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Origen sagrado

A través del recorrido entre el nacimiento del río Bogotá y su desembocadura en el Magdalena, Wade Davis nos ofrece una reflexión sobre la manera en la que destruimos las fuentes hídricas y la resistencia de la naturaleza que, a pesar de nuestra indiferencia, logra recuperar la vida. Una oportunidad para devolver al agua su carácter divino.

Wade Davis
25 de octubre de 2024 - 03:00 p. m.
Serranías del dios de la noche, 2024 de Ana González (detalle). Impresión por sublimación sobre lona (parcialmente deshilada). Esta obra hace parte de la exposición «Llovizna», realizada en la Sala de Arte Bancolombia (curaduría de Rafael Londoño), 2024.
Serranías del dios de la noche, 2024 de Ana González (detalle). Impresión por sublimación sobre lona (parcialmente deshilada). Esta obra hace parte de la exposición «Llovizna», realizada en la Sala de Arte Bancolombia (curaduría de Rafael Londoño), 2024.
Foto: Tangrama

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Luego de su nacimiento a más de tres mil metros de elevación en el páramo de Guacheneque, en el norte de Cundinamarca, en tierras sagradas de los muiscas, el río Bogotá desciende al altiplano como un pequeño arroyo de montaña, claro e inmaculado. Tras su paso por humedales, formaciones geológicas que lo filtran y purifican como una esponja natural y antaño acogían aún más aves silvestres que hoy, el río Bogotá se funde con varios afluentes que, a su vez, se originan en otros páramos; Guerrero, Sumapaz y Chingaza. No es fácil imaginar un comienzo más auspicioso para un río, una génesis igual de inocente y pura.

Desafortunadamente, muy pronto el río se topa y recorre una ciudad capital de más de ocho millones de habitantes, donde se produce cerca de un tercio de la economía nacional. Bajo ella, el Fucha, el Tunjuelo, el Soacha, el Salitre y muchos otros tributarios del río Bogotá, cada uno más tóxico que el anterior, discurren enterrados bajo pavimento y concreto. Tan pronto caen desde los cerros Orientales, que forman el telón de fondo de la ciudad, estos preciosos arroyos son envenenados a pocos kilómetros de su nacimiento. Los residuos de curtiembres y mataderos, desechos industriales, sedimento y barro proveniente de ladrilleras y fábricas de cemento, aguas negras tratadas parcialmente, plástico y basura… todo va a parar al río que, cuando consigue escapar de la ciudad para zambullirse desde las alturas del Salto del Tequendama, está biológicamente muerto, desprovisto de oxígeno y sin signos de vida macrobiótica.

Tras una caída de tres mil metros en apenas cincuenta kilómetros, alcanza el Magdalena en Girardot ligeramente revitalizado, un signo de la extraordinaria resiliencia de la naturaleza. No obstante, es más una lechada de desechos que un río, bombeando directamente al caudal del Magdalena grandes concentraciones de cadmio, cromo, mercurio, zinc, arsénico y plomo, sin mencionar la cantidad de desperdicios humanos que no dan respiro a los millones de colombianos que viven aguas abajo.

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La magnitud de la contaminación que entra al Magdalena en Girardot presenta una oportunidad extraordinaria. Si pudiera encontrarse una manera de atajar el flujo de contaminantes que acarrea el río Bogotá, Colombia podría avanzar mucho en la meta de limpiar por completo el Magdalena, especialmente si otras ciudades y municipios de la cuenca imitaran el ejemplo de la capital. Aunque esto parece un sueño imposible, consideremos la historia de dos ríos, ambos en peores condiciones que el Magdalena, apenas una generación atrás: el Hudson, que desemboca en el Atlántico justo debajo de la ciudad de Nueva York; y el Támesis, que atraviesa Londres en su corto recorrido hasta el océano.

Hasta la década de 1960, el Hudson y, virtualmente, todos sus tributarios eran arterias industriales, teñidas con aguas negras y desperdicios y envenenadas con metales pesados, pesticidas y químicos. No era seguro nadar en él, mucho menos comer de sus peces o beber de su agua. Grandes corporaciones de enorme infraestructura industrial dominaban la política y la economía de la cuenca y, sin la menor reserva, usaban el río como vertedero. Durante cien años, la General Motors operó una planta de ensamblaje de automóviles que consumía un millón de galones de agua diarios, que luego devolvía al río sin tratarlos. Todo el desperdicio producido por esta fábrica era vaciado directamente en el Hudson. En aquella época solía decirse que uno podía identificar la pintura usada a diario en la línea de ensamblaje de los carros según el color que tuviera el río.

