La Stevia la usaban indígenas, pero enriqueció a empresas. ¿Cómo repartir ganancias?
Antes de que se comercializaran mundialmente, productos como el popular endulzante Stevia, fueron usados primero por pueblos nativos que nunca recibieron compensación. Ahora que los datos genéticos de los recursos naturales para hacer los productos están disponibles en plataformas digitales para su descarga, científicos e indígenas discuten sobre cómo garantizar que los beneficios económicos también lleguen a las comunidades donde se originaron.
María Camila Bonilla
Basta hacer una búsqueda rápida en internet sobre cómo sustituir el azúcar por una alternativa más fit para toparse con cientos de páginas que hablan sobre la Stevia, el endulzante “natural” que es entre 100 y 300 veces más dulce que el azúcar común, pero que no tiene carbohidratos o calorías. Su uso se ha popularizado en todo el mundo e incluso hace parte de los productos de grandes empresas como Pepsi o Nestlé.
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Basta hacer una búsqueda rápida en internet sobre cómo sustituir el azúcar por una alternativa más fit para toparse con cientos de páginas que hablan sobre la Stevia, el endulzante “natural” que es entre 100 y 300 veces más dulce que el azúcar común, pero que no tiene carbohidratos o calorías. Su uso se ha popularizado en todo el mundo e incluso hace parte de los productos de grandes empresas como Pepsi o Nestlé.
Aunque parezca que este producto surgió recientemente, lo cierto es que la planta (Stevia rebaudiana) ha sido cultivada por indígenas de Paraguay y Brasil durante siglos. Desde al menos el siglo XVI, el pueblo guaraní la ha utilizado para endulzar su comida y bebidas, como el mate.
A pesar de esta tradición, no han sido los pueblos indígenas los que han recibido las grandes ganancias económicas de la Stevia. De hecho, el informe “El sabor dulce y amargo de la Stevia”, realizado en 2016 por ONGs, universidades e instituciones, concluyó que ni el pueblo guaraní, ni Paraguay o Brasil (los países de origen de la planta) estaban recibiendo una “parte justa y equitativa de los beneficios derivados de la comercialización de los glucósidos de esteviol”, los compuestos químicos que le dan el sabor dulce. (También puede leer: Marina Silva, defensora de la Amazonia brasileña que repite como ministra de Ambiente)
Ese mismo año, representantes indígenas de Brasil y Paraguay firmaron una declaración, en la que denunciaron “la usurpación de sus conocimientos y la biodiversidad por empresas multinacionales, que utilizan, venden y se benefician del ka’a he’ê (Stevia rebaudiana) sin que los pueblos nativos, a quienes realmente pertenece, hayan sido consultados”.
La situación se ha agravado pues, ahora, los datos genéticos de recursos como la Stevia existen como secuencias digitales en plataformas que científicos y compañías de todo el mundo pueden descargar. Estas secuencias digitales—conocidas formalmente como información de secuencias digitales de recursos genéticos (DSI, por sus siglas en inglés)—hacen posible que se puedan replicar características como los glucósidos de esteviol, sin necesidad de tener acceso directo a la planta.
Esto hizo posible, por ejemplo, que la compañía suiza Evolva desarrollara su propio método para producir los glucósidos, por medio de biología sintética; desde 2016, la empresa logró patentar su método y son quienes obtienen las ganancias económicas. (Le puede interesar: El esfuerzo del pueblo kogui por restaurar su territorio ancestral)
El caso ilustra solo una parte del lío que ha traído la digitalización de la información de los recursos genéticos. “Vemos en nuestra vida cotidiana lo digitalizados que nos estamos volviendo y los campos de la ciencia no son inmunes a ello. Los datos de los científicos son ahora digitales y la cuestión ahora es cómo compartimos esos beneficios equitativamente”, es como ilustra la problemática la bióloga Amber Hartman Scholz, miembro de la Red Científica de DSI.
