Después del carbón: lo que quedó de la explotación minera en el Cesar
En 2021, una empresa que llevaba más de 20 años explotando carbón en el Cesar renunció inesperadamente a sus títulos mineros. Las personas, que dependían en su mayoría de esta actividad, hoy se preguntan de qué van a vivir tras ese cierre. Visitamos “el piloto de la transición energética” en Colombia tres años después.
Andrés Mauricio Díaz Páez
La primera vez que Domélica Muñoz vio un camión minero supo que quería dedicarse a transportar carbón en una mina. Era una máquina que medía 15 metros de largo, por más de 9 de ancho y 7 de alto, capaz de transportar más de 300 toneladas de carga. Conducirlo, recuerda, “es como ir sobre el segundo piso de una casa. Yo decía que me tenía que montar en un camión de esos, tenía la ilusión de hacerlo”.
Era el inicio de la década del 2000 y La Jagua de Ibirico, Cesar —el municipio en el que creció—, estaba cambiando. Venía de ser uno de esos pueblos en donde “todos se conocían con todos”. Apenas superaba los 7.000 habitantes y la gente vivía de la agricultura, la ganadería y la pesca.
La explotación de carbón a gran escala, que empezó en la década de 1990, se había incrementado con la llegada de las multinacionales Glencore y Drummond. Por esos tiempos, además, se vivía uno de los momentos más violentos del conflicto armado en el departamento. “Nos hicieron salir de los campos. Hubo muertos y desplazados por todas partes. ¿Qué hacíamos nosotros? Lo más viable que vimos fue meternos a trabajar a la mina”, cuenta Domélica.
En 2005, La Jagua ya tenía más de 16.000 habitantes y cerca de la mitad venían de otras partes del país. Algo similar sucedió en La Loma, un corregimiento de El Paso, Cesar, que empezó crecer desbordadamente y superó en habitantes a la cabecera del municipio. De la economía campesina quedó poco. Las calles se llenaron de restaurantes, hoteles, bancos, cantinas y casinos improvisados, en donde trabajaban las personas que no se fueron a las minas.
Las jornadas eran largas. Domélica se levantaba sobre las 4:00 a.m., oraba, se alistaba y salía al paradero del bus que la llevaba a la mina. Al llegar, desayunaba y se montaba al camión a las 6:00 a.m. Trabajaba seis horas, almorzaba en treinta minutos y volvía al camión hasta las 6:00 p.m. De ahí, regresaba a su casa. Contando el tiempo de transporte para entrar y salir de la mina, “la jornada podía ser de 14 o 15 horas”, según Wilman Muñoz, otro operador de camión minero.
Todo esto era remunerado con un sueldo hoy equivalente a cerca de $5.000.000. “El carbón nos cambió el estrato social a todos”, dice Domélica frente a la casa que logró construir durante los años que trabajó en la mina. Tiene una sola planta, habitaciones para ella y sus hijas, y un espacio para la sala y el comedor. Las paredes, sin embargo, no tienen acabados. “No alcancé a terminarla”, cuenta.
En 2021, el Grupo Prodeco, un conjunto de empresas subsidiarias de Glencore, le envió una inesperada carta avisando que terminaría su operación en las minas La Jagua y Calenturitas, ambas a unos 10 minutos en carro del casco urbano de La Jagua de Ibirico. En total, terminaron el contrato a unos 1.200 trabajadores directos y 5.000 que trabajaban a través de agencias de empleo temporal. Aún quedan cinco títulos mineros activos a cargo de las empresas Drummond y Colombian Natural Resources, pero sus minas también cerrarán entre 2025 y 2034.
Lo que quedó del carbón
La renuncia a los títulos mineros no tomó por sorpresa únicamente a los trabajadores. El Estado colombiano esperaba que el Grupo Prodeco explotara carbón en esta región, al menos, hasta 2035. De hecho, el Plan de Desarrollo Municipal de La Jagua de Ibirico planteaba, en 2020, que los más de 18 millones de toneladas de carbón que se generaban anualmente en el municipio eran uno de los pilares que impulsarían en los próximos años “el crecimiento del municipio, ya que el carbón, con todas sus actividades conexas, representa más del 67 % del PIB territorial”.
