Tras las huellas de gigantes: el rastro de Wallace
Hoy, Día Mundial de la Diversidad Biológica, notas del viaje por el Orinoco y el río Negro del director de conservación del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF), dos expediciones recientes por el mismo camino que recorrió Humboldt en la Orinoquia.
Luis Germán Naranjo * / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
Si, como dice Paco Ignacio Taibo, el mundo solo se hace comprensible cuando se convierte en relato, los diarios de viaje desvelan espacios que de otra forma pasarían inadvertidos. Así, por ejemplo, las fuentes del Orinoco y el espacio que las separa del río Negro solamente irrumpieron en la escena global cuando Alexander von Humboldt publicó su famosa narrativa. Hasta comienzos del siglo XIX enormes porciones de las Américas eran todavía terra incognita apenas insinuadas en el imaginario de la época gracias a los cronistas de Indias.
Poseído por la sed de conocimiento del siglo de las luces, el científico alemán recorrió en 1802 la frontera más oriental entre lo que son hoy Colombia y Venezuela, buscando determinar la veracidad de lo que parecía un delirio más de las historias de la Conquista española: la existencia del caño Casiquiare, conexión fluvial entre las dos grandes cuencas hidrográficas del norte de Suramérica. Y a lo largo del camino, registró en su diario la desmesura del paisaje, los usos y costumbres de sus habitantes y la incalculable riqueza de sus plantas y animales.
Para los estándares de la época, el Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente de Humboldt fue un verdadero éxito de ventas. Pero su verdadero impacto fue el de haber estimulado a varias generaciones de naturalistas, que siguieron sus huellas para ampliar el conocimiento de los cuadros de la naturaleza descritos por él. Dicha obra formó parte del equipaje de algunos de los más ilustres exploradores de la era victoriana, quienes también dejaron testimonios de su asombro para inspirar, hasta nuestros días, el trasegar de quienes trabajamos en la feliz e imposible tarea de completar el inventario de la biodiversidad.
A finales de 2021, tuve la oportunidad de recorrer la frontera colombo-venezolana a lo largo del río Negro, como investigador de una expedición organizada por WWF Colombia y un puñado de instituciones académicas y de investigación. Y entre las primeras cosas que empaqué en el morral estaban el diario de Humboldt y el texto de uno de sus más distinguidos émulos: Alfred Russel Wallace, padre de la biogeografía y coautor con Darwin de la teoría de la selección natural, quien llegó desde Brasil hasta el límite de la ruta orinoquense de Humboldt medio siglo después de la visita de aquel a esas latitudes.
En el confín oriental de Colombia
Cuando el DC3 de carga empezó a descender hacia San Felipe, tuvimos, a través de la ventanilla, nuestro primer vistazo de la conjunción del río Guainía con el caño Casiquiare. A pesar de haber estudiado los mapas muchas veces antes de emprender el viaje, la panorámica de este sitio, punto de origen del río Negro, fue un momento memorable. Llegar a un rincón de la geografía colombiana al que pocos estudiosos de la historia natural han tenido acceso era un gran logro en sí mismo. Pero, además, para algunos de nosotros esa visión hizo real un territorio mítico descubierto en las lecturas de los grandes naturalistas.
Al aterrizar el carguero en la pista de tierra rojiza, se derrumbó la montaña de bártulos de la que solo nos separaba una malla de nailon. Con la inercia, bultos de legumbres, antenas de televisión satelital, morrales, pacas de cerveza enlatada y toda clase de paquetes se amontonaron en desorden detrás de la cabina de los pilotos. Y al detenerse el aparato y abrir la escotilla, se asomó por fin la selva llena de secretos para nuestros ojos occidentales que son, al mismo tiempo, elementos cotidianos en la vida de los pueblos que habitan estas orillas.
San Felipe es un pequeño caserío con un coliseo polideportivo y una base de la infantería de marina, cuyo enorme cañón apunta hacia el otro lado del río, en donde se levanta la población venezolana de San Carlos de Río Negro. A un costado, medio escondidas entre la maleza, están las ruinas de un fuerte construido en 1759 para defender las posesiones españolas de posibles ataques de los portugueses. La existencia de construcciones militares de hace dos siglos junto a sus homólogas contemporáneas evidencia la dificultad del control territorial de un sitio tan alejado de cualquier centro de gobierno.
