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Judith Damián levanta los brazos en la cima del cerro La Imagen y exclama, abarcando toda la Serranía de las Quinchas: “Yo digo que en la vida cada ser humano sale para algo. Yo no he conocido más que montaña. He vivido más de treinta años ahí, pegada a la Serranía. Salía uno al monte y mi papá cortaba una planta y la llevaba para el almuerzo”. Tiene 42 años. Ha pasado 34 de ellos caminando por estas tierras de Otanche, Boyacá, viviendo en el corazón del cerro Morrocoy, cuidando los linderos que separan su finca de la selva total.
Se sabe los caminos que atraviesan la Serranía, que serpentean sobre el margen derecho del río Magdalena, a 270 metros sobre el nivel del mar (msnm), y suben hasta alcanzar los 1.450 msnm que tiene las Quinchas en sus picos más altos. “Estamos ocupando los caminos por los que hasta hace un tiempo se sacaba madera”, comenta, señalando alguno de los senderos fangosos por los que va guiando. Detrás de su figura menuda, en fila india y sin perderla de vista, un grupo de biólogos la siguen. Sí ella para, todos miran al cielo.
“Esta se puede comer, solo hay que cocinarla en agua”, dice convencida, tocando suavemente alguna hoja. Hace dos años se unió a una expedición liderada por el Instituto Humboldt y el Real Jardín Botánico de Kew, del Reino Unido. Desde entonces recorre la Serranía fungiendo como coinvestigadora, compilando junto a los biólogos los conocimientos de su identidad e historia. Ese saber que le indicaba a su papá, y ahora a ella, qué planta coger para hacer un hogao o para tratar un dolor. Qué plantas eran útiles.
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“En el país se han hecho muchas expediciones biológicas y algunas han tenido en cuenta los usos, pero no una tan grande como esta. Esta expedición, llamada Plantas y hongos útiles de Colombia, es pionera a esta escala”, explica Mónica Flórez, bióloga del Instituto Humboldt, quien se especializa en Etnobotánica, el estudio de las relaciones que existen entre las plantas y los hombres. Un vínculo que, por supuesto, pasa en este caso por la utilidad, saber cómo usan las comunidades sus recursos, pero no se queda ahí, va mucho más allá.
“Son comunidades que llevan mucho tiempo habitando los bosques cercanos, de donde sacan todos sus recursos. Tienen una relación muy interesante que no solo se limita a nombres comunes o usos, también a entender, por ejemplo, cuándo florece una planta, cuál es su productividad o con qué animales está asociada. Es una relación profunda”, dice Flórez. Cuando doña Judith señala la planta y su utilidad, que puede ser de alimento, medicina, ornamentación o incluso como algo que dota de identidad, surge un intercambio de conocimientos que acerca a los saberes académicos y tradicionales.
Se determina su nombre científico, de qué familia viene, si es endémica o se encuentra en otras zonas de Colombia. Se anotan descripciones en un cuaderno, se observa color, frutos (si hay), tallo y otras cualidades. “Estamos todos en una selva, en jornadas extensas que a veces comienzan a las 5:00 a.m. y terminan a las 11 o 12 de la noche; que a veces duran unos cuatro o cinco días seguidos”, dice Flórez, “nos pica lo mismo, nos da sol igual. No hay jerarquía”.
Tras unos minutos de contemplación, el equipo de biólogos corta la planta y la introduce en una bolsa de muestra. Así se hará con tres ejemplares, destinados a estudios y colecciones en el Humboldt y en el Real Jardín Botánico de Kew; otra más podría quedarse en Otanche. Alrededor de 700 especies de plantas, con sus respectivos detalles biológicos y usos comunes, han detenido las expediciones en la Serranía de las Quinchas, en Boyacá.
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Setecientas, repite Mónica, en dos años, el tiempo en el que se ha desarrollado el proyecto. Los pasos dados durante estos meses abarcan apenas retazos de las 21.226 hectáreas que conforman este bosque, una transición de la cordillera Oriental hacia el valle del Magdalena, el hogar de flora y fauna endémica de Colombia, una de las últimas zonas de selva húmeda tropical bien conservadas del país. 700 especies, insiste Mónica, muchas más que las que habitan en la totalidad del territorio de algunos países europeos.
