Lanzar semillas desde un helicóptero: mala idea para reforestar el Llano
Hace un mes el Ejército arrojó 8.000 semillas desde un helicóptero Black Hawk en Casanare con el propósito de que se conviertan en árboles. La estrategia, sin embargo, parece no ser efectiva.
Sergio Silva Numa / @SergioSilva03
El 19 de junio sucedió algo inusual en el municipio de Orocué, al sur de Casanare. Un helicóptero Black Hawk del Ejército sobrevoló una vereda llamada La Esmeralda, a unos cinco kilómetros del área urbana. En su recorrido sus tripulantes arrojaron algo muy distinto a lo que suele caer de estas aeronaves: 8.000 “bombas de semillas” que esparcieron por una reserva natural con el mismo nombre de las islas que tantos dolores de cabeza han causado a los argentinos: Las Malvinas. (Lea: Colombia deforestó 158.894 hectáreas en 2019)
Fue, dijeron los organizadores, una “lluvia verde” sobre 10,3 hectáreas. “Con esto nos sumamos a la Operación Artemisa del Gobierno. Nuestra meta es sembrar un millón y medio de árboles para contribuir a la reforestación del departamento”, cuenta José Armando Suárez, director de Corporinoquia.
“Reforestación” es una palabra que los colombianos han escuchado con mucha frecuencia en los últimos años. A medida que el país ha perdido sus bosques, también se han multiplicado los esfuerzos por recuperarlos. Foros, “sembratones” y carreras de atletismo son algunos de los eventos con los que se ha promocionado el cultivo de nuevos árboles para hacerle sobrepeso a la tala ilegal. En 2019, reveló el Ideam la semana pasada, Colombia perdió otras 158.894 hectáreas. Un área casi igual a la de Bogotá.
Francisco Torres celebra que en medio de esa deforestación imparable haya esfuerzos como el que hizo Corporinoquia con el Ejército, la FAC, la Gobernación de Casanare y la ONG Asolsalve, por sembrar nuevos ejemplares. “Que todas entidades se preocupan por recuperar los bosques está muy bien”, dice. Con lo que no está de acuerdo es que se empleen recursos en actividades que no parecen tener un buen respaldo de la ciencia. “Restaurar no es simplemente plantar un árbol”.
Torres es ingeniero forestal y es el jefe del plan de restauración de bosque seco tropical de la Fundación Natura, una organización con una larga experiencia en conservación. Entre los proyectos que ha liderado está la restauración de El Quimbo, un proceso que involucra 11.000 hectáreas y que empezó en 2014. “Si le hubiesen propuesto arrojar semillas desde un helicóptero para llevar a cabo ese proyecto, ¿hubiera aceptado?”. “No, jamás”, responde.
Hay muchas razones por las que Torres no se subiría a un Black Hawk a botar semillas. Una de las principales es porque no basta que una cápsula con abono llegue a la tierra y sus semillas empiecen a germinar. No todas, explica, pueden llegar a una edad adulta por diferentes motivos: “porque se las comen otros animales, porque los insectos las estropean o porque no hay una humedad apropiada. Un árbol, por ejemplo, puede producir 10.000 semillas, pero solo una puede convertirse en adulto”.
El mejor camino, en su opinión, es el que suelen llevar a cabo en los procesos de restauración que lidera Natura: hacer la siembra en viveros locales y esperar entre cuatro meses y un año, dependiendo de las especies, para luego trasladarlas a un terreno en el que, previamente, han hecho un diagnóstico de los suelos y han socializado el proyecto con la comunidad. Poner la nueva planta en el suelo es solo un primer paso. De ahí en adelante viene un largo proceso de cuidado, control de plagas y enfermedades. La idea es que en uno o dos años, los ejemplares tengan más de un metro, una estatura que garantiza que puedan prosperar sin ayuda.
A Juan Garibello, Ph. D. en Ecología de la restauración y profesor de la maestría de Restauración ecológica de la U. Javeriana, tampoco le parece una buena idea lanzar semillas desde el aire. Lo primero que advierte es que no ha trabajado con esa técnica, pero parte de un principio básico: “Restaurar no se trata de llenar un terreno de árboles. Si me dan diez hectáreas, debo definir zonas estratégicas para plantarlos después de hacer un estudio muy juicioso de las condiciones ecológicas y sociales del sitio. Por ejemplo, es posible que la dinámica de la naturaleza conduzca a que una porción se llene de rastrojo. A veces basta con dejar el lugar quieto o hacer remoción de especies invasoras”.
