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La promesa incumplida a los emberas katíos del Alto Andágueda

A finales de 2014 un histórico fallo le devolvió 50 mil hectáreas de tierra a esta comunidad del Chocó, desplazada por la violencia y la bonanza de oro. Un año después, la población siente que no hay garantías para retornar. Reclaman más atención en salud y servicios básicos.

Karen Tatiana Pardo
04 de enero de 2016 - 03:38 a. m.
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Imagine un lugar que ha sido abatido durante años por la cruda guerra de nuestro país, apartado y escondido entre la rica selva chocoana, donde poderosas empresas se pelean el control de las minas de oro, con presencia de grupos al margen de la ley y donde el Estado siempre ha sido un organismo ausente. Tratar de llegar ahí significa una travesía de hasta tres días caminando desde el corregimiento de Santa Cecilia, en Risaralda.

Ese es el resguardo Tahami del Alto Andágueda, ubicado en el municipio de Bagadó, en el Chocó. Organizado en 33 comunidades en las que habitan más de 1.500 familias y alrededor de 7.200 indígenas. Una tierra que durante muchos años ha sido testigo de bombardeos aéreos, confinamientos, despojos, amenazas, torturas y asesinatos.

Esta población sigue reclamando la atención del Gobierno, pues hace un año, en un fallo histórico, el Tribunal Superior de Antioquia ordenó devolverles 50.000 hectáreas de su territorio (un poco más del 50 % del municipio de Bagadó). La sentencia reconoce, por primera vez, los derechos territoriales de los pueblos indígenas y les ordena a varias entidades públicas cumplir con órdenes que, a la fecha, no han avanzado como deberían.

La falta de articulación entre entidades locales y nacionales, la escasez de recursos, el clima inclemente, los complejos procesos de concertación con las autoridades indígenas y los problemas de orden público han impedido que los desplazados retornen a su hogar de manera digna y segura. Muchos, por una fiebre del oro que estalló hace cerca de diez años, tuvieron que desplazarse a centros urbanos, lo que ocasionó un proceso de desarraigo cultural y espiritual y la adquisición de nuevas prácticas de mendicidad, prostitución y drogadicción que, al regresar, empezaron a quebrar el tejido social de la comunidad.

El número de desplazados, según el registro que tiene la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), es de 746 indígenas emberas katíos distribuidos entre Andes (203), Bogotá (257), Medellín (246), Ibagué (17), Pereira (10) y Armenia (13).

Según el contralor delegado para el sector agropecuario, Andrés Bernal, “existe un alto grado de incumplimiento institucional respecto a las órdenes de la sentencia, especialmente en temas de urgente necesidad como salud y saneamiento básico”.

Por ejemplo, se le ordenó al Ministerio de Salud en coordinación con la Gobernación del Chocó, la Secretaría de Salud del Chocó, la Alcaldía de Bagadó, la EPS Barrios Unidos y los cabildos gobernadores de las tres zonas que conforman el resguardo, poner en marcha la construcción y adecuación de puestos de salud, dotarlos, contratar personal médico y hacer funcionar unidades móviles en materia de prevención, promoción, vacunación, elevación nutricional y atención médica.

Pero de acuerdo con el último informe de la Contraloría General de la República, que ha venido monitoreando de cerca este caso, “el escenario actual de esta orden es con seguridad el más precario de todos en términos del cumplimiento y refleja la baja responsabilidad de las entidades comprometidas en esta tarea. Ha sido evidente no sólo una nula coordinación, sino una falta de comunicación entre los diferentes niveles del Gobierno”.

El Ministerio de Salud señaló que “la sentencia no le otorgaba competencias y que su obligación era hacer seguimiento a las acciones de atención, inspección, vigilancia y control que deben llevar a cabo los entes territoriales”. En ese sentido, hasta el momento no han sido entregados los diseños de los puestos de salud ni hay recursos para financiarlos.

La salud es de los temas que más preocupan al resguardo del Alto Andágueda, pues no cuenta con centros médicos cercanos pese a las constantes quejas de la población por diarrea, brotes en la piel, dolor de cabeza y fiebre. Adicionalmente, la mayoría de muertes registradas en niños menores de 5 años son debidas a Enfermedad Diarreica Aguda, que habrían podido evitarse de contar con un tratamiento a tiempo.

