COP 16: Dos insumos para reglamentar los créditos de carbono
Opinión | “Uno de los problemas principales del modelo actual de los créditos de carbono radica en que reproducen las violencias coloniales”.
Paulo Ilich Bacca*
Julián Trujillo Guerrero**
¿Qué ocurre cuando las comunidades gobiernan y deciden cómo vivir en equilibrio y reciprocidad con su territorio? Para los pueblos indígenas de la Amazonía, responder a esta pregunta es clave para alcanzar la abundancia y el buen vivir, en un territorio en el que naturaleza y cultura se entrelazan como fuerzas vitales. Recientemente, el ejercicio autónomo del gobierno en sus territorios consiguió dos triunfos legales históricos que no solo protegen a los indígenas, sino también a todos los que nos beneficiamos de que una gran extensión de la Amazonía aún sea un espacio de vida. La preservación de este vasto ecosistema, uno de los principales sumideros de carbono del planeta, contribuye directamente a mitigar el cambio climático al tiempo que sostiene una biodiversidad que no tiene parangón. Estos logros incluyen la sentencia T-248 de 2024 de la Corte Constitucional, sobre créditos de carbono, y el Decreto 1275 de 2024 sobre las competencias ambientales de las autoridades indígenas. Ambos marcan un paso trascendental hacia la defensa de los territorios y la protección de la vida en todas sus formas.
Como hemos expuesto en nuestros análisis, uno de los problemas principales del modelo actual de los créditos de carbono radica en que reproducen las violencias coloniales. Son mecanismos del mundo de los negocios que desconocen a los pueblos indígenas, afrodescendientes y campesinos como agentes que toman decisiones autónomas sobre sus territorios. A menudo estos proyectos imponen formas de manejo que violentan sus derechos y que chocan con sus sistemas culturales, como por ejemplo, la restricción del sistema de cultivo indígena de las chagras. Esta situación ha sido denunciada por pueblos indígenas y organizaciones sociales alrededor del mundo, particularmente de la Amazonía.
De la misma forma, hemos sostenido que los créditos de carbono son un mecanismo que pretende mitigar el cambio climático desde la lógica del mercado. Son una solución financiera que intenta equilibrar la balanza entre la contaminación y la conservación. Funcionan como un atajo para que las empresas y los Estados que emiten grandes cantidades de gases de efecto invernadero, como el dióxido de carbono, puedan “compensar” su impacto ambiental comprando créditos. Estos créditos, en teoría, financian proyectos que capturan o reducen emisiones en otros lugares del mundo. Cada uno de ellos equivale a una tonelada de dióxido de carbono que un proyecto ha evitado liberar o ha removido de la atmósfera. Sin embargo, este mecanismo, regido por las dinámicas del mercado, expone una dura realidad: mientras los países del Norte Global siguen contaminando y especulando con estas nuevas mercancías, las comunidades del Sur Global, encargadas de proteger los ecosistemas, son las que más sufren los estragos del cambio climático.
Desde el punto de vista jurídico, siguiendo lo establecido por la Corte Constitucional en su Sentencia T-248, una decisión histórica sobre créditos de carbono en Colombia y América Latina, consideramos que los mercados de carbono no se autorregulan y, que en consecuencia, el Estado debe asumir una función proactiva en su regulación, la vigilancia de su implementación, y el cumplimiento de sus esquemas. Este fallo, fruto de una tutela presentada por el Consejo Indígena del Pirá Paraná y ACAIPI contra la empresa intermediaria Masbosques y otras, estableció que el funcionamiento actual de los créditos de carbono violenta los derechos de los pueblos indígenas, pues desconoce sus sistemas propios de gobierno, su integridad territorial y, sobre todo, las decisiones producto de su libre determinación. La Corte deja claro que estos proyectos deben respetar a los pueblos indígenas y que los mecanismos del mercado privado, que han prevalecido hasta ahora, no pueden reemplazar sus formas propias de decisión colectiva.
