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Tony La Viña pestañea cuando le pregunto por el mundo en que vivirán sus hijos. Veterano negociador de 17 de las 20 cumbres globales sobre cambio climático, Tony sabe que a su nativa Filipinas se le acaba el tiempo: que tifones como El Látigo, que barrió el archipiélago hace escasos días, volverán con más saña y frecuencia; que es probable que Camiguin, su isla favorita, se hunda antes de fin de siglo, junto con retazos de Cartagena y Santa Marta; y que nos une esto de vivir en unos de los países más vulnerables al calentamiento global, donde no hay más tiempo que perder que el instante de un pestañeo de duda.
La urgencia se advierte en el paso de los miles de delegados a esta torre de babel climática, que circulan sin orden ni concierto aparente, en una danza diplomática impenetrable para los no iniciados. Entre una nube de fotógrafos, pasa Ollanta Humala, camino al panel con los presidentes de Colombia, México y Chile. A contrapelo de sus flacas políticas ambientales domésticas, hacen anuncios loables de contribución al Fondo Verde, que financiará programas de mitigación y adaptación al cambio climático alrededor del mundo. Sigue de largo Evo Morales, entre otro enjambre de flashes, a dar un discurso crispado que denuncia certeramente a los países ricos, pero olvida convenientemente la culpa que les cabe a los países como los nuestros, productores de gas, carbón o petróleo. Se anuncia el arribo de John Kerry, armado del reciente acuerdo de reducción de emisiones con China y dispuesto a jugarse los últimos restos de su gobierno para compensar en algo la responsabilidad inexcusable de EE.UU. en la demora de dos décadas para lograr un pacto global que funcione.
- Dos grados y seis extinciones
Con la misma esperanza llegó el filipino La Viña, a liderar un bloque de países vulnerables, con el argumento inapelable del último tifón, y el recuerdo aún fresco del discurso de su compatriota Naderev Saño ante la plenaria de la cumbre climática de Varsovia el año pasado, llorando por las más de 6.000 víctimas del tifón Haiyan. Pero Tony sabe que el acuerdo que se cocina a las volandas aquí para ser servido en París en 2015, es demasiado poco, y llega demasiado tarde, para evitar dos cifras críticas: dos grados y seis extinciones.
Los dos grados centígrados son los de calentamiento del planeta, en comparación con la temperatura a comienzos de la era industrial, que los científicos y la comunidad internacional se habían fijado como límite tolerable en la cumbre de Copenhague en 2009. La sexta extinción es la de miles de especies por causa del cambio climático, la de los corales que se están convirtiendo en esponjas inertes por la acidificación de los océanos, o los anfibios que sucumben alrededor del globo. Sería el primer cataclismo provocado por una especie viviente, comparable al del meteorito que generó la quinta extinción y liquidó la era de los dinosaurios. De conseguirlo, nuestra especie le daría definitivamente el nombre a la presente era, el antropoceno, como lo escribió Elizabeth Colbert en ese librazo que es “La sexta extinción”.
- Adictos al carbono
Los últimos informes del Grupo Intergubernamental sobre Cambio Climático muestran que, a menos que se logren reducciones radicales en las emisiones de carbono en el corto plazo, la humanidad va a pasar de largo esos umbrales en las próximas décadas, probablemente en la segunda mitad del siglo.
Son esos recortes drásticos los que, ahora está claro, no van a resultar de las negociaciones de Lima y París. Aunque son un avance notable, las reducciones prometidas por Estados Unidos y China —a las que se suman las que deberían anunciar en los próximos meses los otros 194 países que hacen parte de las negociaciones— estarán lejos de las recomendadas por los científicos.