En cuanto a la obligación del Ministerio de Vivienda de garantizar agua potable y saneamiento básico al resguardo, la Contraloría asegura que “no hay cumplimiento de este compromiso” y llama la atención que, “al igual que los centros de salud, se proyecta desarrollarlo teniendo como fuente el Sistema General de Regalías, lo que no garantiza en el momento una disponibilidad presupuestal para su cumplimiento”.

La alimentación es otro tema que inquieta. Según Patricia Tobón, abogada de la Comunidad de Juristas Akubadaura, el Departamento para la Prosperidad Social (DPS) considera que un programa de seguridad alimentaria para el resguardo consiste en dotar a cada familia con una libra de maíz, veinte granos de fríjol, cuatro matas de plátano, diez estacas de yuca y una plántula de limón. “Pero es impensable, eso no es seguridad alimentaria para nadie”, dice.

Precisamente, garantizar la seguridad alimentaria es una de las principales falencias en el acompañamiento al proceso de retorno de la comunidad desplazada. De acuerdo con Tobón, “las instituciones creen que solo deben ofrecer su oferta institucional y no tienen en cuenta el decreto 4633, que exige una asistencia diferencial que les garantice a los indígenas retornar a su territorio en condiciones dignas y seguras”.

“El Gobierno hacia afuera habla cosas muy bonitas sobre la paz, pero hacia adentro hay un completo abandono. No estamos pidiendo un favor, sino un derecho que ampara la sentencia y que además no entendemos. Estamos confundidos porque no hablamos castellano y la sentencia no se ha traducido a nuestra lengua, así que no sabemos bien qué nos tienen que dar y en qué plazos. Necesitamos jornadas educativas al respecto”, dice Yahaira Murrí, lideresa indígena de la zona y una de las pocas mujeres que hablan español.

La historia de los emberas katíos arrancó a finales de 1979, cuando el Incora –hoy Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder)– reconoció la existencia de su resguardo. Pero tres décadas después, el Gobierno inició una intensa concesión de títulos mineros que poco a poco se fueron comiendo a mordiscos esta tierra. En total, como lo advirtió la sentencia, el 62 % de su territorio quedó en manos de once empresas que buscaban oro.

Y aunque el organismo les dio un jalón de orejas a la Fuerza Pública y a la Autoridad Nacional de Minas (ANM) para recuperar aquellas tierras explotadas y destruir la maquinaria pesada que ahí se encuentra, los avances han sido mínimos para la magnitud del problema. De nuevo, la falta de cooperación entre autoridades locales y la presencia de grupos armados impidieron que la maquinaria que ha transformado el ecosistemafuese destruida.

Lo que le preocupa al grupo de abogados que le sigue la pista a la sentencia del Alto Andágueda es que después de un año los avances han sido pocos pero los enfrentamientos continúan, al igual que los confinamientos y la zozobra con la que viven cada día.

“El Gobierno dice que ha hecho muchas cosas, pero en terreno no hay salud, saneamiento básico, escuelas, casas, electricidad, ni nada. Si no les cumplen a las víctimas con un acuerdo tan grande como el de justicia transicional, siendo esta la primera sentencia que ampara los derechos territoriales de los pueblos indígenas, entonces qué va a pasar en un escenario de posconflicto. El hecho de que exista una sentencia no significa que haya un goce efectivo de los derechos, porque no se ha cumplido como corresponde”, sostiene la abogada Tobón.

Lo mismo piensa la indígena Morrí. “Queremos que el gobierno nos cumpla, estamos cansados. Antes sembrábamos maíz pero estas tierras ahora no son fértiles, salíamos a cazar pero ahora por los bombardeos y enfrentamientos nos da miedo movernos en la selva, hay desnutrición, agua contaminada, enfermedades occidentales por la comida que nos dan, no hay centros de salud y la gente se muere a mitad de camino. Los niños son los más perjudicados, esperamos que el Estado no los deje morir“.

Por Karen Tatiana Pardo

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