Lo que está en juego en París
La capital francesa recibe durante dos semanas a negociadores de 192 países para intentar sellar un acuerdo y evitar un aumento de más de 2 °C en la temperatura del planeta.
Pablo Correa
Hace unos pocos meses, el periodista Sergio Silva publicó en este diario un trabajo que tituló “Cuando se esquiaba en el Ruiz”. Las nueve fotografías que acompañaban el texto en que relataba la lenta muerte de este glaciar, hipnotizaban. Eran un cálido recuerdo de una época que muchos no vivimos, los años 50, cuando en lo más alto de nuestras montañas, los colombianos se deslizaban por las laderas calzando esquíes y posaban junto a muñecos de nieve.
Ese glaciar perdió 139,4 millones de metros cúbicos entre 1946 y 1954 por razones naturales. Más adelante, el 13 de noviembre de 1985 el volcán que se esconde bajo el manto de nieve derritió otro 10 % de la masa glacial y la avalancha provocó una de las peores tragedias de nuestra historia: la desaparición de Armero.
Ahora, el nevado del Ruiz –lo que queda de él– y sus cinco vecinos blancos pierden anualmente entre el 3 y el 4 % de su área por el impacto del cambio climático. “En tres décadas, tal vez dejen de existir”, ha sentenciado el glaciólogo colombiano Jorge Luis Ceballos.
La naturaleza se desvanece a un ritmo que nuestra conciencia no nota ni extraña. Si no fuera por esas fotos y los relatos que sobreviven, no sospecharíamos que existió un Sky Club en un país tropical.
Si viajáramos al pasado, tan sólo 200 años, decía el escritor y antropólogo Wade Davis que “podríamos ir a la costa oeste de Canadá y ver los enormes cardúmenes de bacalaos que los barcos podían atravesar navegando. Ver millones de búfalos cubriendo las praderas de Norteamérica. Ver bandadas de millones de aves capaces de eclipsar el sol”.
En Colombia, hace 200 años habríamos pescado peces capitán en el río Bogotá o nos habríamos deleitado con cientos de monos titís cabeciblancos en los bosques secos tropicales de la Costa Atlántica. Hoy el río Bogotá es una cloaca y queda menos del 1 % del bosque seco.
Parece que en algún momento de la historia se fue desvaneciendo la más sencilla de las ideas que debe transmitirse de generación en generación: que los humanos, como el resto de los 8,7 millones de especies que existen en este planeta, dependemos absolutamente de los ecosistemas que nos rodean.
Sin glaciares que se derritan año tras año, los ríos de California no recibirían agua y las dos terceras partes de los vegetales que consumen los norteamericanos no podrían ser cultivados en ese valle. Tampoco las almendras que se reparten en Navidad.
Sin el Amazonas, donde se apiñan entre 400 y 600 mil árboles, cada uno bombeando a la atmósfera unos 1.000 litros de agua, no llovería sobre amplias zonas de Suramérica. Se secarían entonces los ríos que alimentan la represa de Cantareira, de la que toman agua 20 millones de habitantes en São Paulo, Brasil.
Sin moscas, por ejemplo, no habría mango en nuestra mesa, porque no se polinizarían los árboles, y sin abejorros no existiría el tomate para las ensaladas.
Los ejemplos son infinitos. El más mínimo acto de nuestras vidas, respirar, depende de una cadena interminable de eventos.
La Tierra, el único hogar
La Tierra es un lugar especial. Quien se asome por un telescopio descubrirá que todo rincón de la galaxia es árido. Lugares imposibles para la vida. Según la Agencia Espacial de Estados Unidos (NASA), el “primo más cercano a la Tierra”, el planeta Kepler-452b, está muy lejos de nuestro alcance. Incluso del alcance de nuestra imaginación. El viaje tomaría 1.400 años luz si pudiéramos viajar a esa velocidad.
Conclusión: este es el único hogar posible. En 1969, el químico James Lovelock y la bióloga Lynn Margulis plantearon una hipótesis para explicar por qué en medio de ese universo árido, aquí existía vida. La bautizaron la hipótesis Gaia. Razonaron que, desde un punto de vista químico, la atmósfera debería hallarse en equilibrio químico y debería estar compuesta mayoritariamente de CO2. Pero no es así. La atmósfera se compone en un 78 % de nitrógeno, 21 % de oxígeno y apenas un 0,03 % de dióxido de carbono.
Según Lovelock y Margulis, esto se debe a que la vida, con su actividad y su reproducción, mantiene estas condiciones.