(Lea: Nace el G9 de los pueblos indígenas de la Amazonia en la COP16)
En el mismo sentido, la Corte estableció que los pueblos indígenas son auténticas autoridades ambientales en sus territorios. Esto implica que, en ejercicio de su gobierno y el derecho al consentimiento previo, libre e informado (diferente a la lógica de los contratos privados), ellos, y no las empresas o el Estado, son los únicos habilitados para decidir si están o no de acuerdo con este tipo de proyectos en su territorio y, en caso afirmativo, sobre las condiciones en que pueden hacerse. Según esto, los proyectos deberían nacer de los territorios y no desde los lejanos escritorios de las empresas intermediarias.
La decisión de la Corte Constitucional también establece que el Ministerio de Ambiente incumplió su deber de protección, pues creó una reglamentación flexible que favorece a las empresas interesadas en el negocio de los créditos de carbono. Las reglas actuales del mercado carecen de un enfoque étnico que proteja los derechos indígenas y no cuenta con instrumentos para vigilar a los actores privados que hoy operan a rienda suelta.
El segundo instrumento que interviene en el problema es el decreto 1275 de 2024 sobre autoridades ambientales indígenas, expedido como preámbulo a la COP16 de biodiversidad que está teniendo lugar en Cali. Esta norma avanza en la materialización de algo que la Constitución ya había reconocido desde el año 91: los territorios indígenas, como entidades territoriales, hacen parte de la estructura político administrativa del país y gobiernan sus territorios de acuerdo con sus sistemas culturales. La implementación de las competencias ambientales que trae el decreto fortalece la puesta en funcionamiento de las Entidades Territoriales Indígenas (ETI) y la construcción de un país plural y diverso que entiende que la protección de la diversidad cultural y biológica deben ir de la mano.
Este decreto otorga a las autoridades indígenas competencias ambientales reforzadas y reconoce su papel como guardianes territoriales y del ambiente, estableciendo principios de justicia ambiental. En un contexto donde el mercado de créditos de carbono ha generado tensiones y desacuerdos, la correcta implementación de este decreto podría transformar la gestión ambiental y abrir un camino hacia la coexistencia entre las iniciativas de compensación y los derechos de los pueblos indígenas.
Uno de los puntos esenciales de esta normativa es el reconocimiento de la autoridad indígena en la gestión ambiental. Este principio permite a las autoridades indígenas formular y desarrollar planes de ordenamiento en sus territorios a partir de sus propios sistemas de conocimiento. Esto representa una reivindicación de su autonomía y el reconocimiento de que su relación con el medio ambiente no solo es legítima, sino que ofrece alternativas para la lucha contra el cambio climático y la protección de la biodiversidad. Los gobiernos indígenas obtienen así un mayor control sobre proyectos que, de otra forma, podrían amenazar sus prácticas tradicionales y sistemas de vida.
Otra dimensión significativa es la posibilidad de una regulación más estricta del mercado de carbono. Según los principios de progresividad y rigor subsidiario que introduce el decreto, las autoridades indígenas cuentan con la capacidad de imponer normativas ambientales más rigurosas que las del Estado central. Esto podría aumentar los estándares para los proyectos de compensación de carbono en Colombia.
El decreto también fortalece el pluralismo jurídico y el respeto a los sistemas normativos indígenas. Este reconocimiento implica la coordinación entre las normativas indígenas y las estatales, maximizando las primeras en el ámbito de los territorios indígenas. Esto podría significar que los proyectos de carbono tendrán que ajustarse a los reglamentos de los pueblos indígenas, que a menudo están más alineados con el cuidado territorial a largo plazo y la protección de la biodiversidad.
Los dos instrumentos mencionados —sentencia y decreto— establecen lineamientos claros que el Gobierno Nacional podría tomar como punto de partida para reglamentar los créditos de carbono que, al día de hoy, funcionan muy mal. Estos instrumentos no solo fortalecen el papel de los pueblos indígenas como actores claves en la gestión ambiental de sus territorios, sino que también podrían modificar sustancialmente la forma en que se estructuran y gestionan los proyectos de créditos de carbono en Colombia.
