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El fin de semana circuló en redes sociales un video que resume bien el gran malentendido que los humanos tenemos con los tiburones. En San Andrés, donde fue capturada la imagen, se veía a decenas de personas malhumoradas cuando funcionarios de la Armada Nacional les pedían a unos nadadores salir del agua y les solicitaban no cazar tiburones. A quienes observaban la escena les parecía increíble la petición cuando había sido uno de esos animales (un tiburón tigre, Galeocerdo cuvier) el “culpable” de la muerte de un turista italiano. Horas después calmaron su ira matando a un tiburón nodriza (Inglymostoma cirratum), justo una de las especies por la que ningún bípedo debería perder la calma si se lo encuentra en el mar.
Como dice Juan Manuel Díaz, asesor científico de Marviva, no es que a nadie le preocupe que alguien haya muerto por un ataque de tiburón, lo cual es “lamentable”. Lo preocupante, dice, es que no estamos entendiendo bien la situación, pues el problema es al revés: los humanos pescamos cerca de 100 millones de tiburones cada año. Eso ha hecho, por ejemplo, que el tiburón nodriza esté clasificado como “vulnerable”, según el Libro Rojo de Peces Marinos de Colombia, y que el tiburón tigre sea una especie “casi amenazada”. Ambos tienen que enfrentarse a la presión pesquera, buena parte de ella industrial y accidental.
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Díaz hace una pregunta que puede ser útil para comprender mejor esta situación: “Cuando entramos al océano, ¿quién invade el territorio de quién? ¿Estos peces está invadiendo nuestro espacio o somos nosotros los que ocupamos un lugar por el que han transitado por millones de años?”.
Una pista puede ayudar a contestar ese interrogante: los tiburones son casi unos “fósiles vivientes”. Los científicos creen que han habitado este planeta hace 455 millones de años. Hoy, sumando a las rayas, sus “parientes” cercanos, hay más de mil especies con particularidades únicas. El tiburón nodriza -el cazado en San Andrés- tiene una fascinante: posee unos espiráculos que le permiten introducir agua en su sistema respiratorio mientras descansa en el fondo del mar. La mayoría, por el contrario, debe seguir nadando para bombear agua sobre sus branquias.
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Pero si su anatomía es sorprendente (ven en la oscuridad, no tienen huesos, tienen unos órganos con los que detectan cambios de temperatura en el océano y diversos modos de reproducción), su rol en el océano es alucinante. Ayudan, como explicaba WWF ayer, a combatir el cambio climático, pues controlan el consumo excesivo de pasto marino por parte de algunas especies, lo que ayuda a capturar más carbono de la atmósfera. Como son depredadores, mantienen las poblaciones de otras especies, lo que en últimas es clave para sostener la dieta humana. Los tiburones, además, cuenta Díaz, son carroñeros, así que ayudan a “limpiar” el océano de cadáveres o de cuerpos enfermos o moribundos.
Dicho de otro modo, muestra la página del Florida Museum, estos peces que Steven Spielberg convirtió en unos animales terroríficos desde la década del 70 son esenciales para mantener saludable el mar. Sin su presencia estaríamos ante una catástrofe: “Se dañaría la cadena trófica”, asegura Díaz. Desbaratar un eslabón solo ocasionaría un panorama desolador. “Los animales que son presas de los tiburones aumentarían rápidamente y, a su vez, lo harían las presas de esos peces y también los alimentos de esas especies. Sería una escalera de tragedias”.
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La buena noticia es que los humanos no están en el menú de los tiburones. Ellos prefieren platos más apetitosos, como las focas o los atunes. Al parecer, cuando muerden a alguna persona es porque percibieron algunos elementos llamativos (salpicaduras, elementos brillantes o trajes de baño con contrastes). Pero rápidamente se dan cuenta de que ese objeto es muy grande y extraño para su dieta. Por eso lo suelta y no vuelve por él. Como lo muestra la imagen que acompaña este texto, el riesgo de morir atacado por un tiburón es de 1 en 3,748,067. Es más probable fallecer por un accidente en bicicleta o por un choque de tren. A diferencia de los cerca de 70 ataques de tiburón que se producen cada año en promedio (lo que resulta en de 1 a 5 muertes) los mosquitos que transmiten la malaria causan unos 627.000 fallecimientos.
La mala noticia en este asunto es que pese a ser animales tan importantes para la salud del océano, sus poblaciones se han reducido. Entre las 76 especies de tiburones y 62 de rayas que hay confirmadas en Colombia (12 % del total del planeta), se han hallado casos críticos. Cuando hicieron esa lista en 2019, los biólogos Paola A. Mejía-Falla y Andrés Felipe Navia, entonces investigadores de Wild Conservation Society y de la Fundación Squalus, encontraron que dos especies de rayas están próximas a extinguirse. Pese a que hay registros en imágenes antiguas, la guacapá o pez sierra (Pristis pristis y Pristis pectinata) no se habían vuelto a ver en el Caribe.
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Hace un par de días Diego Cardeñosa, un biólogo apasionado por estos “fósiles vivientes” y que hoy es investigador de la Florida International University (EE. UU.), compartió en su Instagram un mensaje pidiendo calma a quienes se apresuraban a pedir la caza del tiburón que mordió al turista italiano. Reconocía que era normal que hubiese miedo e incertidumbre, pero rogaba no cometer un gran error por un evento puntual que no había sido registrado nunca en la historia de San Andrés. Ayer Cardeñosa, junto con investigadores de Coralina, halló a uno de los dos tiburones que dice haber visto la comunidad. La trasladaron (es hembra) a diez millas de la isla y le pusieron un dispositivo para hacerle seguimiento satelital en tiempo real. A este pez de 3,6 metros de largo lo llamaron “miss Taata”, que en lenguaje raizal significa “tatarabuela”.