En su momento, la empresa respaldó su decisión en la caída de los precios internacionales del carbón, un mercado que se había visto afectado por la pandemia del covid-19, y los altos costos de la producción. Domélica, que entonces completaba 17 años operando camiones mineros, dice que nunca imaginó que su trabajo terminara de esa forma. “Fue un golpe duro. Y más cuando yo tenía una familia bien grande que mantener. La empresa no nos preparó psicológicamente para ese momento”, añade.
Tras el cierre de las minas, los habitantes del corredor minero empezaron a notar otros problemas. Por ejemplo, la contaminación que genera el polvillo del carbón, que se expulsa cuando se hacen detonaciones para remover tierra y alcanzar el mineral, y en sus procesos de trituración y transporte.
Las voladuras siempre las hacían sobre el medio día, relata Álvaro Castro, presidente de la Asociación de Juntas de Acción Comunal de La Jagua de Ibirico (Asojuntas). A esa hora, el polvillo de carbón se dispersaba hacia la cabecera del municipio. “Aquí llovía y el agua caía negra de los techos de las casas”, apunta.
En 2013, un estudio de la revista Salud Pública de la Universidad Nacional había encontrado indicios de lo que podía causar ese material en la salud de las personas. Sus autores, entre los que estaba Leonardo Quiroz-Arcentales, entonces funcionario del Ministerio de Salud, y Carlos Agudelo Calderón, del Instituto de Salud Pública de la Universidad Nacional, detectaron que había una mayor presencia de enfermedades respiratorias en los niños que viven cerca de los sitios de explotación de carbón y los depósitos de residuos de minería en el Cesar.
En otros países también han documentado algunos efectos asociados a la explotación de carbón. En 2020, la revista Environmental Research publicó una revisión de evidencia científica que sugiere que el aumento de una enfermedad pulmonar llamada neumoconiosis en los mineros del carbón (NMC) está asociada al mal manejo del polvillo de este mineral en zonas de explotación. Los autores advertían que era un asunto sobre el que no se había investigado lo suficiente.
Además, en 2022, la Contraloría presentó una evaluación sobre el cumplimiento de los planes de manejo y las licencias ambientales de explotación de carbón en el departamento. Concluyó que, aunque no se ha cumplido con la obligación de hacer estudios epidemiológicos de seguimiento a la salud de la población, sí hay soportes que sugieren una asociación entre la explotación de carbón y el deterioro de la salud.
“Existe suficiente evidencia en la literatura científica de los impactos derivados de la minería del carbón. No obstante, siempre el punto de mayor preocupación en este sector es la generación de partículas, las cuales, luego de un período considerable de tiempo de exposición por inhalación, bien sea por mineros o personas que habitan en los alrededores de las minas, puede, eventualmente, desembocar en diversidad de patologías pulmonares, en particular la neumoconiosis, enfermedad inflamatoria de los pulmones que puede conducir a una pérdida total de la función pulmonar”, dice el documento.
Pero el polvillo no solo ha llegado a los pulmones de los habitantes de La Jagua de Ibirico, La Loma y Becerril. Esta actividad, resalta la Contraloría en su evaluación, también ha tenido un impacto visible en bosques y ríos, algo que involucra a las empresas que han hecho la explotación, pero también a entidades del Estado que no han cumplido con sus funciones de vigilancia. La pregunta que ahora se hacen en estos municipios es ¿quién se hará cargo de esos impactos?
El plan de cierre ambiental
Juan Osorio, miembro del Consejo Comunitario Caño Candela, del municipio de Becerril, recuerda su infancia cazando animales en la sabana del corredor minero y pescando bocachico en el río Maracas, al pie de la Serranía del Perijá. “Tenemos un arraigo de siete generaciones”, dice, que formaron su vida y sus costumbres en un territorio en el que hoy se hace minería y ya no se puede pescar.
“Ese transcurso natural, esa comunicación que siempre hemos tenido con el río y la ciénega, hoy está interrumpida por un taponamiento de más de 7 kilómetros”, afirma. En 2010, con autorización del entonces Ministerio de Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial, el Grupo Prodeco realizó una desviación en este afluente para explotar carbón.