Como toda adicción, la humana en relación con los combustibles fósiles precisaría medidas que están a la mano, pero que gobiernos, empresas y ciudadanos nos negamos a tomar. Habría que dejar bajo la tierra, en lugar de quemar, buena parte del petróleo y el carbón al que le apuestan erróneamente su futuro muchos países, y que alimenta el lobby contra el cambio climático de las empresas minero-energéticas. Ayudaría dejar de invertir en esas empresas, como lo han hecho los Rockefeller o la Universidad de Stanford, apremiados por el movimiento estudiantil y organizaciones como 350.org. Sería urgente incentivar energías limpias, como lo hace Alemania o Uruguay, y lo comienzan a hacer ciudades y empresas pioneras. Habría que acelerar los buenos programas contra la deforestación y de titulación de tierras a los pueblos indígenas que la mitigan, como los que vienen financiando gobiernos como Noruega.
- El acuerdo posible
Todo eso sería facilitado por un pacto global como el que, en definitiva, no saldrá de esta cumbre: uno que impusiera obligaciones estrictas de reducción de emisiones a todos los países, en proporción a su nivel de desarrollo y contribución a la contaminación, como lo pidieron las miles de personas que marcharon el miércoles por las calles de Lima, o las que lo hicieron en Nueva York durante la asamblea general de la ONU en septiembre.
Pero ese acuerdo es inviable, por razones buenas y malas. La buena es que los tratados ya no pueden ser un consenso de países poderosos, por la sencilla razón de que Estados Unidos y Europa ya no tienen el poder de imponer un acuerdo a su medida al resto del mundo. Mucho menos en un asunto como el cambio climático, que no conoce fronteras nacionales y no se puede resolver sin el concurso de las nuevas potencias, como China, India y Brasil, que compiten con los viejos poderes no sólo en crecimiento económico, sino en emisiones de carbono. De ahí la cacofonía de la cumbre y el caos palpable de las negociaciones, que precisan el consenso de los 196 países.
Las malas razones son las ya conocidas: el lobby de las industrias que viven del calentamiento global, y de los países ídem, como Venezuela o Arabia Saudita; la captura del Congreso de EE.UU., que tendría que aprobar el tratado, por parte del lobby energético representado por el partido republicano; las contradicciones de países como los andinos, que tienen una buena propuesta y un mejor equipo negociador, pero cuidan sus finanzas dependientes de las industrias extractivas.
Por eso el acuerdo que avanza es más un mosaico multicolor que un tratado clásico de una sola pieza. En lugar de casarse con un nivel de reducción de emisiones fijado por el mismo tratado, cada país se compromete a anunciar públicamente sus propias metas, que serían luego monitoreadas por la comunidad internacional. Es lo que los juristas llaman “derecho blando”: normas voluntarias cuyo desacato no genera sanciones de un tribunal internacional, sino que se convierten en puntos de referencia para que la ciudadanía, los medios y los demás países exijan su cumplimiento.
- La siguiente generación
Es fácil irse de Lima con la sensación de fracaso. Le digo a La Viña que un puñado de normas blandas parece muy poco frente al prospecto calamitoso del cambio climático. Pero él, optimista irredimible que ha sobrevivido a dos décadas de negociaciones fracasadas, me recuerda que nunca antes todos los gobiernos se habían comprometido a proponer y publicar metas precisas de recorte de emisiones. Y que cuando lo hagan, la iniciativa deja de estar sólo en los Estados, para pasar a las alcaldías, las organizaciones sociales, las empresas, los medios y los ciudadanos, que pueden ejercer presión para que se cumplan, e incluso impulsar proyectos propios que contribuyan a ellas.
Tiene razón: hay esperanza y mucho por hacer. Pero mientras nos despedimos, se me ocurre lo que yo haría si tuviera hijos y me preguntaran sobre el mundo que les espera cuando tuvieran mi edad. Seguiría el ejemplo Ralph Keeling, el científico líder mundial en mediciones de carbono en la atmósfera. “Cuando voy a pasear con mis hijos”, dijo Keeling, “les recuerdo que las cosas que ven podrían extinguirse cuando ellos crezcan. Les digo que disfruten estos bosques antes de que desaparezcan… Que noten y aprecien lo que tenemos, y le digan adiós”.
* Cofundador de Dejusticia y columnista de El Espectador. @CesaRodriGaravi