En este contexto, nos parece importante anotar que se trata de un tema difícil, pues aunque figuras como el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas, han anotado que en el caso del mercado de carbono en Colombia es crucial que se “tome medidas inmediatas para reconocer a las autoridades de los pueblos indígenas como autoridades ambientales”; expertos constitucionalistas y ambientalistas, también han mostrado sus dudas respecto a la figura de los pueblos indígenas como autoridades ambientales. En primer lugar, porque esta designación podría exacerbar las tensiones territoriales con el campesinado; en tal sentido, es crucial que se avance en la armonización de derechos de los sujetos de especial protección constitucional desde el principio de acción sin daño. En segundo término, es importante evaluar si existe o no conflicto de interés en que la misma autoridad indígena sea autoridad política y ambiental, pues como no vivimos en un mundo ideal, esta dualidad plantea interrogantes sobre su capacidad para ejercer un autocontrol efectivo en sus decisiones y actuaciones. Por último, el riesgo del fraccionamiento territorial en la gestión ambiental tampoco es menor y requerirá la articulación y coordinación entre los gobiernos indígenas y las autoridades estatales. La claridad sobre estos puntos es todavía una meta por alcanzar.
Considerando estas anotaciones críticas, como lo hemos sostenido desde la Alianza Escucha la Amazonía en el decálogo de paz con la naturaleza, este asunto cobra mayor relevancia ante las discusiones de la COP de biodiversidad que han prendido las alarmas sobre un hecho desgarrador: el 23% de la Amazonía ya perdió su conectividad ecológica y, al paso que vamos, podría llegar a un punto de no retorno. Por esto, si realmente nos importa la diversidad biológica y cultural del planeta, la reglamentación sobre los créditos de carbono no debería dirigirse al funcionamiento de un mercado donde prima el objetivo de hacer negocios, sino, realmente, al fortalecimiento y la protección de los sistemas culturales que protegen la vida. Hoy, más que nunca, es necesario asegurarlos desde una protección ambiental que incorporé un enfoque de derechos humanos; en este caso, a través del ejercicio del derecho a la autodeterminación y gobierno de los pueblos indígenas como autoridades ambientales.
*Subdirector de Dejusticia y colaborador de El Espectador.
** Investigador de la Fundación Gaia Amazonas y director de la Clínica Jurídica sobre Derecho y Territorio de la Universidad Javeriana.
¿Qué ocurre cuando las comunidades gobiernan y deciden cómo vivir en equilibrio y reciprocidad con su territorio? Para los pueblos indígenas de la Amazonía, responder a esta pregunta es clave para alcanzar la abundancia y el buen vivir, en un territorio en el que naturaleza y cultura se entrelazan como fuerzas vitales. Recientemente, el ejercicio autónomo del gobierno en sus territorios consiguió dos triunfos legales históricos que no solo protegen a los indígenas, sino también a todos los que nos beneficiamos de que una gran extensión de la Amazonía aún sea un espacio de vida. La preservación de este vasto ecosistema, uno de los principales sumideros de carbono del planeta, contribuye directamente a mitigar el cambio climático al tiempo que sostiene una biodiversidad que no tiene parangón. Estos logros incluyen la sentencia T-248 de 2024 de la Corte Constitucional, sobre créditos de carbono, y el Decreto 1275 de 2024 sobre las competencias ambientales de las autoridades indígenas. Ambos marcan un paso trascendental hacia la defensa de los territorios y la protección de la vida en todas sus formas.
Como hemos expuesto en nuestros análisis, uno de los problemas principales del modelo actual de los créditos de carbono radica en que reproducen las violencias coloniales. Son mecanismos del mundo de los negocios que desconocen a los pueblos indígenas, afrodescendientes y campesinos como agentes que toman decisiones autónomas sobre sus territorios. A menudo estos proyectos imponen formas de manejo que violentan sus derechos y que chocan con sus sistemas culturales, como por ejemplo, la restricción del sistema de cultivo indígena de las chagras. Esta situación ha sido denunciada por pueblos indígenas y organizaciones sociales alrededor del mundo, particularmente de la Amazonía.