Ese es el equilibrio químico que hoy está en negociación sobre la mesa en la Cumbre de Cambio Climático en París. Desde que comenzó la era industrial, de forma ingenua primero, y luego irresponsablemente, basamos todo el modelo de desarrollo en los combustibles fósiles y en deforestar los bosques que capturan ese carbono. Comenzamos a lanzar toneladas de CO2 a la atmósfera.
Desde la era preindustrial hasta hoy hemos lanzado a la atmósfera un total de 1.900 gigatoneladas (gt) de CO2. La pregunta obvia es cuánto más CO2 podemos emitir antes de cruzar el umbral peligroso, el de los 2 °C de aumento en la temperatura del planeta. La respuesta de los científicos es: 2.900 gt. Una simple resta da como resultado el presupuesto de carbono que nos queda: 1.000 gt.
Para esto se reunirán en París representantes de 192 países y unos 145 jefes de estado. El lenguaje de esas negociaciones es entreverado: “responsabilidades compartidas pero diferenciadas”, “contribuciones nacionales determinadas”, “mecanismos de pérdidas y daños”. En fin, se reúnen para definir si se crea un compromiso internacional, “jurídicamente vinculante”, para reducir las emisiones actuales de gases de efecto invernadero y adaptarse a lo inevitable ya: una Tierra dos grados más caliente.
Algunos creerán que todo esto es una visión apocalíptica. Ojalá tuvieran razón y no los 356 científicos de 39 países que firmaron el Quinto Informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático: “el calentamiento global es inequívoco y desde 1950 se han observado cambios que no habían tenido precedentes en milenios. La influencia humana sobre el sistema climático es cada vez más clara”.
No parece entonces un error de cálculo científico. En este punto de la historia, cuando comienza el intento número 21 de los gobiernos para llegar a un acuerdo global, hasta los escépticos más recalcitrantes han aceptado el peso de la evidencia. Un grupo conformado por las diez mayores empresas petroleras pidió este año firmar un acuerdo: “Es el desafío del conjunto de la sociedad. Estamos dispuestos a asumir nuestro papel. En los próximos años reforzaremos nuestras acciones y nuestras inversiones para reducir la intensidad en carbono”.
Si no fuera eso lo que está en juego, el frágil equilibrio del que depende la vida humana, no estarían sentados en la mesa a partir de hoy y hasta el 13 de diciembre, en medio de una ciudad llena de miedo por el terrorismo, tantos antagonistas políticos.
Hace unos pocos meses, el periodista Sergio Silva publicó en este diario un trabajo que tituló “Cuando se esquiaba en el Ruiz”. Las nueve fotografías que acompañaban el texto en que relataba la lenta muerte de este glaciar, hipnotizaban. Eran un cálido recuerdo de una época que muchos no vivimos, los años 50, cuando en lo más alto de nuestras montañas, los colombianos se deslizaban por las laderas calzando esquíes y posaban junto a muñecos de nieve.
Ese glaciar perdió 139,4 millones de metros cúbicos entre 1946 y 1954 por razones naturales. Más adelante, el 13 de noviembre de 1985 el volcán que se esconde bajo el manto de nieve derritió otro 10 % de la masa glacial y la avalancha provocó una de las peores tragedias de nuestra historia: la desaparición de Armero.
Ahora, el nevado del Ruiz –lo que queda de él– y sus cinco vecinos blancos pierden anualmente entre el 3 y el 4 % de su área por el impacto del cambio climático. “En tres décadas, tal vez dejen de existir”, ha sentenciado el glaciólogo colombiano Jorge Luis Ceballos.
La naturaleza se desvanece a un ritmo que nuestra conciencia no nota ni extraña. Si no fuera por esas fotos y los relatos que sobreviven, no sospecharíamos que existió un Sky Club en un país tropical.
Si viajáramos al pasado, tan sólo 200 años, decía el escritor y antropólogo Wade Davis que “podríamos ir a la costa oeste de Canadá y ver los enormes cardúmenes de bacalaos que los barcos podían atravesar navegando. Ver millones de búfalos cubriendo las praderas de Norteamérica. Ver bandadas de millones de aves capaces de eclipsar el sol”.
En Colombia, hace 200 años habríamos pescado peces capitán en el río Bogotá o nos habríamos deleitado con cientos de monos titís cabeciblancos en los bosques secos tropicales de la Costa Atlántica. Hoy el río Bogotá es una cloaca y queda menos del 1 % del bosque seco.
Parece que en algún momento de la historia se fue desvaneciendo la más sencilla de las ideas que debe transmitirse de generación en generación: que los humanos, como el resto de los 8,7 millones de especies que existen en este planeta, dependemos absolutamente de los ecosistemas que nos rodean.