Cuando llueve, en las veredas que conforman Caño Candela se forman inundaciones, según sus habitantes, por el taponamiento del río. “El agua siempre busca su cauce original”, dice el trabajador de una de las fincas mientras atraviesa un arroyo que le cubre la mitad del cuerpo al caballo que monta, un trayecto que antes podía hacer a pie. La corriente ya cubrió una casa y cada vez está más cerca de donde viven actualmente.
El río Calenturitas, antes de encontrarse con el río Maracas, atraviesa por La Loma, en el municipio de El Paso. Cuando era niña, relata Madeleine Castillejo, líder social del corregimiento, era muy inquieta y le gustaba ir de paseo a bañarse allí. “Uno podía lanzarse desde el barranco, porque era profundo. Hoy ya no se puede hacer eso. Llevo años sin ver el río, porque está en territorio de las minas”, añade.
El Grupo Prodeco tiene una versión distinta de lo que ha ocurrido. Asegura que, tras la desviación del río Maracas, “no se ha presentado afectación o modificación de ningún tipo, situación que ha sido objeto de verificación por parte de la Agencia Nacional de Licencias Ambientales (ANLA)”. El Espectador consutó a esta entidad para conocer los resultados de ese seguimiento, pero al cierre de esta edición no hubo respuesta.
La empresa también está trabajando en la elaboración de los “planes de cierre” de las minas, que deberá entregar a la autoridad ambiental. Esta entidad deberá verificar cuáles son los impactos ambientales que existen como consecuencia de la actividad minera y las obligaciones que tendrá la empresa para compensarlos, algo que también ocurrirá con Drummond y CNR cuando cierren sus minas.
Se espera que en estos documentos se corrija una falla que encontró la Contraloría en su auditoría de 2022. “Los planes de compensación no se han presentado oportunamente ante la ANLA”, se lee en el documento emitido por la entidad en junio de 2022. “Además, su porcentaje de ejecución es muy bajo, teniendo en cuenta que algunos proyectos operan hace más de 20 años y no han iniciado con la implementación de dicho plan. Es así como los impactos ambientales que no se pueden prevenir, mitigar o corregir no están siendo compensados a medida que avanza la explotación minera”.
En el caso del Grupo Prodeco, aunque la legislación actual no contempla explícitamente la participación de las comunidades afectadas, hay 14 organizaciones sociales, campesinas, indígenas y sindicales que presentaron una tutela para pedir que las incluyan. Consideran que, de no hacerlo, estarían vulnerando su derecho a la consulta previa y el acceso a la información. “Más allá de saber si la empresa es culpable o no”, dice Osorio, desde el Consejo Comunitario Caño Candela piden que se les reconozca como parte de la zona de influencia directa de las minas, pues consideran que se han afectado sus actividades de subsistencia.
Un juzgado de Valledupar les dio la razón y ordenó a la ANLA y a Grupo Prodeco a instalar “un mecanismo efectivo de participación con publicidad y transparencia en medios digitales” para incluir a las comunidades en la elaboración de los planes de cierre. Para cumplir el fallo, se citó a tres reuniones a finales de 2022 en las que la empresa socializó los avances en el plan de manejo ambiental de las minas y las compensaciones a las que habría lugar.
Luego de esto, las organizaciones pidieron que se considerara que el fallo no había sido acatado. A su parecer no hubo una participación efectiva. El Consejo de Estado, sin embargo, revisó la situación y dijo que esa socialización cumplió con la sentencia. Andrea Torres Bobadilla, abogada de las 14 asociaciones que interpusieron la tutela, no está de acuerdo. Dice que esas reuniones serían el inicio de la participación, pero que luego de eso no se convocó ningún otro encuentro.
La Procuraduría y la Defensoría, entidades que debían verificar que esto fuera así, no presentaron un informe para sentar su posición sobre el cumplimiento del fallo. Al consultar a estas entidades, no obtuvimos ninguna respuesta por parte de la Defensoría, mientras que la Procuraduría dice que no participaron de las reuniones “ni tampoco nos allegaron ese fallo para hacerle seguimiento”.
