SOS por el bosque seco tropical
Por su clima favorable, buena parte de la población colombiana se asentó en él y esa fue su condena. Ya no queda ni la décima parte de lo que originalmente fue.
Jaime Flórez Suárez
“Eso es puro monte”, dice el observador a lo lejos, y en una palabra se cifra su condena. Monte suena a estorbo, a lo prescindible. A maleza que sería mejor aprovechada si se devasta para convertirla en pastizal, en alimento para vacas; o si se recubre de asfalto para que pasen los camiones cargados de bienes, bienes verdaderos, que brillan como oro.
Pero al adentrarse en él, la visión es otra. El bosque seco está vivo. El caminante lo notará sin esfuerzo. Escuchará la orquesta primigenia: el canto incesante de los pájaros, y se dará cuenta de que la masa verdosa o amarillenta que veía a lo lejos ofrece todos los colores y matices. Ante sus ojos el despliegue majestuoso de los grandes árboles. Samanes de ramas anchas que resguardan bajo su sombra remanentes verdes entre la hierba seca. Ceibas de troncos gruesos y antiguos. Palmas que con su altura desafían las montañas, en cuyas copas se posa el gavilán, como centinela, instantes antes de lanzarse al vuelo libre.
Y más aún, si el caminante se rebela contra su ya aprendida forma de mirar, de fijarse en lo evidente, y se concentra en lo diminuto, encontrará universos olvidados. El sendero de las hormigas que llevan sobre su lomo, como un tesoro, una minúscula hoja; la lagartija que acecha al insecto por entre las ramas del árbol; el abejorro inquieto que pica la flor.
Pero, acostumbrados a la visión lejana, a la que desprecia el bosque, conjuramos su destino. Después de que el bosque seco cubrió alrededor de ocho millones de hectáreas en Colombia, hoy no queda ni la décima parte de lo que fue. Pequeñas motas verdes, aisladas, dibujadas en un mapa que cada vez luce más vacío, pegado en la pared de algún biólogo: el retrato de su abatimiento.
Pero el bosque resiste, pocos biomas se regeneran como éste. Por esta época del año, de tiempo seco, parece moribundo. Los incendios arrasan la montaña y la tierra se quiebra por su aridez. Pero vendrán las lluvias y en un par de semanas regresará su vigor natural. Por los lechos rocosos de las quebradas volverá a correr agua, que llevará vida a todo el bosque. Los ocres serán verdes, lilas y rojos en las flores. La tierra amarilla recuperará sus tonos oscuros, fértiles.
El bosque seco tropical es uno de los ecosistemas más amenazados del mundo y de Colombia, en donde aún quedan remanentes en el Caribe, en los valles de los ríos Cauca y Magdalena, en los Santanderes, en el valle del río Patía y en los Llanos Orientales. Con su desproporcionada disminución se ha puesto en riesgo, entre otras, a las 2.600 especies de plantas, 230 de aves y al menos 60 de mamíferos que lo habitan, varias de las cuales son endémicas de este ecosistema o están bajo amenaza de extinción.
Los organismos que habitan el bosque seco tropical, desde cactus resistentes hasta anfibios que necesitan siempre del agua, se han adaptado al cíclico transitar entre la sequía y la lluvia. Este no es un ecosistema débil, soporta los cambios del tiempo, pero no tiene cómo defenderse de la aplastante acción humana.
Precisamente, con la llegada de los europeos a territorio colombiano, hace más de cinco siglos, comenzó la ruina del bosque seco tropical, que aún está presente en Sudamérica más que en cualquier parte del mundo. Los asentamientos humanos en tierras sobre las que hoy se sostienen centros urbanos como Barranquilla, Cartagena o Santa Fe de Antioquia, y que antes fueron bosque, trajeron consigo la minería, la agricultura y la ganadería, la urbanización descontrolada, que al realizarse sin tomar en consideración al bosque, lo tienen bordeando la desaparición
La apuesta por la conservación
De Europa llegó también Ivor Jones, a finales del siglo XIX. Tocó tierra en Barranquilla, después de atravesar el Atlántico, pero pronto se embarcó de nuevo. Comenzó el desafiante recorrido, a contracorriente, por el río Magdalena, que en aquella época, como la principal vía de transporte, la única que podía integrar un país fragmentado por montañas, marcaba la entrada al país en el puerto sobre el Atlántico y cerraba el recorrido en Honda (Tolima). La cabeza y la cola de aquella serpiente impetuosa que era el Magdalena, ancho, profundo, lo suficiente para que por él navegaran embarcaciones a vapor.