Pero, alrededor de 1970, todo cambió: un pequeño ejército de ciudadanos decidió defender el Hudson y, mediante una combinación de acciones legales y políticas, enfrentaron a las corporaciones hasta que consiguieron salirse con la suya. Los principales responsables de la contaminación fueron obligados a modificar sus prácticas y a pagar por el costo del drenaje y la rehabilitación del río. Para el asombro de ecologistas, pescadores, agricultores locales y los propios líderes de las corporaciones, el Hudson dio muestras de mejora en cuestión de meses, a una velocidad tal que incluso los peores responsables de su contaminación se unieron a la cruzada, felices de aliarse a sus previos antagonistas y ser testigos del renacimiento de un río que se convirtió en símbolo nacional. Hoy, los niños nadan y pescan en las orillas del Hudson; las familias se reúnen en playas que antes estuvieron teñidas de brea y desperdicios industriales; y criaturas silvestres han aparecido de nuevo en sus costas. En 2016, un turista divisó algo que nadie había visto en más de un siglo en Manhattan: una ballena jorobada retozaba en las aguas del río.

La historia del Támesis es igual de dramática. Durante siglos, los londinenses trataron el río como si fuera una letrina pública, vertiendo en sus bajos aguas negras y desperdicios industriales por igual. Para la década de 1950 el río sobre el que descansa el peso de la historia del Imperio británico era poco menos que una cloaca a cielo abierto, sin peces, incapaz de sostener cualquier forma de vida, carente incluso de la más mínima traza de oxígeno en sus aguas, kilómetros arriba o abajo del puente de Londres. En 1957, el Museo de Historia Natural de la ciudad declaró oficialmente que el Támesis estaba biológicamente muerto. En contraste, hoy alberga al menos ciento veinticinco especies diferentes de peces, las garzas y cormoranes se alinean en sus márgenes, a diario ocurren avistamientos de focas y delfines, e incluso se han visto ballenas remoloneando bajo los puentes de la ciudad.

Estas historias de renacimiento y salvación ahora son comunes debido a que gentes de todo el mundo han abrazado sus ríos como símbolos de patrimonio y orgullo. Si los británicos han podido recuperar el Támesis, los estadounidenses el Hudson y los franceses el Sena, con seguridad Colombia puede revitalizar el Magdalena, el río que dio nacimiento a la nación. Los costos no tienen por qué ser prohibitivos. El primer paso simplemente consiste en reducir las actividades contaminantes. Si eso ocurre, el río Magdalena se encargará del resto.

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Los muiscas creían en un solo creador, Chiminigagua, fuente de luz y origen del sol, de la luna y de todas las estrellas. El primer ser humano fue una mujer que emergió de un lago al norte de Tunja, llevando de la mano a un pequeño niño que creció para convertirse en su marido y el padre de sus cinco hijos, los ancestros primordiales de los muiscas.

Para esta cultura, la tierra en sí misma era percibida como sagrada, un vasto y expansivo templo en el que ciertos bosques y lagos estaban consagrados a la divinidad, al punto de que ningún árbol podía cortarse ni podía extraerse agua de esos parajes. Los arroyos y las cascadas eran considerados lugares originarios, sitios liminales, portales hacia lo divino. Durante las fechas auspiciosas los sacerdotes lideraban grandes procesiones a estos santuarios naturales, hacían ofrendas de oro y depositaban esmeraldas en los lagos sagrados de Guatavita, Guasca, Siecha, Teusacá y Ubaque.

Para los muiscas el agua encarnaba la pureza espiritual, tal y como la encarna hoy para los arhuacos, quienes consideran que todo permanece en balance. El aire se convierte en viento, el viento se condensa en las nubes, la lluvia cae desde las nubes y recorre la tierra a través de los ríos hacia el mar, desde donde asciende otra vez, llevada por el viento. El hielo se forma para que pueda enfriar el océano, que se hace demasiado caliente cuando escasea el agua dulce. Y si el océano se enfría demasiado no podrá brindar la energía que ilumina y vivifica el mundo. Cuando un río encuentra el mar, estas energías se funden igual que lo hace el hayo, la hoja sagrada de la coca, al mezclarse dentro del poporo hecho de totumo con la cal que viene de las conchas marinas.

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Hubo un tiempo en que los mamos arhuacos peregrinaban desde la desembocadura del río Magdalena hasta su nacimiento. En un viaje de más de mil quinientos kilómetros remontando el río, realizaban ceremonias y hacían ofrendas en las que le cantaban al agua, pidiendo por su salud y bienestar en cada parada a lo largo del curso del río. Era su manera no solo de cuidar al Magdalena, sino de reconocer la dimensión que tenía para otras naciones indígenas que actuaban como senescales cósmicos. Los ríos, según los arhuacos, son un reflejo directo del estado espiritual de la gente, un indicador infalible del nivel de conciencia que posee una comunidad. Los ríos, dicho de manera simple, son el alma de la tierra que atraviesan.