El Grupo Prodeco le confirmó a El Espectador que están preparando los planes de cierre “para su posterior presentación tanto a la autoridad ambiental (la ANLA) como a las comunidades y demás grupos de interés” y que los espacios de participación se están dando “en los términos definidos por la autoridad ambiental y la normatividad aplicable para este tipo de procesos”.
La ANLA, por su parte, asegura que se encuentra a la espera de la radicación del Plan de Cierre Definitivo actualizado de la mina Calenturitas, así como de la entrega de algunos ajustes en el Plan de Cierre de la mina La Jagua.
El proceso de cierre también incluye la entrega de las minas y algunos bienes por parte de la empresa al Estado, que se conoce como liquidación de los contratos mineros. De acuerdo con Álvaro Pardo, presidente de la Agencia Nacional de Minería (ANM), entidad a cargo de ese proceso, entre camiones, maquinaria pesada, insumos y tierras, el Grupo Prodeco regresará al país bienes avaluados en US$ 121 millones, con corte al 24 de mayo de 2024. “Hay algunos bienes, que no están contabilizados en esa cifra, que están en disputa y deberá definirse ante un tribunal si los entregan o no”, agrega.
Frente a las minas, Pardo explica que más del 70 % del área de La Jagua fue integrada a la Serranía del Perijá. Por su importancia ambiental, que ahora está por encima del valor de la explotación de carbón, ya no se podrá hacer minería en esa zona. En la otra, la de Calenturitas, “hay una decisión del gobierno nacional de que no puede haber minería a gran escala y a cielo abierto. Calenturitas entraría en esa categoría, entonces estamos determinando todavía qué hacer con esa mina”.
El día que entrevistamos a Domélica para este reportaje, decidió vestir una camiseta con un llamado para el Gobierno: “transición energética sí, pero justa”. Tras este cierre, el Cesar ha disminuido su producción anual de carbón en cerca de 20 millones de toneladas entre 2019 y 2023, y el próximo año cerrará la primera de las cinco minas que siguen activas.
Con las compensaciones sociales y ambientales pendientes, los habitantes del corredor minero se preguntan si habrá justicia en la transición, pues todavía no saben de qué van a vivir después del carbón.
*Lea la segunda parte de este reportaje aquí.
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La primera vez que Domélica Muñoz vio un camión minero supo que quería dedicarse a transportar carbón en una mina. Era una máquina que medía 15 metros de largo, por más de 9 de ancho y 7 de alto, capaz de transportar más de 300 toneladas de carga. Conducirlo, recuerda, “es como ir sobre el segundo piso de una casa. Yo decía que me tenía que montar en un camión de esos, tenía la ilusión de hacerlo”.
Era el inicio de la década del 2000 y La Jagua de Ibirico, Cesar —el municipio en el que creció—, estaba cambiando. Venía de ser uno de esos pueblos en donde “todos se conocían con todos”. Apenas superaba los 7.000 habitantes y la gente vivía de la agricultura, la ganadería y la pesca.
La explotación de carbón a gran escala, que empezó en la década de 1990, se había incrementado con la llegada de las multinacionales Glencore y Drummond. Por esos tiempos, además, se vivía uno de los momentos más violentos del conflicto armado en el departamento. “Nos hicieron salir de los campos. Hubo muertos y desplazados por todas partes. ¿Qué hacíamos nosotros? Lo más viable que vimos fue meternos a trabajar a la mina”, cuenta Domélica.
En 2005, La Jagua ya tenía más de 16.000 habitantes y cerca de la mitad venían de otras partes del país. Algo similar sucedió en La Loma, un corregimiento de El Paso, Cesar, que empezó crecer desbordadamente y superó en habitantes a la cabecera del municipio. De la economía campesina quedó poco. Las calles se llenaron de restaurantes, hoteles, bancos, cantinas y casinos improvisados, en donde trabajaban las personas que no se fueron a las minas.