De la misma forma, hemos sostenido que los créditos de carbono son un mecanismo que pretende mitigar el cambio climático desde la lógica del mercado. Son una solución financiera que intenta equilibrar la balanza entre la contaminación y la conservación. Funcionan como un atajo para que las empresas y los Estados que emiten grandes cantidades de gases de efecto invernadero, como el dióxido de carbono, puedan “compensar” su impacto ambiental comprando créditos. Estos créditos, en teoría, financian proyectos que capturan o reducen emisiones en otros lugares del mundo. Cada uno de ellos equivale a una tonelada de dióxido de carbono que un proyecto ha evitado liberar o ha removido de la atmósfera. Sin embargo, este mecanismo, regido por las dinámicas del mercado, expone una dura realidad: mientras los países del Norte Global siguen contaminando y especulando con estas nuevas mercancías, las comunidades del Sur Global, encargadas de proteger los ecosistemas, son las que más sufren los estragos del cambio climático.
Desde el punto de vista jurídico, siguiendo lo establecido por la Corte Constitucional en su Sentencia T-248, una decisión histórica sobre créditos de carbono en Colombia y América Latina, consideramos que los mercados de carbono no se autorregulan y, que en consecuencia, el Estado debe asumir una función proactiva en su regulación, la vigilancia de su implementación, y el cumplimiento de sus esquemas. Este fallo, fruto de una tutela presentada por el Consejo Indígena del Pirá Paraná y ACAIPI contra la empresa intermediaria Masbosques y otras, estableció que el funcionamiento actual de los créditos de carbono violenta los derechos de los pueblos indígenas, pues desconoce sus sistemas propios de gobierno, su integridad territorial y, sobre todo, las decisiones producto de su libre determinación. La Corte deja claro que estos proyectos deben respetar a los pueblos indígenas y que los mecanismos del mercado privado, que han prevalecido hasta ahora, no pueden reemplazar sus formas propias de decisión colectiva.
(Lea: Nace el G9 de los pueblos indígenas de la Amazonia en la COP16)
En el mismo sentido, la Corte estableció que los pueblos indígenas son auténticas autoridades ambientales en sus territorios. Esto implica que, en ejercicio de su gobierno y el derecho al consentimiento previo, libre e informado (diferente a la lógica de los contratos privados), ellos, y no las empresas o el Estado, son los únicos habilitados para decidir si están o no de acuerdo con este tipo de proyectos en su territorio y, en caso afirmativo, sobre las condiciones en que pueden hacerse. Según esto, los proyectos deberían nacer de los territorios y no desde los lejanos escritorios de las empresas intermediarias.
La decisión de la Corte Constitucional también establece que el Ministerio de Ambiente incumplió su deber de protección, pues creó una reglamentación flexible que favorece a las empresas interesadas en el negocio de los créditos de carbono. Las reglas actuales del mercado carecen de un enfoque étnico que proteja los derechos indígenas y no cuenta con instrumentos para vigilar a los actores privados que hoy operan a rienda suelta.
El segundo instrumento que interviene en el problema es el decreto 1275 de 2024 sobre autoridades ambientales indígenas, expedido como preámbulo a la COP16 de biodiversidad que está teniendo lugar en Cali. Esta norma avanza en la materialización de algo que la Constitución ya había reconocido desde el año 91: los territorios indígenas, como entidades territoriales, hacen parte de la estructura político administrativa del país y gobiernan sus territorios de acuerdo con sus sistemas culturales. La implementación de las competencias ambientales que trae el decreto fortalece la puesta en funcionamiento de las Entidades Territoriales Indígenas (ETI) y la construcción de un país plural y diverso que entiende que la protección de la diversidad cultural y biológica deben ir de la mano.
Este decreto otorga a las autoridades indígenas competencias ambientales reforzadas y reconoce su papel como guardianes territoriales y del ambiente, estableciendo principios de justicia ambiental. En un contexto donde el mercado de créditos de carbono ha generado tensiones y desacuerdos, la correcta implementación de este decreto podría transformar la gestión ambiental y abrir un camino hacia la coexistencia entre las iniciativas de compensación y los derechos de los pueblos indígenas.