“Esa riqueza biológica fue una de las razones por las que escogimos a Otanche y a las otras dos localidades de este proyecto”, explica Flórez. En Becerril, en el departamento del Cesar; y en Bahía Solano, en el Chocó, se han llevado a cabo procesos similares al descrito aquí. Pero esta no fue la única razón, agrega la bióloga, “todos estos son lugares diversos e importantes culturalmente hablando, con comunidades activas que utilizan sus recursos”.
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A don Coco le dicen así porque de niño tuvo en su cabeza, él solo, una epidemia de piojos. Cuenta, con una sonrisa que se esconde tras un bigote negro caoba, que después de intentarlo todo su familia prefirió cortar, de un tajo y para siempre, el problema. “Sin pelo, me veía como un coco”. No siempre va a las expediciones de las que su esposa Judith participa con biólogos, pues se cansa de mantener el paso lento que a veces esa tarea requiere.
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La despacha con un par de hojas de nacumas guisadas con hogao y huevos; la recibe con sudado de gallina. En la cima del cerro La Imagen, en la vereda San Pablal, a casi tres horas del centro urbano de Otanche, señala a la Serranía. “De acá salíamos con la madera, cuando se podía cortar, cuando se podía hacer algo”, recuerda, “y vea, dicen que era malo pero mire cómo está, todo lleno de árboles. Y los peladeros, por allá”, apunta al río Magdalena. El 16 de diciembre de 2008 la Serranía de las Quinchas fue declarada parque regional natural de Colombia.
El tiempo para Judith, Coco y sus vecinos pareció detenerse justo en esa declaratoria. Estuvo y está desde entonces prohibido hacer lo que siempre han hecho para vivir: cortar madera. “Es como si alguien llega a su casa y le dice que la cambie toda y para ya”, dice Coco, “¿y que más sabía hacer uno? A uno lo levantaron haciendo esto. Hoy sobrevivimos, como dicen por ahí, de milagro. Ni sabemos cómo”.
“La madera se ha concebido en Colombia de una manera un poco errada. Hay muchos países que manejan sus recursos forestales como la madera eficientemente. Desde que se conozca la especie del árbol, desde que se respeten los ciclos, se podría aprovechar”, dice Mateo Fernández Lucero, biólogo y botánico del Instituto Humboldt. Hay especies de árboles que demoran hasta 200 años en crecer, pero hay otros que lo hacen en quince años.
“Sin embargo, hay productos no maderables derivados de la diversidad de estos sitios, y la idea de este proyecto es abrir los ojos hacia ellos, lograr que las personas de estas zonas alejadas tengan ingresos económicos y un medio de vida”, dice Lucero. Enumera ejemplos: colorantes extraídos de la jagua, fibras, tintes, alimentos basados en frutos como el níspero, en hojas como las nacumas, las sápiras, las mámiras o las iguacayes, desconocidas en la práctica para todos, exceptuando quizás a los botánicos.
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Todos aspiran a que Colombia pueda tener una economía basada en sus recursos naturales bien manejados, con productos forestales sostenibles. “Que las comunidades tengan realmente una opción de conservación sin abandonar el territorio que han habitado durante décadas”, dice Lucero. Es pensar el cuadro del paisaje con personas y comunidades en él; es asumir que la conservación no significa necesariamente no tocar.
Es también divulgar y rescatar. “Hay una preocupación y es que a veces el conocimiento se está quebrando con el paso de una generación a otra. Hemos visto que los saberes están concentrados en las personas mayores. Cuando mueren, muere el conocimiento”, dice Flórez. Es una peste de olvido que amenaza. Hay riesgo de que ya nadie recorra el bosque buscando en las plantas el sabor de un alimento, la consistencia de un tinte, el material para un techo. El peligro de que el paisaje se quede solo, sin quien lo habite.
La idea es no dejar que eso pase, dice Mateo, “la idea es encontrar estos productos que muchas veces son olvidados, frutas que están en el bosque y se pudren y podrían generar economías pequeñas que le den un valor más alto al bosque en pie que al potrero que tradicionalmente se tumba para meter una vaca. Esa es la finalidad, contrarrestar esas otras economías que han sido muy hostiles con el bosque, mediante soluciones reales para que la gente pueda tener cadenas de producción de productos, que es lo lógico, porque Colombia puede competir a nivel mundial es con biodiversidad”. Es conservar el ecosistema con el conocimiento tradicional.
