Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Una microalga, al igual que muchas plantas, vive gracias a la luz solar. Cuando la recibe, es capaz de transformarla en energía química para producir los azúcares y proteínas de las que se alimenta. En medio de ese proceso, conocido como fotosíntesis, liberan oxígeno al ambiente y capturan dióxido de carbono (CO2), fijándolo al suelo y evitando que llegue a la atmósfera del planeta.
A pesar de que son organismos microscópicos, se estima que su capacidad de capturar dióxido de carbono supera varias veces su peso. Según estimaciones de la Compañía Española de Petróleos (Cepsa), las microalgas podrían absorber 1,8 kilogramos (kg) de CO2 por cada kilogramo de materia orgánica que generan. Esto es comparable con algunos árboles en la Amazonía, o frailejones en los páramos, con la diferencia de que estos tardan varias decenas de años en lograrlo, mientras que a las microalgas apenas les toma algunos días.
Debido a estas características, investigadores de la Universidad de Antioquia (UdeA) llevan varios años explorando la posibilidad de utilizar las microalgas para reducir las emisiones contaminantes de una de las industrias que más las genera: la construcción. En sus experimentos, han creado cultivos de microalgas que convierten el agua, la luz solar y el CO2 que resulta de producir cemento, en azúcares, lípidos y proteínas de las que se alimentan. Estos compuestos se acumulan en las células de las microalgas, formando algo que se conoce como “biomasa”, que es la materia orgánica que puede ser utilizada para generar biocombustibles.
Aunque esto plantea la posibilidad de hacer “más verde” a una de las industrias más contaminantes del mundo, aún genera varias inquietudes, pues la ciencia aún tiene dudas sobre su efectividad para reducir emisiones en la práctica y sus costos de inversión pueden ser muy elevados.
Un biocombustible con microalgas
Los materiales necesarios para la construcción, como el cemento, se producen con procesos altamente contaminantes. De acuerdo con el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), para 2022 esta industria generó el 9 % de las emisiones de CO2 en el mundo. Si se tratara de un país, sería el tercero más contaminante, solo superado por China (32,6 %) y Estados Unidos (12,9 %).
Para fabricar cemento, se requieren temperaturas superiores a los 1.300 °C, que la mayoría de las productoras alcanzan mediante el uso de carbón térmico. El proceso también necesita de materiales como piedra caliza, arena o arcilla, que, junto al carbón, emiten CO2 y metano al ambiente.
Pese a que el mundo está adelantando un proceso de transición energética, con el que se pretende reemplazar la mayoría de los combustibles fósiles por fuentes de energía renovable, como la eólica o la solar, en la construcción esto todavía no es posible. Hasta ahora, no se han encontrado alternativas que generen las temperaturas que se obtienen con el carbón térmico y que tengan un precio similar en el mercado.
David Ocampo, ingeniero químico y docente de la UdeA, sugiere que, ante la dificultad de reducir las emisiones de esta industria, las microalgas podrían ayudar a capturarlas, evitando que lleguen a la atmósfera. Junto a investigadores de esa universidad y de la empresa Cementos Argos, a finales de 2023 patentaron una fórmula para producir un biocombustible a partir de estos organismos microscópicos y que podría utilizarse en vehículos.
En los pilotos que han adelantado en una planta de producción de cemento en Cartagena, crean cultivos de microalgas que se encuentran en tubos transparentes para recibir luz solar. Ubicados junto a una planta de producción de cemento, estos también reciben directamente las emisiones contaminantes que se generan allí.
Después de alimentarse durante algunas semanas, las microalgas se convierten en biomasa, lo que da paso al siguiente proceso, llamado licuefacción hidrotérmica. En esta fase, se introducen en un reactor en el que hay altas temperaturas y niveles de presión para extraer el carbono, el oxígeno y otros químicos que almacena la microalga. “Es algo similar al proceso que ocurre durante millones de años en el suelo, en donde las rocas generan presión entre sí y, junto a las altas temperaturas, dan lugar a minerales u otros materiales, como el petróleo”, dice Ocampo.
Ese mecanismo para obtener biocombustibles no es nuevo y tampoco es exclusivo de las microalgas. “Las primeras investigaciones se empezaron hace 40 años, pero, gracias a los avances tecnológicos y científicos, se ha perfeccionado en los últimos años”, cuenta Josman Velasco, docente del Departamento de Ciencias Biológicas de la Universidad de los Andes. El mismo proceso se puede aplicar, por ejemplo, en la caña de azúcar y algunos residuos de la palma de aceite, que también se están utilizando para producir biocombustibles.