Uno de los puntos esenciales de esta normativa es el reconocimiento de la autoridad indígena en la gestión ambiental. Este principio permite a las autoridades indígenas formular y desarrollar planes de ordenamiento en sus territorios a partir de sus propios sistemas de conocimiento. Esto representa una reivindicación de su autonomía y el reconocimiento de que su relación con el medio ambiente no solo es legítima, sino que ofrece alternativas para la lucha contra el cambio climático y la protección de la biodiversidad. Los gobiernos indígenas obtienen así un mayor control sobre proyectos que, de otra forma, podrían amenazar sus prácticas tradicionales y sistemas de vida.
Otra dimensión significativa es la posibilidad de una regulación más estricta del mercado de carbono. Según los principios de progresividad y rigor subsidiario que introduce el decreto, las autoridades indígenas cuentan con la capacidad de imponer normativas ambientales más rigurosas que las del Estado central. Esto podría aumentar los estándares para los proyectos de compensación de carbono en Colombia.
El decreto también fortalece el pluralismo jurídico y el respeto a los sistemas normativos indígenas. Este reconocimiento implica la coordinación entre las normativas indígenas y las estatales, maximizando las primeras en el ámbito de los territorios indígenas. Esto podría significar que los proyectos de carbono tendrán que ajustarse a los reglamentos de los pueblos indígenas, que a menudo están más alineados con el cuidado territorial a largo plazo y la protección de la biodiversidad.
Los dos instrumentos mencionados —sentencia y decreto— establecen lineamientos claros que el Gobierno Nacional podría tomar como punto de partida para reglamentar los créditos de carbono que, al día de hoy, funcionan muy mal. Estos instrumentos no solo fortalecen el papel de los pueblos indígenas como actores claves en la gestión ambiental de sus territorios, sino que también podrían modificar sustancialmente la forma en que se estructuran y gestionan los proyectos de créditos de carbono en Colombia.
En este contexto, nos parece importante anotar que se trata de un tema difícil, pues aunque figuras como el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas, han anotado que en el caso del mercado de carbono en Colombia es crucial que se “tome medidas inmediatas para reconocer a las autoridades de los pueblos indígenas como autoridades ambientales”; expertos constitucionalistas y ambientalistas, también han mostrado sus dudas respecto a la figura de los pueblos indígenas como autoridades ambientales. En primer lugar, porque esta designación podría exacerbar las tensiones territoriales con el campesinado; en tal sentido, es crucial que se avance en la armonización de derechos de los sujetos de especial protección constitucional desde el principio de acción sin daño. En segundo término, es importante evaluar si existe o no conflicto de interés en que la misma autoridad indígena sea autoridad política y ambiental, pues como no vivimos en un mundo ideal, esta dualidad plantea interrogantes sobre su capacidad para ejercer un autocontrol efectivo en sus decisiones y actuaciones. Por último, el riesgo del fraccionamiento territorial en la gestión ambiental tampoco es menor y requerirá la articulación y coordinación entre los gobiernos indígenas y las autoridades estatales. La claridad sobre estos puntos es todavía una meta por alcanzar.
Considerando estas anotaciones críticas, como lo hemos sostenido desde la Alianza Escucha la Amazonía en el decálogo de paz con la naturaleza, este asunto cobra mayor relevancia ante las discusiones de la COP de biodiversidad que han prendido las alarmas sobre un hecho desgarrador: el 23% de la Amazonía ya perdió su conectividad ecológica y, al paso que vamos, podría llegar a un punto de no retorno. Por esto, si realmente nos importa la diversidad biológica y cultural del planeta, la reglamentación sobre los créditos de carbono no debería dirigirse al funcionamiento de un mercado donde prima el objetivo de hacer negocios, sino, realmente, al fortalecimiento y la protección de los sistemas culturales que protegen la vida. Hoy, más que nunca, es necesario asegurarlos desde una protección ambiental que incorporé un enfoque de derechos humanos; en este caso, a través del ejercicio del derecho a la autodeterminación y gobierno de los pueblos indígenas como autoridades ambientales.
*Subdirector de Dejusticia y colaborador de El Espectador.
** Investigador de la Fundación Gaia Amazonas y director de la Clínica Jurídica sobre Derecho y Territorio de la Universidad Javeriana.