Ya en 1852, Alfred Russel Wallace anotó en su diario las arbitrariedades de los brasileños con los pueblos indígenas y los esclavos afrodescendientes, y explícitamente señaló la limitada aplicación de las leyes en las riberas del río Negro. La presencia actual de mineros ilegales en sus aguas y las historias recientes sobre múltiples actores armados en esta frontera nos dejaron la sensación de estar en un rincón en el que no parecen haber transcurrido 169 años desde la visita del naturalista británico. Hoy no hay esclavos de origen africano en este territorio ni los comerciantes del Brasil hacen cacerías de indígenas para venderlos río abajo; pero las minas ilegales atrapan, sin cadenas, a una multitud que intenta arañar las migajas de ese negocio multinacional.
De San Felipe a la piedra del Cocuy
Los asentamientos de la etnia curripaco, en los que se alojó la expedición, me parecieron prácticamente indistinguibles de aquellos ilustrados en el diario de viaje de Wallace. Cada comunidad ocupa un elevado barranco adornado por unos cuantos árboles y palmeras, y las casas, dispersas, están montadas en zancos. Tanto los espacios comunes como los senderos de arena blanca permanecen impecablemente barridos.
En cada caserío visitado invadimos el enorme galpón comunal con toda clase de instrumentos empleados para capturar, medir, pesar, fotografiar y preservar plantas, insectos, peces, ranas, serpientes y murciélagos. Cada equipo de trabajo incluyó por lo menos dos indígenas designados por la comunidad como investigadores locales e hizo sus recorridos en horas diferentes de acuerdo con la biología de los organismos estudiados, buscando optimizar la obtención de información.
Desde el primer día, los pajareros preguntamos a nuestros compañeros indígenas si conocían un canto que llevábamos grabado en nuestros teléfonos móviles y que corresponde a una especie de cucarachero no reportada para Colombia. De acuerdo con la literatura, este pajarito había sido observado recientemente en la orilla venezolana, en los alrededores de San Carlos de Río Negro y, por lo tanto, esperábamos añadirlo a la avifauna nacional.
Los demás investigadores tenían aspiraciones similares. Antes del viaje, cada uno hizo la tarea de revisar la escasa y muy antigua información sobre la biodiversidad de esta remota región y llevó consigo a la expedición una lista de expectativas. Los ictiólogos, por ejemplo, esperaban encontrar especies no descritas para la ciencia entre la multitud de pequeños peces que viven en la hojarasca de los caños oscuros que vierten sus aguas al río Negro y obtener duplicados de algunos de los peces descritos por Wallace a finales del siglo XIX.
Por esta razón ,el regreso de cada equipo, al final de su jornada de trabajo en el monte o en el río, era recibido con curiosidad. Al llegar, sudorosos y embarrados, los investigadores éramos rodeados por quienes estaban en el campamento para ver los especímenes obtenidos y las imágenes en las cámaras o simplemente para escuchar, entre bromas, la relación de datos que iban a engrosar el cúmulo de información registrada en bitácoras, catálogos de colección y etiquetas de especímenes.
Para los investigadores locales, nuestra forma de acceder al conocimiento era tan extraña como fueron extraordinarios para nosotros su capacidad para encontrar el rumbo en la selva, distinguir un bicho en lo más enmarañado de la vegetación o recordar los usos y propiedades de cada raíz, hoja, corteza, flor o fruto encontrado por los botánicos de la expedición. Participar en este encuentro de maneras de aprehender el mundo es una de las mayores recompensas que ofrece recorrer los apartados rincones de la geografía colombiana.
Encuentros esquivos
La última jornada de la tarde en Ducutibapo llegaba a su fin. Al día siguiente, muy temprano, debíamos embarcarnos nuevamente en los bongos para seguir nuestro viaje río abajo y no queríamos desaprovechar las horas restantes de luz sin hacer un recorrido adicional por un bosque maduro que había más allá del conuco del capitán de la comunidad. Conseguimos añadir un par de especies a la lista y cuando estábamos a punto de regresar al campamento, uno de los investigadores locales nos dijo que acababa de oír el cucarachero que estábamos buscando.
