Por qué los incendios forestales son otra pandemia global
Fragmento del libro “El planeta inhóspito” (2019), investigación del periodista estadounidense David Wallace-Wells, publicado en Colombia con el sello editorial Debate.
David Wallace-Wells * / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
Los incendios forestales no son una desgracia únicamente estadounidense; son una pandemia global. En la helada Groenlandia, parece que en 2017 se quemó una superficie diez veces mayor que en 2014; en Suecia, en 2018, los bosques en el círculo ártico ardieron en llamas. Los incendios que se producen tan al norte pueden parecer inocuos, en términos relativos, ya que en esas zonas hay poca población, pero están aumentando más rápido que en otras latitudes, y preocupan muchísimo a los climatólogos: el hollín y la ceniza que desprenden puede depositarse sobre las plataformas de hielo y ennegrecerlas, lo que a su vez hace que estas absorban una mayor proporción de los rayos solares y se fundan con más rapidez. (La noticia: Por los incendios y el fenómeno del Niño, el gobierno declaró desastre nacional).
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Los incendios forestales no son una desgracia únicamente estadounidense; son una pandemia global. En la helada Groenlandia, parece que en 2017 se quemó una superficie diez veces mayor que en 2014; en Suecia, en 2018, los bosques en el círculo ártico ardieron en llamas. Los incendios que se producen tan al norte pueden parecer inocuos, en términos relativos, ya que en esas zonas hay poca población, pero están aumentando más rápido que en otras latitudes, y preocupan muchísimo a los climatólogos: el hollín y la ceniza que desprenden puede depositarse sobre las plataformas de hielo y ennegrecerlas, lo que a su vez hace que estas absorban una mayor proporción de los rayos solares y se fundan con más rapidez. (La noticia: Por los incendios y el fenómeno del Niño, el gobierno declaró desastre nacional).
En 2018, se declaró otro incendio en la frontera entre Rusia y Finlandia, y el humo procedente de los que hubo en Siberia durante ese verano acabó llegando a la zona continental de Estados Unidos. Ese mismo mes, el segundo incendio más mortífero del siglo xxi había barrido el litoral griego, causando noventa y nueve muertos. En un complejo hotelero, decenas de huéspedes que intentaban escapar de las llamas descendiendo por unas estrechas escaleras de piedra que llevaban al mar Egeo, acabaron siendo atrapados por las llamas antes de llegar al agua y murieron literalmente los unos en los brazos de los otros.
Los efectos de estos incendios no son lineales ni pueden sumarse con facilidad. Quizá sea más preciso decir que inician un nuevo conjunto de ciclos biológicos. Los científicos advierten de que, aun si California queda reducida a maleza por un futuro más seco, lo cual haría imposible evitar que hubiese más y más incendios fatídicos, la probabilidad de que se produzcan episodios de precipitaciones aparentemente sin precedentes también aumentará (llegando a triplicarse los posibles incidentes como el que provocó en ese estado la gran inundación de 1862).
Y los corrimientos de tierra son una de las manifestaciones más evidentes de los nuevos horrores que esto anuncia: en Santa Bárbara ese enero, las casas bajas fueron golpeadas por las masas que rodaban ladera abajo de la montaña hacia el mar formando un interminable río marrón. Un padre, llevado por el pánico, colocó a sus hijos sobre la encimera de mármol de la cocina, pensando que era el objeto más resistente de la casa, y contempló cómo un peñasco rodante aplastaba el dormitorio donde los niños habían estado apenas unos momentos antes. Un niño pequeño que no sobrevivió fue hallado a tres kilómetros de su casa, en una hondonada excavada por unas vías de tren junto a la orilla del mar, hasta donde se supone que llegó arrastrado por un torrente continuo de barro. Tres kilómetros.
Cada año mueren en todo el mundo entre 260.000 y 600.000 personas debido al humo de los incendios forestales,23 y se ha encontrado relación entre los que hubo en Canadá y los repuntes en el número de hospitalizaciones, incluso en lugares tan distantes como el litoral oriental de Estados Unidos. Durante años, la calidad del agua potable en Colorado se resintió debido a los efectos de un solo incendio que tuvo lugar en 2002. En 2014, los Territorios del Noroeste canadienses se cubrieron de humo de incendios, lo cual provocó un repunte del 42 por ciento en las visitas al hospital por dolencias respiratorias, en lo que un estudio ha calificado de profundo efecto negativo para el bienestar individual.
Una de las emociones más intensas que sintió la gente fue la de aislamiento —explicó posteriormente el investigador principal—. Se veían incapaces de huir. ¿Adónde iban a ir? Había humo por todas partes. Cuando mueren los árboles —por procesos naturales, por incendios, a manos de humanos— liberan a la atmósfera el carbono que habían almacenado en su interior, a veces incluso durante siglos.