Jones se estableció en Honda y allí creció su descendencia. Hoy, la quinta generación de familiares del galés hace parte de un grupo de particulares que se la han jugado por la conservación del bosque seco tropical a partir de sus propios esfuerzos , estableciendo en la hacienda El Triunfo, a las afueras del municipio, una importante reserva natural, a la que el Instituto Humboldt ha catalogado como “un motor de impulso invaluable en manutención, conservación y recuperación de la biodiversidad”.
Por medio de la Resolución 7111 de octubre de 2014, y a partir de la iniciativa genuina de sus propietarios, El Triunfo fue declarado Reserva Natural de la Sociedad Civil. De las 7.500 hectáreas que componen la hacienda, 4.633 se establecieron como zonas de conservación. Lo que implica que el bosque de ese territorio no se tala, por el contrario, se le protege con acciones como su cerramiento, que impide que el ganado lo destruya, y que no solo han conservado el bosque, sino que permiten su recuperación, que renazca lo que había muerto.
El Triunfo es un gran valle en el fondo de la cordillera de Lumbí. El caminante, en la planicie, se siente resguardado por un fortín de montañas recias que le ponen límite a su horizonte. Alguna vez esta tierra estuvo sembrada, pero “ya no se puede confiar en el tiempo”, dice Pilas, uno de los vaqueros de la hacienda, quien la habita desde niño y asegura que desde hace tres lustros la tierra se ha ido secando, por lo cual, la hacienda se enfocó en la ganadería. Sin embargo, en El Triunfo, el ganado aprendió a convivir con el bosque. El valle es para los bovinos, pero la montaña se conserva intacta. Aun en la planicie los árboles no se talan, solo la maleza se remueve.
De cierta forma, El Triunfo conjuga conservación y productividad, dos ideas contrapuestas que suelen chocar en las discusiones medioambientales, pero que allí avanzan paralelas. Además de la ganadería, en la hacienda se desarrolla un proyecto ecoturístico, promovido desde Ecotrek, una empresa con dos hoteles en Honda y que ha implementado recorridos por la reserva como parte de su oferta. El valor ecológico de la reserva se hace indiscutible con unas cuantas cifras. De las 86 especies de árboles que el Instituto Humboldt –dedicado a la investigación con fines de conservación de la biodiversidad– identificó en la hacienda, cinco están en peligro de extinción. Al igual que diez de las 32 especies de mamíferos terrestres. Además, entre las 130 especies de aves que habitan la reserva, están presentes cinco de las diez especies de aves endémicas del valle del río Magdalena. “El Triunfo no sólo conserva especies amenazadas de extinción, sino también especies de árboles únicas que sólo existen en Colombia o en Tolima”, dice el estudio del Instituto sobre la hacienda.
Sin embargo, sobre la reserva se ciernen varias amenazas. El rancho escondido en el Olvido, el potrero más remoto de la hacienda, donde se crio Pilas y que ahora está abandonado, se volvió un refugio para los cazadores que llegan de zonas aledañas. Entran a hurtadillas a la propiedad, sin importar los múltiples avisos que prohíben la caza. Su rastro es evidente: los esqueletos de los venados y saínos que capturan, esparcidos en los alrededores; incluso, con cierto descaro, dejan guardados en el rancho los condimentos y la sal, como anuncio de su regreso. También se han ensañado con las serpientes de cascabel. Al parecer, en el pueblo circula el mito de que la cascabel es efectiva para aliviar el cáncer, y hay quienes están pagando por estas víboras. Los cazadores van por su recompensa.
Pero El Triunfo no es la única iniciativa privada de este tipo en la zona. Las haciendas El Tambor y Jabirú también están incluidas, como reservas de la sociedad civil, en el Registro Único Nacional de Áreas Protegidas (Runap). Juntas, conforman una especie de oasis en medio del menguado paisaje del bosque seco en el norte del Tolima. Hernando García, investigador del Instituto Humboldt, resalta que la intención de conservar el bosque seco, en estos casos, haya surgido desde los mismos ciudadanos, que en vez de apostar por la tala, hoy se la juegan por la conservación.
“Es una mutación social, un cambio de mentalidad”, asegura García, quien parte de una comprensión distinta del medio, en la que se concibe como un espacio valioso, vital, incluso propicio para el disfrute personal de quien conserva. En términos prácticos, la figura de reserva de la sociedad civil se puede convertir en el salvavidas de distintos ecosistemas, pero en especial del bosque seco tropical, pues se calcula que el 95% del bioma está alojado en áreas privadas y solo el 5% está incluido en el sistema de zonas protegidas.
De ahí que uno de los objetivos de los investigadores del Humboldt, en procura de conservar este bosque, es encontrar incentivos para su conservación por parte de estos propietarios. Más allá de las estrategias que puedan desplegarse, los dueños de la tierra tienen la decisión en sus manos. El bosque es resistente, se adapta impetuoso a la sequía y a la lluvia. Pero, pese a su fuerza natural, necesita de la voluntad del caminante, del hombre, para que su anunciada desaparición no se concrete.