Esta fue justamente una de las preguntas que se abordó en la última cumbre de biodiversidad (COP15), en Montreal, Canadá, hace unas semanas, donde discutieron este tema que se conoce formalmente como “acceso y distribución de beneficios” (ABS, por sus siglas en inglés) de las secuencias digitales de recursos genéticos. Se trata de cómo asegurar que los beneficios económicos y sociales que traen las propiedades de plantas, semillas e incluso los patógenos se puedan distribuir equitativamente.
La discusión sobre este punto causó roces durante la cumbre, pues ha sido controversial por años. Melania Muñoz-García, bióloga de Costa Rica y experta en el tema de acceso a recursos genéticos del Instituto Leibniz, cuenta que la discusión partió de que “muchos recursos genéticos eran utilizados por los países del norte global y los países con más biodiversidad (y menos recursos) no recibían ningún beneficio a cambio. Así que la idea principal era cambiar este paradigma y tratar de hacer este modelo de negocio mucho más justo y equitativo, y garantizar que todos los avances realizados por los países desarrollados pudieran devolver algún beneficio a los países proveedores”. (Puede leer: En la cumbre de Canadá quieren “poner en cintura” a los hipopótamos de Pablo Escobar)
Con la entrada del asunto digital, ahora el debate gira en torno a cómo controlar el acceso a datos genéticos, quién los descarga y qué hacer para que los países de origen reciban beneficios. Hay muchos retos en este proceso, empezando porque, diariamente, se realizan cientos de descargas de estos datos. “Ir uno por uno para determinar quién está utilizando el dato y quién lo dio implicaría mucho tiempo”, explica Muñoz-García. Entonces, ¿qué soluciones hay sobre la mesa para solucionar esta situación?
En el acuerdo ‘histórico’ que se alcanzó durante la cumbre de biodiversidad (llamado “Marco global de biodiversidad Kunming-Montreal”), se estableció que se va a crear un fondo entre países para distribuir los beneficios entre proveedores y usuarios de los recursos genéticos. Los detalles sobre su funcionamiento se definirán en la siguiente cumbre, en 2024, en Turquía.
Científicas como Hartman Scholz y Muñoz-García, ambas de la Red Científica de DSI, han propuesto que el pago no se active con el acceso a las bases de datos, sino al hacer una comercialización de un producto en particular. Además, dicen que la idea sería que todos los que utilicen las secuencias digitales lo informen a un solo lugar, en vez de tener que verificar el uso de cada una de las secuencias. (También puede leer: Las mujeres también son protagonistas en la cumbre de biodiversidad)
Pero lo que Hartman cree que es más importante es la discusión sobre cómo se van a fortalecer las capacidades en regiones como Latinoamérica y el Caribe y África para desarrollar mercados de biotecnología. “Países como Brasil, Colombia y México están diciendo que ven la biotecnología y la economía circular como el camino hacia el desarrollo sostenible, para desarrollar la bioeconomía”, indica Hartman.
Para que eso sea realidad, continúa, se deberían pensar estrategias para fomentar el uso de datos biológicos y maximizar los beneficios que provienen de ellos. Una de las que proponen para hacer esto es establecer un conjunto de reglas simples, internacionales y estandarizadas que no deje que ningún país “escape” de imponer obligaciones de pagar beneficios, dice Hartman.
En el fondo, agrega Muñoz-García, se trata de que los países que tienen gran biodiversidad y la conservan, puedan obtener beneficios de esto. “Si hay más desarrollo del mercado de la biotecnología, es justo que los países del sur global tengan una forma de competir y de desencadenar el desarrollo sostenible en sus países”, opina.
Dentro del gran mosaico de los países, entran también los pueblos indígenas que han utilizado tradicionalmente plantas con propiedades medicinales o cosméticas, que ahora son comercializadas por empresas. “Hay otros que explotan recursos naturales de los territorios indígenas y no dejan nada para la comunidad y debe haber indemnización por eso. En mi territorio, se explotó el caucho y nunca se nos indemnizó por eso; es una vulneración a los pueblos indígenas”, dice Fany Kuiru, una mujer indígena del clan Jitomagaro del pueblo Uitoto de la Amazonia colombiana.
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