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Timón, el ingenioso y divertido suricato de la película de Disney, viene de una de sociedad de psicópatas patológicas en la que una hembra dominante monopoliza la reproducción asesinando, extorsionando y abusando de sus hermanas y cualquier otra hembra en edad reproductiva. Como cuenta Lucy Cooke en su libro Bitch, los suricatos (Suricata suricatta), una especie de mangosta, viven en clanes de entre 3 y 50 miembros en madrigueras y formaciones rocosas en los desiertos del sur de África. Suelen excavar en busca de alimentos –escarabajos, lepidópteros, escorpiones, ranas, pequeñas aves, plantas, semillas–, vigilar el horizonte parados en dos patas, como adorables centinelas, y matarse con una sevicia que no tiene paralelo en el resto de los mamíferos. (Lea El cambio climático visto desde el Sur Global: así buscan cerrar una deuda histórica)
La probabilidad de que un suricato muera directamente por las garritas de su propia especie es casi una en cinco, de acuerdo con un artículo publicado, en 2016, en la revista Nature. (En 2017, la tasa de homicidios de los humanos fue de 6,1 por cada 100.000 habitantes, o 0,0061 por cada 100). El estudio, que buscaba indagar en el origen filogenético de la violencia humana, analizó las tasas de homicidio de más de mil especies de mamíferos y encontró que los suricatos se llevaban el premio por encima de dos especies de monos, algunos lémures –otro animal sorprendentemente asesino–, los lobos marinos de Nueva Zelanda, una especie de marmotas, y animales que estamos más acostumbrados a juzgar como los leones y los lobos. En días piadosos, las hembras dominantes muerden, golpean y exilian a sus competidoras; el resto del tiempo, las asesinan y, de paso, matan a sus bebés.
El reino animal está repleto de historias similares: hay violencia, muerte y sufrimiento por doquier (si quieren traumatizarse, averigüen sobre las prácticas reproductivas de las nutrias marinas). Recientemente, algunas personas han propuesto que es nuestro deber acabar con el sufrimiento animal a toda costa. Las conclusiones a las que han llegado serían risibles de no ser porque muchos seguidores se las toman en serio. Algunos han llegado al extremo de sugerir que deberíamos pensar en eliminar todos los animales depredadores del mundo o que, como afirma Martha Nussbaum, una de las filósofas más renombradas del mundo, en Justice for Animals, su más reciente libro, quizás deberíamos considerar reemplazar los instintos depredadores de esos animales con comportamientos que no causen sufrimiento, tal y como hacen los cuidadores en los zoológicos o las personas responsables con sus mascotas.
El argumento, en breve, es el siguiente. Los humanos controlamos y somos responsables incluso de aquellas áreas que se consideran “salvajes”, como las sabanas africanas y los parques naturales de cada país. Dado que velamos por los seres que viven allí, tenemos una responsabilidad moral de evitar el sufrimiento de cada individuo. Cuando un depredador mata a una presa, esta sufre. Por lo tanto, deberíamos evitar que los depredadores maten a sus presas.
Para un filósofo como Jeff McMahan, de la Universidad de Rutgers, esto significa eliminar a todos los depredadores del mundo. ¿Cómo? McMahan, al igual que Nussbaum, afirma que “nuestra ignorancia de las potenciales ramificaciones de nuestras intervenciones en el mundo natural aún es profundo” y que matarlos, sin más, puede tener consecuencias ecológicas que causen aún más sufrimiento del que se pretendía evitar. No obstante, esto no quiere decir que no debamos desear la extinción de los carnívoros, pues no es cierto “que las especies existentes sean sagradas o irremplazables”. Individualizar especies es un criterio moralmente irrelevante, afirma McMahan.
Nussbaum llega conclusiones a similares. Los animales individuales que tienen sensaciones y sentimientos (sentience) –olvídense de los insectos– merecen tener vidas plenas en las que no sean devorados por depredadores. “Es importante seguir señalando que los antílopes no fueron hechos para ser comida; fueron hechos para vivir una vida de antílope”, escribe Nussbaum. “El hecho de que a menudo no puedan vivir esas vidas es un problema, y, dado que estamos a cargo en todas partes, tenemos que buscar qué tanto podemos y debemos hacer al respecto”. Nussbaum no cree que debamos eliminar los depredadores, dada nuestra ignorancia científica sobre las posibles consecuencias, pero sí considera que sus instintos pueden redirigirse para evitar que maten a sus presas usando las tácticas que se usan en los zoológicos y en los hogares. Quizás esos instintos no puedan satisfacerse del todo –”en lo que concierne a lo ‘salvaje’, es evidente que nuestro conocimiento es mínimo”, dice Nussbaum (!)–, pero lo que es claro es debemos reconocer la depredación como un problema y que debemos hacer algo al respecto.
Cuesta elegir por dónde empezar. Ambas posiciones delatan un gran desconocimiento de la biología. No es cierto que nuestro conocimiento sea mínimo. Sabemos que, a menudo, la extinción de una especie causa un “efecto cascada” que puede llevar a la extinción de otras, dadas las frágiles interrelaciones que forjan los ecosistemas; sabemos que los depredadores cumplen un rol esencial en el balance ecológico –el caso de los lobos grises en Yellowstone es ejemplar–; sabemos que son muchos menos y que la mayoría de presas viven vidas de presas, en gran parte gracias a la existencia de los depredadores; sabemos que los animales salvajes no son iguales a los domésticos; y sabemos, al menos quienes apreciamos la belleza, que no es cierto que la desaparición de una u otra especie sea moralmente irrelevante.
Hay un enorme peligro en equiparar la violencia animal con la humana. Por un lado, se corre el riesgo de juzgar a todas las especies de animales no humanos con un rasero del todo incompatible. Por el otro, se corre el riesgo exculpar comportamientos humanos que deben juzgarse.
Y hay una cuestión aún más importante. El sufrimiento animal no se limita a la relación entre depredador y presa. Hay especies cuyas sociedades dependen de estructuras basadas en la violencia, como la de los suricatos. Hay especies cuya reproducción depende de lo que es inevitable describir como una violación masiva (por favor, no investiguen ni a los patos ni a las nutrias marinas). Y hay especies que han sobrevivido mediante el infanticidio, el canibalismo y toda suerte de comportamientos aberrantes, en términos humanos.
Me pregunto qué haría Nussbaum con todas esas especies. Es un problema, diría seguramente, y no podemos ignorarlo, pues todos los animales sintientes son nuestra responsabilidad. Pero, así lo sean, no es la clase de responsabilidad que tenemos ante los niños o las víctimas. Temo que la solución de Nussbaum, como la de muchos animalistas, sería intentar entrenarlos como a nuestras mascotas.
*Santiago Wills es un escritor y periodista bogotano. Ha sido tres veces ganador del Premio Simón Bolívar y finalista de varios premios internacionales de crónica. Su primera novela, Jaguar (Literatura Randomhouse 2022), fue semifinalista del Premio Herralde.
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