Las jornadas eran largas. Domélica se levantaba sobre las 4:00 a.m., oraba, se alistaba y salía al paradero del bus que la llevaba a la mina. Al llegar, desayunaba y se montaba al camión a las 6:00 a.m. Trabajaba seis horas, almorzaba en treinta minutos y volvía al camión hasta las 6:00 p.m. De ahí, regresaba a su casa. Contando el tiempo de transporte para entrar y salir de la mina, “la jornada podía ser de 14 o 15 horas”, según Wilman Muñoz, otro operador de camión minero.
Todo esto era remunerado con un sueldo hoy equivalente a cerca de $5.000.000. “El carbón nos cambió el estrato social a todos”, dice Domélica frente a la casa que logró construir durante los años que trabajó en la mina. Tiene una sola planta, habitaciones para ella y sus hijas, y un espacio para la sala y el comedor. Las paredes, sin embargo, no tienen acabados. “No alcancé a terminarla”, cuenta.
En 2021, el Grupo Prodeco, un conjunto de empresas subsidiarias de Glencore, le envió una inesperada carta avisando que terminaría su operación en las minas La Jagua y Calenturitas, ambas a unos 10 minutos en carro del casco urbano de La Jagua de Ibirico. En total, terminaron el contrato a unos 1.200 trabajadores directos y 5.000 que trabajaban a través de agencias de empleo temporal. Aún quedan cinco títulos mineros activos a cargo de las empresas Drummond y Colombian Natural Resources, pero sus minas también cerrarán entre 2025 y 2034.
Lo que quedó del carbón
La renuncia a los títulos mineros no tomó por sorpresa únicamente a los trabajadores. El Estado colombiano esperaba que el Grupo Prodeco explotara carbón en esta región, al menos, hasta 2035. De hecho, el Plan de Desarrollo Municipal de La Jagua de Ibirico planteaba, en 2020, que los más de 18 millones de toneladas de carbón que se generaban anualmente en el municipio eran uno de los pilares que impulsarían en los próximos años “el crecimiento del municipio, ya que el carbón, con todas sus actividades conexas, representa más del 67 % del PIB territorial”.
En su momento, la empresa respaldó su decisión en la caída de los precios internacionales del carbón, un mercado que se había visto afectado por la pandemia del covid-19, y los altos costos de la producción. Domélica, que entonces completaba 17 años operando camiones mineros, dice que nunca imaginó que su trabajo terminara de esa forma. “Fue un golpe duro. Y más cuando yo tenía una familia bien grande que mantener. La empresa no nos preparó psicológicamente para ese momento”, añade.
Tras el cierre de las minas, los habitantes del corredor minero empezaron a notar otros problemas. Por ejemplo, la contaminación que genera el polvillo del carbón, que se expulsa cuando se hacen detonaciones para remover tierra y alcanzar el mineral, y en sus procesos de trituración y transporte.
Las voladuras siempre las hacían sobre el medio día, relata Álvaro Castro, presidente de la Asociación de Juntas de Acción Comunal de La Jagua de Ibirico (Asojuntas). A esa hora, el polvillo de carbón se dispersaba hacia la cabecera del municipio. “Aquí llovía y el agua caía negra de los techos de las casas”, apunta.
En 2013, un estudio de la revista Salud Pública de la Universidad Nacional había encontrado indicios de lo que podía causar ese material en la salud de las personas. Sus autores, entre los que estaba Leonardo Quiroz-Arcentales, entonces funcionario del Ministerio de Salud, y Carlos Agudelo Calderón, del Instituto de Salud Pública de la Universidad Nacional, detectaron que había una mayor presencia de enfermedades respiratorias en los niños que viven cerca de los sitios de explotación de carbón y los depósitos de residuos de minería en el Cesar.
En otros países también han documentado algunos efectos asociados a la explotación de carbón. En 2020, la revista Environmental Research publicó una revisión de evidencia científica que sugiere que el aumento de una enfermedad pulmonar llamada neumoconiosis en los mineros del carbón (NMC) está asociada al mal manejo del polvillo de este mineral en zonas de explotación. Los autores advertían que era un asunto sobre el que no se había investigado lo suficiente.