Entre las variables que Garibello suele examinar para lograr un proceso de restauración exitoso están la humedad, la presencia de plantas competidoras, el riesgo de depredación, el microclima, la fertilidad y la compactación del suelo. “Es posible que estas variables no sean fáciles de controlar en una técnica como la que llevaron a cabo en Casanare”, señala. “Rigor” es la mejor palabra que encuentra para resumir el protocolo que debería tener cualquiera de estas iniciativas.
Otro punto que Garibello cree indispensable en procesos de restauración son los posibles empleos que puede generar y el sentido de arraigo en las poblaciones que lo habitan. “En Colombia hay muy buenas experiencias que incluyen estos factores sociales. No se debe prescindir de ellos”, dice. ¿Es lo más costo-efectivo? ¿Cuánto vale un vuelo en helicóptero?, se pregunta.
José Armando Suárez, de Corporinoquia, no sabe con precisión cuál fue el costo de la “lluvia verde”. Cree, sin embargo, que fue mucho más barato que seguir el camino de siembra en vivero y plantación manual. “Desde enero empezamos a trabajar en este proceso. Hicimos visitas técnicas al área de siembra y sabíamos que la estructura del suelo era muy bondadosa para la recepción de semillas. Como cada entidad que participó hizo un aporte, entonces sí logramos un gran ahorro. Esperamos que la eficiencia sea de, al menos, 70 %”.
Pero, ¿ya habían realizado un proyecto similar? ¿Hay alguna experiencia similar en Colombia? “No, no habíamos hecho esta técnica llamada Nendo Dango, creada por un agricultor japonés que promueve una mínima intervención. Allá les ha dado muy buenos resultados”, contesta. “La idea es hacer seguimiento hasta que los árboles puedan defenderse solos”.
Es cierto que arrojar semillas desde una aeronave no es un técnica nueva. Hay experiencias en otros países que han dado buenos resultados. En China, por ejemplo, llevan unas cinco décadas haciendo “siembras aéreas” con reportes de éxito. En 2012 realizaron una en más de 136.000 hectáreas. En 2017, en Rusia, hicieron algo similar en más de 15.000 hectáreas.
Hace un par de años, los profesores Arthur Novikov, de la Universidad Estatal de Vorónezh, y Back Tomas Ersson, de la Universidad de Ciencias Agrícolas de Suecia, resumieron algunas de esas experiencias en un artículo publicado en la revista “Earth and Environmental Science”. Al final de sus conclusiones apuntaban que ese tipo de siembra era preferible en lugares donde la siembra terrestre no es efectiva, como en puntos inaccesibles, irregulares o donde ha habido incendios forestales. Por lo general usaban drones, lo que permitía costos mucho más reducidos. “Se debe alentar la colaboración interdisciplinaria para desarrollar estas tecnologías para que sean rentables y científicamente sólidas”, escribía en otro artículo el profesor Stephen Elliott de la U. de Chiang Mai (Tailandia).
Como soporte de qué fue lo que hicieron en la reserva natural Las Malvinas, de Casanare, Suárez envía un breve informe. Al leerlo, Torres, de Natura, es claro en su conclusión: “Es evidente que no tienen claros los conceptos sobre la restauración, no se hizo un diagnóstico previo del predio”. Tampoco, afirma, se identifica un sistema de referencia; es decir, el ecosistema al que pretender avanzar, que pueden ser “morichales, bosques de galería, sabanas o bosque seco, entre otros. Esto es fundamental, porque así se define el nivel de degradación, las estrategias a implementar y las especies necesarias”.
Otro punto que le inquieta es que con la “lluvia verde” tampoco podrán reportar resultados contundentes. ¿El motivo? “El ensayo no tiene algún diseño (parcelas, bloques), número de réplicas o repeticiones, indicadores de resultados (porcentaje de germinación, de establecimiento, de adaptación de las especies, de sobrevivencia a seis meses o un año) que les permitan tener algún resultado estadístico confiable”, apunta.
Además, dice, las especies que arrojaron desde el Black Hawk no tienen una buena adaptación en estas condiciones ambientales. Un ejemplo es el algarrobo (“Hymenaea courbaril”), que necesita buena sombra para crecer. Otro es el cedro rosado (“Cedrella odorata”), que suele ser sembrada en caños, no en campos abiertos.
“Algunos de los experimentos que se han hecho en el mundo se enfocan en unas cuantas especies, con semillas tratadas, que permiten establecer unas condiciones iniciales para luego añadir otras especies”, explica Ángela Parrado, bióloga y doctora en Ciencias naturales. “En ese sentido, se debe tener muy claro el criterio de selección de las especies a utilizar; no se trata de usar especies nativas porque sí. En agricultura se utiliza esta técnica, pero tienen un conocimiento clarísimo de la biología de la semilla y del terreno que está listo, arado y abonado, y le hacen un seguimiento posterior”.