Avanzamos un poco más por la trocha hasta el punto en donde el indígena escuchó la vocalización y permanecimos en silencio, casi conteniendo la respiración en la semipenumbra. De repente surgió el silbido inconfundible y en medio de la emoción apenas atinamos a encender la grabadora unos segundos después, por lo que el registro de este instante quedó incompleto. En vano reprodujimos la secuencia unas cuantas veces esperando atraer al cucarachero para poder observarlo y entonces la noche se nos vino encima. Con una mezcla de alegría por haber confirmado la presencia de esta ave en territorio colombiano y frustración por no haber logrado verla, regresamos al caserío.
Más tarde, mientras todos ayudábamos a empacar los bártulos para el viaje del día siguiente, los demás expedicionarios estuvieron de acuerdo en aplazar la salida un par de horas para que pudiéramos hacer un último intento de contacto visual con el cucarachero alibandeado. Al amanecer, cuando apenas las primeras luces asomaron en el horizonte, ya estábamos en la trocha. Minutos más tarde, inmóviles en el sotobosque, iniciamos la reproducción del canto grabado la tarde anterior. Tres, cuatro veces, resonó en el silencio el silbido en staccato de este pajarito, pero no obtuvimos respuesta….
Cabizbajos, emprendimos el regreso al caserío y de repente percibimos un fuerte batir de alas. Levantamos la vista y por un instante pudimos apreciar un ala enorme, con bandas negras y blancas. Atónitos, sin saber de qué se trataba, miramos bajo el árbol desde donde el enorme animal emprendió el vuelo. El piso estaba manchado de excrementos de una gran ave y alrededor hallamos los restos dispersos de un perezoso. Recogí una enorme pluma blanca y entendí que en este sitio que nos disponíamos a abandonar no solamente dejábamos sin ver el cucarachero que buscábamos: tampoco nos dimos cuenta de que fuimos observados desde el dosel por el águila arpía, señora absoluta de las selvas del río Negro.
Ante esta imagen, más sospechada que vista, llegar frente a la mole de la piedra del Cocuy, punto fronterizo de Venezuela, Brasil y Colombia, fue más una recompensa adicional que la emoción pura de alcanzar un hito clásico de los libros de geografía. A estas alturas de la expedición era tal la saturación de emociones vividas que habrían de transcurrir varios días antes de digerir por completo el significado de ver este promontorio reflejado en el oscuro espejo de las aguas del río.
* Espere mañana la segunda entrega: “Psicosis humboldtiana”.
Si, como dice Paco Ignacio Taibo, el mundo solo se hace comprensible cuando se convierte en relato, los diarios de viaje desvelan espacios que de otra forma pasarían inadvertidos. Así, por ejemplo, las fuentes del Orinoco y el espacio que las separa del río Negro solamente irrumpieron en la escena global cuando Alexander von Humboldt publicó su famosa narrativa. Hasta comienzos del siglo XIX enormes porciones de las Américas eran todavía terra incognita apenas insinuadas en el imaginario de la época gracias a los cronistas de Indias.
Poseído por la sed de conocimiento del siglo de las luces, el científico alemán recorrió en 1802 la frontera más oriental entre lo que son hoy Colombia y Venezuela, buscando determinar la veracidad de lo que parecía un delirio más de las historias de la Conquista española: la existencia del caño Casiquiare, conexión fluvial entre las dos grandes cuencas hidrográficas del norte de Suramérica. Y a lo largo del camino, registró en su diario la desmesura del paisaje, los usos y costumbres de sus habitantes y la incalculable riqueza de sus plantas y animales.
Para los estándares de la época, el Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente de Humboldt fue un verdadero éxito de ventas. Pero su verdadero impacto fue el de haber estimulado a varias generaciones de naturalistas, que siguieron sus huellas para ampliar el conocimiento de los cuadros de la naturaleza descritos por él. Dicha obra formó parte del equipaje de algunos de los más ilustres exploradores de la era victoriana, quienes también dejaron testimonios de su asombro para inspirar, hasta nuestros días, el trasegar de quienes trabajamos en la feliz e imposible tarea de completar el inventario de la biodiversidad.