Además, en 2022, la Contraloría presentó una evaluación sobre el cumplimiento de los planes de manejo y las licencias ambientales de explotación de carbón en el departamento. Concluyó que, aunque no se ha cumplido con la obligación de hacer estudios epidemiológicos de seguimiento a la salud de la población, sí hay soportes que sugieren una asociación entre la explotación de carbón y el deterioro de la salud.
“Existe suficiente evidencia en la literatura científica de los impactos derivados de la minería del carbón. No obstante, siempre el punto de mayor preocupación en este sector es la generación de partículas, las cuales, luego de un período considerable de tiempo de exposición por inhalación, bien sea por mineros o personas que habitan en los alrededores de las minas, puede, eventualmente, desembocar en diversidad de patologías pulmonares, en particular la neumoconiosis, enfermedad inflamatoria de los pulmones que puede conducir a una pérdida total de la función pulmonar”, dice el documento.
Pero el polvillo no solo ha llegado a los pulmones de los habitantes de La Jagua de Ibirico, La Loma y Becerril. Esta actividad, resalta la Contraloría en su evaluación, también ha tenido un impacto visible en bosques y ríos, algo que involucra a las empresas que han hecho la explotación, pero también a entidades del Estado que no han cumplido con sus funciones de vigilancia. La pregunta que ahora se hacen en estos municipios es ¿quién se hará cargo de esos impactos?
El plan de cierre ambiental
Juan Osorio, miembro del Consejo Comunitario Caño Candela, del municipio de Becerril, recuerda su infancia cazando animales en la sabana del corredor minero y pescando bocachico en el río Maracas, al pie de la Serranía del Perijá. “Tenemos un arraigo de siete generaciones”, dice, que formaron su vida y sus costumbres en un territorio en el que hoy se hace minería y ya no se puede pescar.
“Ese transcurso natural, esa comunicación que siempre hemos tenido con el río y la ciénega, hoy está interrumpida por un taponamiento de más de 7 kilómetros”, afirma. En 2010, con autorización del entonces Ministerio de Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial, el Grupo Prodeco realizó una desviación en este afluente para explotar carbón.
Cuando llueve, en las veredas que conforman Caño Candela se forman inundaciones, según sus habitantes, por el taponamiento del río. “El agua siempre busca su cauce original”, dice el trabajador de una de las fincas mientras atraviesa un arroyo que le cubre la mitad del cuerpo al caballo que monta, un trayecto que antes podía hacer a pie. La corriente ya cubrió una casa y cada vez está más cerca de donde viven actualmente.
El río Calenturitas, antes de encontrarse con el río Maracas, atraviesa por La Loma, en el municipio de El Paso. Cuando era niña, relata Madeleine Castillejo, líder social del corregimiento, era muy inquieta y le gustaba ir de paseo a bañarse allí. “Uno podía lanzarse desde el barranco, porque era profundo. Hoy ya no se puede hacer eso. Llevo años sin ver el río, porque está en territorio de las minas”, añade.
El Grupo Prodeco tiene una versión distinta de lo que ha ocurrido. Asegura que, tras la desviación del río Maracas, “no se ha presentado afectación o modificación de ningún tipo, situación que ha sido objeto de verificación por parte de la Agencia Nacional de Licencias Ambientales (ANLA)”. El Espectador consutó a esta entidad para conocer los resultados de ese seguimiento, pero al cierre de esta edición no hubo respuesta.
La empresa también está trabajando en la elaboración de los “planes de cierre” de las minas, que deberá entregar a la autoridad ambiental. Esta entidad deberá verificar cuáles son los impactos ambientales que existen como consecuencia de la actividad minera y las obligaciones que tendrá la empresa para compensarlos, algo que también ocurrirá con Drummond y CNR cuando cierren sus minas.
Se espera que en estos documentos se corrija una falla que encontró la Contraloría en su auditoría de 2022. “Los planes de compensación no se han presentado oportunamente ante la ANLA”, se lee en el documento emitido por la entidad en junio de 2022. “Además, su porcentaje de ejecución es muy bajo, teniendo en cuenta que algunos proyectos operan hace más de 20 años y no han iniciado con la implementación de dicho plan. Es así como los impactos ambientales que no se pueden prevenir, mitigar o corregir no están siendo compensados a medida que avanza la explotación minera”.