El 19 de junio sucedió algo inusual en el municipio de Orocué, al sur de Casanare. Un helicóptero Black Hawk del Ejército sobrevoló una vereda llamada La Esmeralda, a unos cinco kilómetros del área urbana. En su recorrido sus tripulantes arrojaron algo muy distinto a lo que suele caer de estas aeronaves: 8.000 “bombas de semillas” que esparcieron por una reserva natural con el mismo nombre de las islas que tantos dolores de cabeza han causado a los argentinos: Las Malvinas. (Lea: Colombia deforestó 158.894 hectáreas en 2019)
Fue, dijeron los organizadores, una “lluvia verde” sobre 10,3 hectáreas. “Con esto nos sumamos a la Operación Artemisa del Gobierno. Nuestra meta es sembrar un millón y medio de árboles para contribuir a la reforestación del departamento”, cuenta José Armando Suárez, director de Corporinoquia.
“Reforestación” es una palabra que los colombianos han escuchado con mucha frecuencia en los últimos años. A medida que el país ha perdido sus bosques, también se han multiplicado los esfuerzos por recuperarlos. Foros, “sembratones” y carreras de atletismo son algunos de los eventos con los que se ha promocionado el cultivo de nuevos árboles para hacerle sobrepeso a la tala ilegal. En 2019, reveló el Ideam la semana pasada, Colombia perdió otras 158.894 hectáreas. Un área casi igual a la de Bogotá.
Francisco Torres celebra que en medio de esa deforestación imparable haya esfuerzos como el que hizo Corporinoquia con el Ejército, la FAC, la Gobernación de Casanare y la ONG Asolsalve, por sembrar nuevos ejemplares. “Que todas entidades se preocupan por recuperar los bosques está muy bien”, dice. Con lo que no está de acuerdo es que se empleen recursos en actividades que no parecen tener un buen respaldo de la ciencia. “Restaurar no es simplemente plantar un árbol”.
Torres es ingeniero forestal y es el jefe del plan de restauración de bosque seco tropical de la Fundación Natura, una organización con una larga experiencia en conservación. Entre los proyectos que ha liderado está la restauración de El Quimbo, un proceso que involucra 11.000 hectáreas y que empezó en 2014. “Si le hubiesen propuesto arrojar semillas desde un helicóptero para llevar a cabo ese proyecto, ¿hubiera aceptado?”. “No, jamás”, responde.
Hay muchas razones por las que Torres no se subiría a un Black Hawk a botar semillas. Una de las principales es porque no basta que una cápsula con abono llegue a la tierra y sus semillas empiecen a germinar. No todas, explica, pueden llegar a una edad adulta por diferentes motivos: “porque se las comen otros animales, porque los insectos las estropean o porque no hay una humedad apropiada. Un árbol, por ejemplo, puede producir 10.000 semillas, pero solo una puede convertirse en adulto”.
El mejor camino, en su opinión, es el que suelen llevar a cabo en los procesos de restauración que lidera Natura: hacer la siembra en viveros locales y esperar entre cuatro meses y un año, dependiendo de las especies, para luego trasladarlas a un terreno en el que, previamente, han hecho un diagnóstico de los suelos y han socializado el proyecto con la comunidad. Poner la nueva planta en el suelo es solo un primer paso. De ahí en adelante viene un largo proceso de cuidado, control de plagas y enfermedades. La idea es que en uno o dos años, los ejemplares tengan más de un metro, una estatura que garantiza que puedan prosperar sin ayuda.
A Juan Garibello, Ph. D. en Ecología de la restauración y profesor de la maestría de Restauración ecológica de la U. Javeriana, tampoco le parece una buena idea lanzar semillas desde el aire. Lo primero que advierte es que no ha trabajado con esa técnica, pero parte de un principio básico: “Restaurar no se trata de llenar un terreno de árboles. Si me dan diez hectáreas, debo definir zonas estratégicas para plantarlos después de hacer un estudio muy juicioso de las condiciones ecológicas y sociales del sitio. Por ejemplo, es posible que la dinámica de la naturaleza conduzca a que una porción se llene de rastrojo. A veces basta con dejar el lugar quieto o hacer remoción de especies invasoras”.
Entre las variables que Garibello suele examinar para lograr un proceso de restauración exitoso están la humedad, la presencia de plantas competidoras, el riesgo de depredación, el microclima, la fertilidad y la compactación del suelo. “Es posible que estas variables no sean fáciles de controlar en una técnica como la que llevaron a cabo en Casanare”, señala. “Rigor” es la mejor palabra que encuentra para resumir el protocolo que debería tener cualquiera de estas iniciativas.