En este sentido, son como el carbón. Y esta es la razón por la que el efecto de los incendios forestales sobre las emisiones es uno de los circuitos de realimentación más temidos: que los bosques del mundo, que por lo general han sido sumideros de carbono, se conviertan en fuentes de carbono y liberen todo ese gas almacenado. Las consecuencias de esto podrían ser particularmente dramáticas si los incendios asuelan bosques crecidos a partir de turba.
Por ejemplo, los ocurridos en turberas de Indonesia en 1997 provocaron la emisión de hasta 2.600 millones de toneladas de carbono, el 40 por ciento del nivel de emisiones medio en todo el mundo. Y más quema conlleva más calentamiento, que trae consigo más quema. En California, un único incendio forestal puede contrarrestar todas las reducciones en las emisiones logradas ese año gracias a las enérgicas políticas medioambientales del estado.
Actualmente, cada año tienen lugar fuegos de esa magnitud. Ponen así en solfa el enfoque tecnocrático y meliorista con que se afronta la reducción de las emisiones. En la Amazonia, que en 2010 sufrió su segunda sequía de las de cada cien años en el lapso de cinco años, se tiene constancia de que en 2017 hubo 100.000 incendios. Hoy en día, los árboles de la Amazonia asimilan una cuarta parte de todo el carbono que absorben cada a.o los bosques del planeta.
Pero, en 2018, Jair Bolsonaro fue elegido presidente de Brasil, con la promesa de que abriría la selva al desarrollo; esto es, a la deforestación. ¿Cuánto daño puede hacer al planeta una sola persona? Un grupo de científicos brasileños ha estimado que entre 2021 y 2030 la deforestación de Bolsonaro liberará el equivalente a 13,12 gigatoneladas de carbono.
Estados Unidos emitió el año pasado alrededor de 5 gigatoneladas. Esto significa que esa sola decisión política tendría un impacto, en términos de carbono, de entre dos y tres veces el del conjunto de la economía estadounidense, con todos sus aviones, sus automóviles y sus centrales de carbón. China es, con diferencia, el peor emisor del mundo: en 2017, fue responsable de la emisión de 9,1 gigatoneladas de carbono. Esto implica que la decisión de Bolsonaro equivale a añadir al problema que el planeta tiene con los combustibles fósiles una segunda China entera y, además, un segundo Estados Unidos entero también, aunque sea solo durante un año.
Globalmente, la deforestación supone en torno al 12 por ciento de las emisiones de carbono, y los incendios de bosques generan hasta el 25 por ciento. La capacidad de absorber metano de los suelos forestales ha disminuido un 77 por ciento en tan solo tres décadas, y algunos estudiosos de la velocidad de la deforestación tropical creen que esto podría añadir 1,5 grados centígrados adicionales de calentamiento global incluso si cesasen de inmediato las emisiones debidas a los combustibles fósiles.
En otras épocas históricas, la tasa de emisiones debida a la deforestación llegó a ser aún más elevada: la tala y el arrasamiento de bosques provocó el 30 por ciento de estas entre 1861 y 2000; hasta 1980, la deforestación tuvo un papel más importante que las emisiones directas de gases de efecto invernadero en el aumento de las máximas en los días más calurosos.
Esto también tiene consecuencias sobre la salud pública; cada kilómetro cuadrado de deforestación provoca veintisiete casos de malaria adicionales, debido a lo que se conoce como acumulación de factores: cuando se talan los árboles, los insectos ocupan su lugar. Esta no es solo una cuestión de incendios forestales: cada amenaza climática promete desencadenar ciclos igual de brutales.
Los incendios deberían ser lo bastante terroríficos, pero es el caos al que podrían dar lugar lo que revela la verdadera crueldad del cambio climático: es capaz de alterar y volver violentamente en nuestra contra todo aquello que siempre habíamos considerado estable. Las casas se convierten en armas, las carreteras se transforman en trampas mortales, el aire se vuelve veneno.
Y los idílicos panoramas montañosos en torno a los cuales generaciones de emprendedores y especuladores han construido lujosas urbanizaciones se convierten en asesinos indiscriminados, y cada sucesivo acontecimiento desestabilizador no hace más que incrementar la probabilidad de que vuelvan a matar.
* Cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial. David Wallace-Wells es un periodista neoyorquino graduado en historia por la Universidad de Brown. Ha sido editor adjunto de la revista New York Magazine y ha ocupado este mismo cargo en The Paris Review, donde ha trabajado con autores del calibre de Ann Beattie y Jonathan Franzen. A su vez, Wallace-Wells ha colaborado con Wired, Harper’s y The Guardian.