En el caso del Grupo Prodeco, aunque la legislación actual no contempla explícitamente la participación de las comunidades afectadas, hay 14 organizaciones sociales, campesinas, indígenas y sindicales que presentaron una tutela para pedir que las incluyan. Consideran que, de no hacerlo, estarían vulnerando su derecho a la consulta previa y el acceso a la información. “Más allá de saber si la empresa es culpable o no”, dice Osorio, desde el Consejo Comunitario Caño Candela piden que se les reconozca como parte de la zona de influencia directa de las minas, pues consideran que se han afectado sus actividades de subsistencia.
Un juzgado de Valledupar les dio la razón y ordenó a la ANLA y a Grupo Prodeco a instalar “un mecanismo efectivo de participación con publicidad y transparencia en medios digitales” para incluir a las comunidades en la elaboración de los planes de cierre. Para cumplir el fallo, se citó a tres reuniones a finales de 2022 en las que la empresa socializó los avances en el plan de manejo ambiental de las minas y las compensaciones a las que habría lugar.
Luego de esto, las organizaciones pidieron que se considerara que el fallo no había sido acatado. A su parecer no hubo una participación efectiva. El Consejo de Estado, sin embargo, revisó la situación y dijo que esa socialización cumplió con la sentencia. Andrea Torres Bobadilla, abogada de las 14 asociaciones que interpusieron la tutela, no está de acuerdo. Dice que esas reuniones serían el inicio de la participación, pero que luego de eso no se convocó ningún otro encuentro.
La Procuraduría y la Defensoría, entidades que debían verificar que esto fuera así, no presentaron un informe para sentar su posición sobre el cumplimiento del fallo. Al consultar a estas entidades, no obtuvimos ninguna respuesta por parte de la Defensoría, mientras que la Procuraduría dice que no participaron de las reuniones “ni tampoco nos allegaron ese fallo para hacerle seguimiento”.
El Grupo Prodeco le confirmó a El Espectador que están preparando los planes de cierre “para su posterior presentación tanto a la autoridad ambiental (la ANLA) como a las comunidades y demás grupos de interés” y que los espacios de participación se están dando “en los términos definidos por la autoridad ambiental y la normatividad aplicable para este tipo de procesos”.
La ANLA, por su parte, asegura que se encuentra a la espera de la radicación del Plan de Cierre Definitivo actualizado de la mina Calenturitas, así como de la entrega de algunos ajustes en el Plan de Cierre de la mina La Jagua.
El proceso de cierre también incluye la entrega de las minas y algunos bienes por parte de la empresa al Estado, que se conoce como liquidación de los contratos mineros. De acuerdo con Álvaro Pardo, presidente de la Agencia Nacional de Minería (ANM), entidad a cargo de ese proceso, entre camiones, maquinaria pesada, insumos y tierras, el Grupo Prodeco regresará al país bienes avaluados en US$ 121 millones, con corte al 24 de mayo de 2024. “Hay algunos bienes, que no están contabilizados en esa cifra, que están en disputa y deberá definirse ante un tribunal si los entregan o no”, agrega.
Frente a las minas, Pardo explica que más del 70 % del área de La Jagua fue integrada a la Serranía del Perijá. Por su importancia ambiental, que ahora está por encima del valor de la explotación de carbón, ya no se podrá hacer minería en esa zona. En la otra, la de Calenturitas, “hay una decisión del gobierno nacional de que no puede haber minería a gran escala y a cielo abierto. Calenturitas entraría en esa categoría, entonces estamos determinando todavía qué hacer con esa mina”.
El día que entrevistamos a Domélica para este reportaje, decidió vestir una camiseta con un llamado para el Gobierno: “transición energética sí, pero justa”. Tras este cierre, el Cesar ha disminuido su producción anual de carbón en cerca de 20 millones de toneladas entre 2019 y 2023, y el próximo año cerrará la primera de las cinco minas que siguen activas.
Con las compensaciones sociales y ambientales pendientes, los habitantes del corredor minero se preguntan si habrá justicia en la transición, pues todavía no saben de qué van a vivir después del carbón.
*Lea la segunda parte de este reportaje aquí.
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