Sin glaciares que se derritan año tras año, los ríos de California no recibirían agua y las dos terceras partes de los vegetales que consumen los norteamericanos no podrían ser cultivados en ese valle. Tampoco las almendras que se reparten en Navidad.
Sin el Amazonas, donde se apiñan entre 400 y 600 mil árboles, cada uno bombeando a la atmósfera unos 1.000 litros de agua, no llovería sobre amplias zonas de Suramérica. Se secarían entonces los ríos que alimentan la represa de Cantareira, de la que toman agua 20 millones de habitantes en São Paulo, Brasil.
Sin moscas, por ejemplo, no habría mango en nuestra mesa, porque no se polinizarían los árboles, y sin abejorros no existiría el tomate para las ensaladas.
Los ejemplos son infinitos. El más mínimo acto de nuestras vidas, respirar, depende de una cadena interminable de eventos.
La Tierra, el único hogar
La Tierra es un lugar especial. Quien se asome por un telescopio descubrirá que todo rincón de la galaxia es árido. Lugares imposibles para la vida. Según la Agencia Espacial de Estados Unidos (NASA), el “primo más cercano a la Tierra”, el planeta Kepler-452b, está muy lejos de nuestro alcance. Incluso del alcance de nuestra imaginación. El viaje tomaría 1.400 años luz si pudiéramos viajar a esa velocidad.
Conclusión: este es el único hogar posible. En 1969, el químico James Lovelock y la bióloga Lynn Margulis plantearon una hipótesis para explicar por qué en medio de ese universo árido, aquí existía vida. La bautizaron la hipótesis Gaia. Razonaron que, desde un punto de vista químico, la atmósfera debería hallarse en equilibrio químico y debería estar compuesta mayoritariamente de CO2. Pero no es así. La atmósfera se compone en un 78 % de nitrógeno, 21 % de oxígeno y apenas un 0,03 % de dióxido de carbono.
Según Lovelock y Margulis, esto se debe a que la vida, con su actividad y su reproducción, mantiene estas condiciones.
Ese es el equilibrio químico que hoy está en negociación sobre la mesa en la Cumbre de Cambio Climático en París. Desde que comenzó la era industrial, de forma ingenua primero, y luego irresponsablemente, basamos todo el modelo de desarrollo en los combustibles fósiles y en deforestar los bosques que capturan ese carbono. Comenzamos a lanzar toneladas de CO2 a la atmósfera.
Desde la era preindustrial hasta hoy hemos lanzado a la atmósfera un total de 1.900 gigatoneladas (gt) de CO2. La pregunta obvia es cuánto más CO2 podemos emitir antes de cruzar el umbral peligroso, el de los 2 °C de aumento en la temperatura del planeta. La respuesta de los científicos es: 2.900 gt. Una simple resta da como resultado el presupuesto de carbono que nos queda: 1.000 gt.
Para esto se reunirán en París representantes de 192 países y unos 145 jefes de estado. El lenguaje de esas negociaciones es entreverado: “responsabilidades compartidas pero diferenciadas”, “contribuciones nacionales determinadas”, “mecanismos de pérdidas y daños”. En fin, se reúnen para definir si se crea un compromiso internacional, “jurídicamente vinculante”, para reducir las emisiones actuales de gases de efecto invernadero y adaptarse a lo inevitable ya: una Tierra dos grados más caliente.
Algunos creerán que todo esto es una visión apocalíptica. Ojalá tuvieran razón y no los 356 científicos de 39 países que firmaron el Quinto Informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático: “el calentamiento global es inequívoco y desde 1950 se han observado cambios que no habían tenido precedentes en milenios. La influencia humana sobre el sistema climático es cada vez más clara”.
No parece entonces un error de cálculo científico. En este punto de la historia, cuando comienza el intento número 21 de los gobiernos para llegar a un acuerdo global, hasta los escépticos más recalcitrantes han aceptado el peso de la evidencia. Un grupo conformado por las diez mayores empresas petroleras pidió este año firmar un acuerdo: “Es el desafío del conjunto de la sociedad. Estamos dispuestos a asumir nuestro papel. En los próximos años reforzaremos nuestras acciones y nuestras inversiones para reducir la intensidad en carbono”.
Si no fuera eso lo que está en juego, el frágil equilibrio del que depende la vida humana, no estarían sentados en la mesa a partir de hoy y hasta el 13 de diciembre, en medio de una ciudad llena de miedo por el terrorismo, tantos antagonistas políticos.