“Eso es puro monte”, dice el observador a lo lejos, y en una palabra se cifra su condena. Monte suena a estorbo, a lo prescindible. A maleza que sería mejor aprovechada si se devasta para convertirla en pastizal, en alimento para vacas; o si se recubre de asfalto para que pasen los camiones cargados de bienes, bienes verdaderos, que brillan como oro.
Pero al adentrarse en él, la visión es otra. El bosque seco está vivo. El caminante lo notará sin esfuerzo. Escuchará la orquesta primigenia: el canto incesante de los pájaros, y se dará cuenta de que la masa verdosa o amarillenta que veía a lo lejos ofrece todos los colores y matices. Ante sus ojos el despliegue majestuoso de los grandes árboles. Samanes de ramas anchas que resguardan bajo su sombra remanentes verdes entre la hierba seca. Ceibas de troncos gruesos y antiguos. Palmas que con su altura desafían las montañas, en cuyas copas se posa el gavilán, como centinela, instantes antes de lanzarse al vuelo libre.
Y más aún, si el caminante se rebela contra su ya aprendida forma de mirar, de fijarse en lo evidente, y se concentra en lo diminuto, encontrará universos olvidados. El sendero de las hormigas que llevan sobre su lomo, como un tesoro, una minúscula hoja; la lagartija que acecha al insecto por entre las ramas del árbol; el abejorro inquieto que pica la flor.
Pero, acostumbrados a la visión lejana, a la que desprecia el bosque, conjuramos su destino. Después de que el bosque seco cubrió alrededor de ocho millones de hectáreas en Colombia, hoy no queda ni la décima parte de lo que fue. Pequeñas motas verdes, aisladas, dibujadas en un mapa que cada vez luce más vacío, pegado en la pared de algún biólogo: el retrato de su abatimiento.
Pero el bosque resiste, pocos biomas se regeneran como éste. Por esta época del año, de tiempo seco, parece moribundo. Los incendios arrasan la montaña y la tierra se quiebra por su aridez. Pero vendrán las lluvias y en un par de semanas regresará su vigor natural. Por los lechos rocosos de las quebradas volverá a correr agua, que llevará vida a todo el bosque. Los ocres serán verdes, lilas y rojos en las flores. La tierra amarilla recuperará sus tonos oscuros, fértiles.
El bosque seco tropical es uno de los ecosistemas más amenazados del mundo y de Colombia, en donde aún quedan remanentes en el Caribe, en los valles de los ríos Cauca y Magdalena, en los Santanderes, en el valle del río Patía y en los Llanos Orientales. Con su desproporcionada disminución se ha puesto en riesgo, entre otras, a las 2.600 especies de plantas, 230 de aves y al menos 60 de mamíferos que lo habitan, varias de las cuales son endémicas de este ecosistema o están bajo amenaza de extinción.
Los organismos que habitan el bosque seco tropical, desde cactus resistentes hasta anfibios que necesitan siempre del agua, se han adaptado al cíclico transitar entre la sequía y la lluvia. Este no es un ecosistema débil, soporta los cambios del tiempo, pero no tiene cómo defenderse de la aplastante acción humana.
Precisamente, con la llegada de los europeos a territorio colombiano, hace más de cinco siglos, comenzó la ruina del bosque seco tropical, que aún está presente en Sudamérica más que en cualquier parte del mundo. Los asentamientos humanos en tierras sobre las que hoy se sostienen centros urbanos como Barranquilla, Cartagena o Santa Fe de Antioquia, y que antes fueron bosque, trajeron consigo la minería, la agricultura y la ganadería, la urbanización descontrolada, que al realizarse sin tomar en consideración al bosque, lo tienen bordeando la desaparición
La apuesta por la conservación
De Europa llegó también Ivor Jones, a finales del siglo XIX. Tocó tierra en Barranquilla, después de atravesar el Atlántico, pero pronto se embarcó de nuevo. Comenzó el desafiante recorrido, a contracorriente, por el río Magdalena, que en aquella época, como la principal vía de transporte, la única que podía integrar un país fragmentado por montañas, marcaba la entrada al país en el puerto sobre el Atlántico y cerraba el recorrido en Honda (Tolima). La cabeza y la cola de aquella serpiente impetuosa que era el Magdalena, ancho, profundo, lo suficiente para que por él navegaran embarcaciones a vapor.
Jones se estableció en Honda y allí creció su descendencia. Hoy, la quinta generación de familiares del galés hace parte de un grupo de particulares que se la han jugado por la conservación del bosque seco tropical a partir de sus propios esfuerzos , estableciendo en la hacienda El Triunfo, a las afueras del municipio, una importante reserva natural, a la que el Instituto Humboldt ha catalogado como “un motor de impulso invaluable en manutención, conservación y recuperación de la biodiversidad”.
