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La dependencia continua de los combustibles fósiles daña nuestra salud y eleva las temperaturas globales a niveles récord. La combinación de calamidades climáticas de los últimos años (fenómenos meteorológicos extremos, inseguridad alimentaria, escasez de agua y empeoramiento de la contaminación atmosférica) es consecuencia directa de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI). Pero puede que los perjuicios que experimentamos hoy solo sean un anticipo de las catástrofes que nos esperan.
Esta es la conclusión principal del último informe Lancet Countdown sobre la relación entre cambio climático y salud, elaborado por un grupo de destacados climatólogos y sanitaristas (del que he sido directora). Pero no hay duda de que este hallazgo aciago no sorprenderá a los millones de personas que sufren problemas de salud relacionados con el clima ni a sus seres queridos. Esta crisis nos afecta en forma directa o indirecta a casi todos, sin importar dónde vivamos.
Con el agravamiento del cambio climático, sus efectos sobre la salud física y mental de las personas dejan de ser hipotéticos. Nuestra investigación revela que la mayor frecuencia de olas de calor y sequías de los últimos años aumentó en 127 millones la cantidad de personas afectadas de inseguridad alimentaria moderada o grave en 2021 en comparación con el período 1981‑2010. En tanto, la contaminación del aire fuera de los hogares derivada del uso de combustibles contaminantes se cobra 1,9 millones de vidas al año; y enfermedades infecciosas como el dengue se están extendiendo a nuevas regiones.
Sin embargo, a pesar de 27 años de negociaciones sobre el cambio climático, la dirigencia internacional sigue negándose a reconocer la necesidad urgente de abandonar los combustibles fósiles. A pesar de pruebas contundentes de que su uso es el principal motor de la crisis sanitaria actual, el proyecto de declaración sobre cambio climático y salud que se publicará durante la próxima Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP28) en Dubái omite cualquier referencia al tema.
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El mundo va en la dirección equivocada: muchos países y empresas han comenzado a revertir sus compromisos climáticos. Al ritmo actual de emisiones de GEI, nos dirigimos a un aumento de la temperatura global de casi 3 °C para 2100, muy por encima del objetivo de 1,5 °C establecido por el Acuerdo de París (2015).
Las consecuencias pueden ser catastróficas. Se calcula que incluso con un aumento promedio de la temperatura mundial ligeramente inferior a 2 °C, la cifra anual de muertes relacionadas con el calor aumentará un 370 % a mediados de siglo. Los grupos más vulnerables (ancianos y niños) ahora están expuestos al doble de días de olas de calor que hace 30 años. Y el aumento de frecuencia de esas olas puede incrementar en unos 525 millones la cantidad de personas afectadas de inseguridad alimentaria moderada o grave a mediados de siglo.
Además de estos efectos directos, la crisis climática atenta contra el bienestar individual y deteriora las condiciones socioeconómicas necesarias para la salud de la población. En 2022, las olas de calor extremas provocaron una pérdida de 490 000 millones de horas de trabajo en todo el mundo. Incluso si conseguimos limitar el calentamiento global a poco menos de 2 °C, se calcula que las pérdidas laborales relacionadas con el calor aumentarán un 50 %.
Hay que recalcar que la distribución de estos efectos no es uniforme. Es común que la peor parte de los riesgos sanitarios relacionados con el clima se la lleven las regiones que menos han contribuido al cambio climático (África, América del Sur y Central, Asia y los pequeños estados insulares en desarrollo).
Por la urgencia de la amenaza que enfrentamos, el ritmo actual de los esfuerzos mundiales para reducir las emisiones es insuficiente y está muy lejos de los objetivos del Acuerdo de París. En 2022, las emisiones derivadas de la producción de energía alcanzaron un máximo histórico, mientras que las fuentes renovables todavía no superan el 9,5 % de la generación mundial de electricidad. Hogares de todo el mundo siguen dependiendo de combustibles contaminantes. Esto incluye el 92 % de la energía que consumen las familias de los países más vulnerables al cambio climático, obligadas a respirar un aire tóxico dentro de sus propias casas.
Las autoridades querrían encarar la crisis en forma gradual, pero resolver un problema a la vez o centrarse únicamente en las medidas de adaptación es insuficiente. Sin una reducción significativa de las emisiones, cualquier adaptación será inútil. El único modo de resolver la crisis de salud provocada por el cambio climático es abandonar lo antes posible los combustibles fósiles. Con un énfasis en políticas climáticas que mejoren la salud y el bienestar públicos, los gobiernos podrían evitar muertes prematuras, aumentar la resiliencia de la población y la fuerza de la mano de obra y apuntalar las economías nacionales.
¿Cómo lograrlo? Nuestro informe esboza 11 medidas concretas en cinco áreas prioritarias. En primer lugar, para que los riesgos climáticos no superen la capacidad de adaptación de los sistemas sanitarios, tenemos que reducir las emisiones de GEI según lo estipulado en el Acuerdo de París. Esto requiere de un esfuerzo concertado para la eliminación gradual de los combustibles fósiles a través de una transición energética justa que mitigue los efectos sanitarios de la contaminación atmosférica y amplíe el acceso a fuentes de energía limpias y renovables, sobre todo en las regiones más desfavorecidas que aún padecen pobreza energética.
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Al mismo tiempo, tenemos que acelerar los esfuerzos de adaptación, para proteger a las comunidades que ya sufren las consecuencias sanitarias del cambio climático, mediante una mayor cooperación entre el sector sanitario, las organizaciones ambientalistas y los servicios meteorológicos. Y hay que eliminar cualquier subsidio, préstamo o inversión destinados a los combustibles fósiles, para darle margen a la financiación de la acción climática y a la asignación de recursos a los esfuerzos de adaptación en los países vulnerables.
Esta transición la tiene que liderar el sector sanitario. Para que los sistemas de salud puedan protegernos frente a las crecientes disrupciones climáticas, es crucial reforzar la adaptación sanitaria. En particular, tenemos que aplicar medidas de salud pública tendientes a reducir la contaminación atmosférica, promover dietas más sanas y bajas en carbono, fomentar estilos de vida activos y hacer cumplir las regulaciones relacionadas con las industrias contaminantes. Y como el sector salud en sí mismo representa el 4,6 % de la emisión mundial de GEI e influye en aproximadamente el 11 % de la economía mundial, podría tener un importante papel directo en la descarbonización global.
La COP28 pondrá a prueba el compromiso de la dirigencia internacional con dar respuesta a esta crisis. Dar a la cuestión sanitaria la importancia que merece puede catalizar un abandono veloz y permanente de los combustibles fósiles y facilitar los esfuerzos de adaptación. Si eso no ocurre, la conferencia no será más que una ocasión para hacer declaraciones vanas en relación con los problemas de salud y validar la inacción colectiva. Las muertes relacionadas con el clima seguirán aumentando, y un futuro vivible será un objetivo cada vez más lejano.
* Directora ejecutiva del proyecto Lancet Countdown, es una investigadora de la relación entre cambio climático y salud en el University College de Londres.
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