Una vez los mamos alcanzaban el nacimiento del Magdalena, luego de muchas semanas y meses de viaje, ofrecían plegarias al río antes de establecer su campamento, entonando cantos en su honor. Desde la perspectiva de los mamos, para que Colombia pueda liberarse de sus violencias, para que pueda limpiar y liberar su alma, debe devolverle la vida y la pureza a un río que, a pesar de haber sufrido durante mucho tiempo, le ha dado tanto a la nación. En palabras de Jaison Villafañe —un artista que hace parte de la comunidad arhuaca de Guncé y de la familia Villafañe en la Sierra Nevada de Santa Marta—, «para limpiarnos a nosotros mismos debemos limpiar los ríos y, para limpiar los ríos, debemos limpiarnos a nosotros mismos».

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En todas partes los seres humanos menospreciamos el agua y ofendemos a ríos y lagos, olvidando que el agua dulce está entre los más escasos y preciados bienes. Si pudiéramos almacenar en un bidón toda el agua de la tierra, la que es apta para beber apenas equivaldría a una cucharada.

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Gastamos billones enviando misiones espaciales en busca de evidencia de agua en Marte, o de hielo en las lunas de Júpiter, pero despilfarramos la riqueza de las naciones en proyectos que comprometen las limitadas reservas de agua dulce en nuestro propio planeta azul. Para la fe cristiana el agua representa la pureza espiritual, y con agua bendita, derramada en forma de cruz sobre sus frentes —o sumergiéndolos por completo en ba-ñeras sacramentales— se bautiza a los niños, que emergen bendecidos por la promesa de la salvación. Y aun cuando bendecimos a nuestros niños con la preciada esencia obtenida de cuerpos de agua vivos, no concebimos algo diferente a profanar esos mismos ríos vertiendo en ellos desechos humanos en una escala y de una manera que solo puede ser descrita como vergonzosa.

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Vivimos en un planeta de agua. Dos átomos de hidrógeno ligados a un átomo de oxígeno, multiplicados por el milagro de la física y la química se transforman en nubes, ríos y lluvia. Una gota de agua en la palma de la mano resbala, contenida por una pared de átomos de oxígeno en constante tensión superficial. Derramada sobre el suelo, cambia su forma para adaptarse a lo que sea que toque, si bien no se adhiere ni liga a nada excepto a sí misma. Las exclusivas propiedades físicas del agua les permiten a las lágrimas resbalar sobre la piel, al sudor perlar la nuca y a la sangre fluir en un torrente. Una exhalación se condensa en sutil neblina. El agua lluvia se desliza en forma de riachuelos a través de las grietas en la arcilla. Arroyos escurridizos. Ríos de hielo que flotan endurecidos.

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El agua puede cambiar de estado convirtiéndose en gas, sólido o líquido, pero su esencia no puede ser creada o destruida. La cantidad de humedad en el planeta no ha cambiado a lo largo del tiempo. El agua que sació la sed de los dinosaurios es la misma que desemboca en el océano hoy, que ha nutrido toda la vida sintiente desde la creación. El sudor de nuestra frente, la orina de nuestra vejiga, la misma sangre de nuestro cuerpo, al final, permearán la tierra hasta convertirse en parte del ciclo hidrológico, en un proceso sin fin de evaporación, condensación y precipitación que hace posible nuestra existencia. El agua no tiene principio ni fin. Al resbalar desde una mano hasta el río retorna al punto de origen, conecta los eones de aquella distancia cronológica imposible, cuando los cuerpos celestiales, quizás cometas congelados, colisionaron y llevaron el elixir de la vida a un planeta desierto que giraba en el interminable vacío estelar.

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Un cuerpo puede vivir sin alimento durante semanas. Sin agua, la supervivencia se mide en horas. En el Sahara, donde no existe, el delirio llega en una noche y por la mañana la boca se abre a la arena y al viento, mientras los ojos se sumergen en otra realidad y los pulmones emiten extraños cantos. Los contrabandistas de Mauritania dicen que lo mejor del líquido de frenos es que les permite mantenerse alejados del ácido de batería. Como escribió el poeta W. H. Auden: «Miles han vivido sin amor, pero nadie ha vivido sin agua».

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En el desvarío de nuestro tiempo hemos olvidado la sabiduría de los ancestros, mujeres y hombres que, en cada cultura, a través de la historia de la humanidad, reconocieron el agua como un regalo divino.

* Este texto fue traducido por Sergio Zapata León y hace parte de AGUA, número de la revista GACETA del Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes, y la exposición «Llovizna» de Ana González.

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Por Wade Davis

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