El líquido que resulta después de transformar la materia orgánica tiene propiedades que varían según el tipo de residuos empleados. Algunas plantas, como la caña, “tendrán muchos compuestos aromáticos, que podrían resultar en características similares a las del combustible sostenible para la aviación (SAF, por su sigla en inglés). En cambio, aquellas que no se caracterizan por ser aromáticas, como las microalgas, resultan en un biocombustible con características más cercanas a la gasolina”, dice Velasco.
La similitud de estos biocombustibles con la gasolina convencional o el SAF es tal que podrían mezclarse, para utilizarlos en automóviles o aviones, según sea el caso. Sin embargo, aún hay varias dudas sobre cómo podría producirse en grandes cantidades y qué tanto se reducen las emisiones del sector, cuando su uso final es combinarlo con un combustible fósil.
¿Reducir emisiones quemando combustibles?
La búsqueda de alternativas “más limpias para obtener energía” a partir de biomasa, apunta Velasco, ha sido probada por la ciencia “y en el caso de los biocombustibles la respuesta es que sí funciona”. El paso que sigue es evaluar si cumple con las condiciones para ser viable financieramente.
En el caso de la industria del cemento, que quiere apostar por la producción de microalgas, deben contar con la tecnología y los recursos para cultivarlas cerca de sus plantas de producción de cemento, que es donde se generan las emisiones contaminantes. Almacenar el CO2 y transportarlo largas distancias, por ejemplo, desde la costa Caribe hasta Bogotá, “haría inviable económicamente el biocombustible”, asegura Velasco.
Para que las microalgas crezcan, es necesario simular las condiciones en las que viven naturalmente en agua salada, en el mar, o en agua dulce, en ríos y lagunas. Entonces, requieren de un sitio de cultivo en el que estén en constante agitación y recibiendo grandes cantidades de luz solar, con espacio suficiente.
Después, para procesarlas se necesitan reactores que alcancen temperaturas de hasta 300 °C y la presión necesaria para convertirlas en líquido. Estos reactores son tan grandes como las cantidades de combustible que se quieran producir. Todo esto genera emisiones contaminantes, pero estas serían “compensadas” dentro del mismo proceso, según los investigadores.
La lógica es la siguiente: como las microalgas crecen y se convierten en biomasa capturando el dióxido de carbono que genera la producción de cemento, algunos científicos, como Ocampo y Velasco, consideran que ese proceso “compensa” el CO2 que luego se emite produciendo y quemando el biocombustible en los reactores. Es decir, las microalgas estarían capturando una cantidad similar del CO2 que libera el biocombustible, sin generar emisiones adicionales, en lo que Velasco llama un proceso “cíclico”. “Además, se estaría reduciendo la cantidad de emisiones que genera una industria como la del cemento”, complementa Ocampo, de la UdeA.
Sin embargo, para Jonathan Sánchez Rippe, especialista en cambio climático y biodiversidad del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF Colombia), hay un problema: aunque producir biocombustibles “cumpliría con capturar CO2 antes de que sea liberado a la atmósfera”, cuando se usen, terminarían liberando esas emisiones. En este caso, dice el investigador, asumir que “el que peca y reza empata” es problemático, pues hay un alto nivel de incertidumbre en saber si se compensa la misma cantidad de CO2 que se emite.
Organizaciones como la Agencia Internacional de Energía comparten esa duda. Cuando se presentó la más reciente actualización de la hoja de ruta para alcanzar emisiones netas cero, ese organismo aseguró que debían implementarse más estrategias que redujeran la cantidad de emisiones de CO2, en lugar de depender de tecnologías de captura de carbono “que son costosas y no han sido probadas a gran escala”.
Por su parte, el Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC, por su sigla en inglés), en un informe publicado en 2022, la captura y uso de carbono es la estrategia más costosa y con menos aporte a la meta de reducción de emisiones en el sector industrial. Aunque su rol en una industria como la del cemento podría ser importante, “es una estrategia residual, secundaria”, afirma Sánchez.
A esto se suma que la contabilización de emisiones que se generan a partir del uso de biomasa podría afectar a los países de menores ingresos. En 2023, la ONG Environmental Paper Network publicó un reporte en el que explican que la biomasa se produce principalmente en países en desarrollo, pero se consume en países desarrollados. Aun así, las emisiones que se generan son contabilizadas como parte del país que produce la biomasa, no del que la utiliza.
Mientras tanto, el proyecto piloto que adelantan la UdeA y Argos está trabajando para escalar la producción de biocombustible a niveles industriales y capturar más emisiones. Pero, Sánchez considera que aún no se han resuelto las dudas científicas sobre la efectividad de esta estrategia para mitigar el impacto ambiental de industrias altamente contaminantes, como la de la construcción.
* Este reportaje fue realizado con el apoyo de Climate Tracker América Latina.
🌳 📄 ¿Quieres conocer las últimas noticias sobre el ambiente? Te invitamos a verlas en El Espectador. 🐝🦜