Otro punto que Garibello cree indispensable en procesos de restauración son los posibles empleos que puede generar y el sentido de arraigo en las poblaciones que lo habitan. “En Colombia hay muy buenas experiencias que incluyen estos factores sociales. No se debe prescindir de ellos”, dice. ¿Es lo más costo-efectivo? ¿Cuánto vale un vuelo en helicóptero?, se pregunta.
José Armando Suárez, de Corporinoquia, no sabe con precisión cuál fue el costo de la “lluvia verde”. Cree, sin embargo, que fue mucho más barato que seguir el camino de siembra en vivero y plantación manual. “Desde enero empezamos a trabajar en este proceso. Hicimos visitas técnicas al área de siembra y sabíamos que la estructura del suelo era muy bondadosa para la recepción de semillas. Como cada entidad que participó hizo un aporte, entonces sí logramos un gran ahorro. Esperamos que la eficiencia sea de, al menos, 70 %”.
Pero, ¿ya habían realizado un proyecto similar? ¿Hay alguna experiencia similar en Colombia? “No, no habíamos hecho esta técnica llamada Nendo Dango, creada por un agricultor japonés que promueve una mínima intervención. Allá les ha dado muy buenos resultados”, contesta. “La idea es hacer seguimiento hasta que los árboles puedan defenderse solos”.
Es cierto que arrojar semillas desde una aeronave no es un técnica nueva. Hay experiencias en otros países que han dado buenos resultados. En China, por ejemplo, llevan unas cinco décadas haciendo “siembras aéreas” con reportes de éxito. En 2012 realizaron una en más de 136.000 hectáreas. En 2017, en Rusia, hicieron algo similar en más de 15.000 hectáreas.
Hace un par de años, los profesores Arthur Novikov, de la Universidad Estatal de Vorónezh, y Back Tomas Ersson, de la Universidad de Ciencias Agrícolas de Suecia, resumieron algunas de esas experiencias en un artículo publicado en la revista “Earth and Environmental Science”. Al final de sus conclusiones apuntaban que ese tipo de siembra era preferible en lugares donde la siembra terrestre no es efectiva, como en puntos inaccesibles, irregulares o donde ha habido incendios forestales. Por lo general usaban drones, lo que permitía costos mucho más reducidos. “Se debe alentar la colaboración interdisciplinaria para desarrollar estas tecnologías para que sean rentables y científicamente sólidas”, escribía en otro artículo el profesor Stephen Elliott de la U. de Chiang Mai (Tailandia).
Como soporte de qué fue lo que hicieron en la reserva natural Las Malvinas, de Casanare, Suárez envía un breve informe. Al leerlo, Torres, de Natura, es claro en su conclusión: “Es evidente que no tienen claros los conceptos sobre la restauración, no se hizo un diagnóstico previo del predio”. Tampoco, afirma, se identifica un sistema de referencia; es decir, el ecosistema al que pretender avanzar, que pueden ser “morichales, bosques de galería, sabanas o bosque seco, entre otros. Esto es fundamental, porque así se define el nivel de degradación, las estrategias a implementar y las especies necesarias”.
Otro punto que le inquieta es que con la “lluvia verde” tampoco podrán reportar resultados contundentes. ¿El motivo? “El ensayo no tiene algún diseño (parcelas, bloques), número de réplicas o repeticiones, indicadores de resultados (porcentaje de germinación, de establecimiento, de adaptación de las especies, de sobrevivencia a seis meses o un año) que les permitan tener algún resultado estadístico confiable”, apunta.
Además, dice, las especies que arrojaron desde el Black Hawk no tienen una buena adaptación en estas condiciones ambientales. Un ejemplo es el algarrobo (“Hymenaea courbaril”), que necesita buena sombra para crecer. Otro es el cedro rosado (“Cedrella odorata”), que suele ser sembrada en caños, no en campos abiertos.
“Algunos de los experimentos que se han hecho en el mundo se enfocan en unas cuantas especies, con semillas tratadas, que permiten establecer unas condiciones iniciales para luego añadir otras especies”, explica Ángela Parrado, bióloga y doctora en Ciencias naturales. “En ese sentido, se debe tener muy claro el criterio de selección de las especies a utilizar; no se trata de usar especies nativas porque sí. En agricultura se utiliza esta técnica, pero tienen un conocimiento clarísimo de la biología de la semilla y del terreno que está listo, arado y abonado, y le hacen un seguimiento posterior”.