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Neidy Clavijo los volvió a ver hace once años. El lunes 26 de noviembre de 2006, en una feria campesina de Turmequé, en Boyacá, expuestos en la mesa de un campesino. Estaban coloridos y llenos de hendiduras, tal como los recordaba de su infancia en Ecuador. Tres tubérculos andinos: las ibias, los cubios y las rubas, que su familia saboreaba diariamente y que, al igual que en su país, están dejando de existir.
Se sorprendió al verlos en Colombia, un país al que llegó hace más de una década, después de que la crisis política de Ecuador la dejara sin empleo. Se exilió de su ciudad, Riobamba, ubicada en la provincia de Chimborazo, una de las regiones con mayor población indígena de su país, dejando allí el mercado campesino de los sábados, el carihucho que preparaban en casa con papas, tubérculos y raíces revueltos con queso y ají. La imagen de las ibias en las terrazas, que la gente asoleaba para que cogieran un sabor dulzón y así comerlas con leche. Y el lamento de los campesinos e indígenas de la región porque “la juventud de hoy en el campo es de leche y de migración”.
El problema de que los jóvenes no querían vivir en el campo o que preferían vacas en vez de cultivos empezó a extinguir las semillas que Clavijo conoció de pequeña. Por eso estudió ingeniería agronómica, acumuló títulos en agricultura ecológica y desarrollo rural y rastreó desde su trabajo en el Centro Internacional de la Papa (CIP) el origen de las ibias, de los cubios y de las rubas. Sólo las encontró en Ecuador y en Perú.
Tenía la certeza de que los tubérculos andinos iban a desaparecer en cuestión de años, de que sus notas de campo servirían sólo como archivos históricos y de que en Colombia nunca las iba a encontrar.
Eso pensó hasta que en su primer trabajo como extranjera, dentro del Consorcio Andino, conoció la provincia de Márquez, en el centro de Boyacá. Iba en busca de emprendimientos para agricultores y encontró en esa región una copia de su ciudad natal. Fría, clavada en la alta montaña, con incidencia indígena y población campesina que sembraba esas tres semillas consideradas marginadas por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) desde los años noventa.
Allí, la ibia, el cubio y la ruba encaraban los mismos problemas. No los compraban en los mercados y los niños les hacían mala cara al verlos en sus platos de comida. Los jóvenes agricultores ya no los sembraban y sus semillas pronto desaparecerían.
Clavijo decidió evitarlo. Tocó puertas en diferentes instituciones nacionales, pero no hubo posibilidad. El interés científico y comercial del país está concentrado en la papa. Es comprensible: el consumo de papa al año es de 73 kilogramos por persona, mientras que el de tubérculos andinos sólo alcanza los 4 kilogramos anualmente.
Así que entró como investigadora en la Universidad Javeriana y los analizó por su cuenta. Fue a Turmequé y al municipio vecino de Ventaquemada una vez al mes, recogió apuntes, hizo amistades y palpó las semillas existentes, los microcultivos donde los conservaban y los lamentos de sus agricultores.
Con su insistencia logró convencer al director de la Corporación PBA Santiago Perry para que le diera un presupuesto de investigación: $200 millones para conocer a fondo cómo sembraban los campesinos en ambos municipios, para crear bancos de semilla donde pudieran conservar los tubérculos existentes y hacer talleres de cocina para enseñarles nuevas recetas a 45 familias de la región.
El resultado fue un libro que Clavijo le dedicó a su padre: “Hasta volver a encontrarnos mañana”, escribió, porque él le había enseñado a preferir los frutos del campo en vez de los alimentos procesados, y a ver en ellos, desde su tradición campesina e indígena, otros usos, como el medicinal. Los cubios son buenos para bajar el ácido úrico y el colesterol, para los problemas de próstata. Las ibias son útiles para subir el azúcar. Y las rubas curan las úlceras y las quemaduras.
Remedios que los boyacenses también conocían y que Clavijo comentó con ellos en las jornadas posteriores a su investigación. Siguieron reuniéndose para compartir en complicidad lo que sabían del campo y para idear una alternativa de conservación.
Fue así como las 45 familias decidieron organizarse, con la ayuda de Clavijo. Formaron en 2010 la Asociación Innovadora de Tubérculos Andinos de Boyacá (Aitab), con un propósito: vender durante las festividades piquete campesino boyacense, un producto innovador hecho con ibia, cubio y ruba, en el mercado local.
"Son cultivos sanos, patrimonio de nuestros ancianos, símbolo de nuestra cultura y la base de nuestra alimentación pero que tienen riesgo de quedar en el olvido”, Melciádes Muñoz, pequeño agricultor de Turmequé.
Un negocio que, en palabras de la lideresa de Aitab Graciela Orjuela, “se convirtió en un alivio para la pobreza de los campesinos”. Aunque las ventajas de los tubérculos andinos son más. Sus nutrientes contienen 1,7 % de proteínas y una carga de carbohidratos “ligeramente inferiores”, en comparación con otros tubérculos, según la FAO.
Por esa razón, explica la investigadora de Corpoica, Olga Pérez, “son básicos para la seguridad alimentaria, gracias a los nutrientes, vitaminas y antioxidantes que no hemos sabido utilizar a nivel nacional”.
Las ibias, los cubios y las rubas podrían reducir el hambre y la malnutrición en el país, que para el año 2010 era de 49 % en zonas urbanas y 54 % en las rurales, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Situación Nutricional (Ensin).
Esa suma de aportes es la prueba de que los tres tubérculos merecen más tiempo de vida. Ya lo sabía Clavijo cuando salió de Ecuador con su recuerdo, después de que tumbaran tres presidentes en menos de un año y que viera por última vez a las ibias al sol en la terraza de su abuela, antes de que ella muriera.
Lo sabía cuando los buscaba sin querer en otras tierras. En Cauca, Cundinamarca, Nariño y Boyacá, y encontrara en este último lo que las crónicas de Indias llamaban el tesoro perdido de los incas de su país.