Por medio de la Resolución 7111 de octubre de 2014, y a partir de la iniciativa genuina de sus propietarios, El Triunfo fue declarado Reserva Natural de la Sociedad Civil. De las 7.500 hectáreas que componen la hacienda, 4.633 se establecieron como zonas de conservación. Lo que implica que el bosque de ese territorio no se tala, por el contrario, se le protege con acciones como su cerramiento, que impide que el ganado lo destruya, y que no solo han conservado el bosque, sino que permiten su recuperación, que renazca lo que había muerto.
El Triunfo es un gran valle en el fondo de la cordillera de Lumbí. El caminante, en la planicie, se siente resguardado por un fortín de montañas recias que le ponen límite a su horizonte. Alguna vez esta tierra estuvo sembrada, pero “ya no se puede confiar en el tiempo”, dice Pilas, uno de los vaqueros de la hacienda, quien la habita desde niño y asegura que desde hace tres lustros la tierra se ha ido secando, por lo cual, la hacienda se enfocó en la ganadería. Sin embargo, en El Triunfo, el ganado aprendió a convivir con el bosque. El valle es para los bovinos, pero la montaña se conserva intacta. Aun en la planicie los árboles no se talan, solo la maleza se remueve.
De cierta forma, El Triunfo conjuga conservación y productividad, dos ideas contrapuestas que suelen chocar en las discusiones medioambientales, pero que allí avanzan paralelas. Además de la ganadería, en la hacienda se desarrolla un proyecto ecoturístico, promovido desde Ecotrek, una empresa con dos hoteles en Honda y que ha implementado recorridos por la reserva como parte de su oferta. El valor ecológico de la reserva se hace indiscutible con unas cuantas cifras. De las 86 especies de árboles que el Instituto Humboldt –dedicado a la investigación con fines de conservación de la biodiversidad– identificó en la hacienda, cinco están en peligro de extinción. Al igual que diez de las 32 especies de mamíferos terrestres. Además, entre las 130 especies de aves que habitan la reserva, están presentes cinco de las diez especies de aves endémicas del valle del río Magdalena. “El Triunfo no sólo conserva especies amenazadas de extinción, sino también especies de árboles únicas que sólo existen en Colombia o en Tolima”, dice el estudio del Instituto sobre la hacienda.
Sin embargo, sobre la reserva se ciernen varias amenazas. El rancho escondido en el Olvido, el potrero más remoto de la hacienda, donde se crio Pilas y que ahora está abandonado, se volvió un refugio para los cazadores que llegan de zonas aledañas. Entran a hurtadillas a la propiedad, sin importar los múltiples avisos que prohíben la caza. Su rastro es evidente: los esqueletos de los venados y saínos que capturan, esparcidos en los alrededores; incluso, con cierto descaro, dejan guardados en el rancho los condimentos y la sal, como anuncio de su regreso. También se han ensañado con las serpientes de cascabel. Al parecer, en el pueblo circula el mito de que la cascabel es efectiva para aliviar el cáncer, y hay quienes están pagando por estas víboras. Los cazadores van por su recompensa.
Pero El Triunfo no es la única iniciativa privada de este tipo en la zona. Las haciendas El Tambor y Jabirú también están incluidas, como reservas de la sociedad civil, en el Registro Único Nacional de Áreas Protegidas (Runap). Juntas, conforman una especie de oasis en medio del menguado paisaje del bosque seco en el norte del Tolima. Hernando García, investigador del Instituto Humboldt, resalta que la intención de conservar el bosque seco, en estos casos, haya surgido desde los mismos ciudadanos, que en vez de apostar por la tala, hoy se la juegan por la conservación.
“Es una mutación social, un cambio de mentalidad”, asegura García, quien parte de una comprensión distinta del medio, en la que se concibe como un espacio valioso, vital, incluso propicio para el disfrute personal de quien conserva. En términos prácticos, la figura de reserva de la sociedad civil se puede convertir en el salvavidas de distintos ecosistemas, pero en especial del bosque seco tropical, pues se calcula que el 95% del bioma está alojado en áreas privadas y solo el 5% está incluido en el sistema de zonas protegidas.
De ahí que uno de los objetivos de los investigadores del Humboldt, en procura de conservar este bosque, es encontrar incentivos para su conservación por parte de estos propietarios. Más allá de las estrategias que puedan desplegarse, los dueños de la tierra tienen la decisión en sus manos. El bosque es resistente, se adapta impetuoso a la sequía y a la lluvia. Pero, pese a su fuerza natural, necesita de la voluntad del caminante, del hombre, para que su anunciada desaparición no se concrete.