya prepara su viaje a Bogotá para recibir el premio, cuenta que lo tomó por sorpresa: “Lo primero fue la sorpresa. Luego una emoción infinita. Ahora con cabeza fría, también con mucho pesar, me conmueve pensar que hay tanto conocimiento que lastimosamente no tiene el apoyo para que se pueda recuperar y guardar para las futuras generaciones. Conocimiento que tal vez mañana no esté”.