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Licor de arazá, tortas y ensaladas de guatila, vino de guásimo, plátanos fritos, chocolate y artesanías de cacao, mermelada de nacuma, empanadas de plátano, jaleas, dulces y vino de mucílago. Las etiquetas, los nombres, los ingredientes y nutrientes, los niveles de alcohol, si está muy suave, muy amargo o muy empalagoso, si le falta fermentación, si le falta azúcar, si huele bien. Están reunidos en un círculo en plena lluvias de ideas. Doña Nubia Briceño se pregunta en voz alta sí será posible hacer una natilla de nacuma. Algunos se conocen, la mayoría se ha hablado solo en un par de ocasiones, pese a que la vida de todos ha transcurrido en Otanche. Se saborean los sazones, se calibran los emprendimientos.
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“La comida es el centro, el corazón de cualquier estrategia de conservación, de uso, de manejo. La comida nos permite integrarnos, relacionarnos, comunicar; la comida es la excusa para gestionar el territorio”, explica Klaudia Cárdenas Botero, investigadora del Instituto Humboldt. Están todos en el Amanecedero, un gran salón de madera en las afueras del centro urbano de Otanche, decorado con un letrero de neón y luces de Navidad, conocido por ser el destino final de las fiestas que se rehúsan a terminar. Hay más de diez familias, hombres, mujeres y niños, citados desde las 8:30 a.m. hasta las 4:00 o 5:00 p.m.
Hablan del futuro. Se imaginan alguna clase de “circuito”. Una suerte de tour turístico en el que los foráneos lleguen, caminen por la Serranía de las Quinchas de la mano de Judith y cenen en grandes banquetes en el que todos los vecinos lleven sus platos. “Hay que entender que los paisajes están siendo transformados, que las personas necesitan vivir de ellos, que la subsistencia es una necesidad básica de las comunidades locales y que no podemos estar a espaldas de la utilización de los recursos del territorio”, dice Cárdenas. Hablan también de sostenibilidad, de cuidar y respetar los ciclos, de no cortar de más.
“Lo importante es tener claro cuándo cortar, para que la planta peleche de nuevo”, dice uno de ellos. En Otanche, de todas las especies con usos, tres fueron priorizadas por la misma comunidad: las nacumas, el bore y el cacao. En Becerril y Bahía Solano se vivieron procesos similares, con profesionales diversos coinvestigando con locales procesos de cartografía social, espacios de integración en los que la cocina reconstruyó tejido social. Pese a los cientos de kilómetros que separan a Otanche de los otros dos municipios, hay similitudes.
“Encontramos que hay asociatividad de mujeres, que cumplen un rol valioso no solamente en la transformación porque están realizando gastronomía con estas especies, sino también roles valiosos en la parte productiva. En las veredas de los municipios los roles de los hombres y las mujeres son compartidos. Son comunidades que se encuentran bajo la línea de pobreza monetaria”, resume pasante de economía, investigadora del Humboldt. Hay una necesidad apremiante de que algo funcione a corto plazo, de que la realidad cambie.
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“Hay una parte de la comunidad escéptica con los efectos del proyecto. Yo sé que van a cambiar de opinión cuando el tema arranque. Ahorita ya han venido dos grupos de turistas al Cerro Morrocoy, esto va a ser un proyecto grande, pero vamos paso a paso. De la noche a la mañana no va salir todo. Esto tiene que funcionar”, confía Judith. Piensa en alojamientos, en rutas, en si podrá o no utilizar mulas para llevar a los turistas, en la historia que les va a contar mientras atraviesan La Imagen. Escucha el taller, recibe consejos, también los da. Hablan de etiquetas, tamaños, certificados del Invima y precios.
“La gente está entusiasmada. El reto más grande ahora es la continuidad. Se requiere un trabajo de años, de largo plazo si se quiere lograr el objetivo, porque acompañar modelos productivos requiere ensayo y error de muchos productos”, finaliza Mateo. Esa noche, mientras en el Amanecedero hay fiesta y los foráneos preparan su último día en Otanche, doña Nubia llegará a su casa en la vereda El Carmen, cocinará la nacuma y hará su natilla, porque el uso también es una estrategia para la conservación.