A finales de 2021, tuve la oportunidad de recorrer la frontera colombo-venezolana a lo largo del río Negro, como investigador de una expedición organizada por WWF Colombia y un puñado de instituciones académicas y de investigación. Y entre las primeras cosas que empaqué en el morral estaban el diario de Humboldt y el texto de uno de sus más distinguidos émulos: Alfred Russel Wallace, padre de la biogeografía y coautor con Darwin de la teoría de la selección natural, quien llegó desde Brasil hasta el límite de la ruta orinoquense de Humboldt medio siglo después de la visita de aquel a esas latitudes.
En el confín oriental de Colombia
Cuando el DC3 de carga empezó a descender hacia San Felipe, tuvimos, a través de la ventanilla, nuestro primer vistazo de la conjunción del río Guainía con el caño Casiquiare. A pesar de haber estudiado los mapas muchas veces antes de emprender el viaje, la panorámica de este sitio, punto de origen del río Negro, fue un momento memorable. Llegar a un rincón de la geografía colombiana al que pocos estudiosos de la historia natural han tenido acceso era un gran logro en sí mismo. Pero, además, para algunos de nosotros esa visión hizo real un territorio mítico descubierto en las lecturas de los grandes naturalistas.
Al aterrizar el carguero en la pista de tierra rojiza, se derrumbó la montaña de bártulos de la que solo nos separaba una malla de nailon. Con la inercia, bultos de legumbres, antenas de televisión satelital, morrales, pacas de cerveza enlatada y toda clase de paquetes se amontonaron en desorden detrás de la cabina de los pilotos. Y al detenerse el aparato y abrir la escotilla, se asomó por fin la selva llena de secretos para nuestros ojos occidentales que son, al mismo tiempo, elementos cotidianos en la vida de los pueblos que habitan estas orillas.
San Felipe es un pequeño caserío con un coliseo polideportivo y una base de la infantería de marina, cuyo enorme cañón apunta hacia el otro lado del río, en donde se levanta la población venezolana de San Carlos de Río Negro. A un costado, medio escondidas entre la maleza, están las ruinas de un fuerte construido en 1759 para defender las posesiones españolas de posibles ataques de los portugueses. La existencia de construcciones militares de hace dos siglos junto a sus homólogas contemporáneas evidencia la dificultad del control territorial de un sitio tan alejado de cualquier centro de gobierno.
Ya en 1852, Alfred Russel Wallace anotó en su diario las arbitrariedades de los brasileños con los pueblos indígenas y los esclavos afrodescendientes, y explícitamente señaló la limitada aplicación de las leyes en las riberas del río Negro. La presencia actual de mineros ilegales en sus aguas y las historias recientes sobre múltiples actores armados en esta frontera nos dejaron la sensación de estar en un rincón en el que no parecen haber transcurrido 169 años desde la visita del naturalista británico. Hoy no hay esclavos de origen africano en este territorio ni los comerciantes del Brasil hacen cacerías de indígenas para venderlos río abajo; pero las minas ilegales atrapan, sin cadenas, a una multitud que intenta arañar las migajas de ese negocio multinacional.
De San Felipe a la piedra del Cocuy
Los asentamientos de la etnia curripaco, en los que se alojó la expedición, me parecieron prácticamente indistinguibles de aquellos ilustrados en el diario de viaje de Wallace. Cada comunidad ocupa un elevado barranco adornado por unos cuantos árboles y palmeras, y las casas, dispersas, están montadas en zancos. Tanto los espacios comunes como los senderos de arena blanca permanecen impecablemente barridos.
En cada caserío visitado invadimos el enorme galpón comunal con toda clase de instrumentos empleados para capturar, medir, pesar, fotografiar y preservar plantas, insectos, peces, ranas, serpientes y murciélagos. Cada equipo de trabajo incluyó por lo menos dos indígenas designados por la comunidad como investigadores locales e hizo sus recorridos en horas diferentes de acuerdo con la biología de los organismos estudiados, buscando optimizar la obtención de información.
Desde el primer día, los pajareros preguntamos a nuestros compañeros indígenas si conocían un canto que llevábamos grabado en nuestros teléfonos móviles y que corresponde a una especie de cucarachero no reportada para Colombia. De acuerdo con la literatura, este pajarito había sido observado recientemente en la orilla venezolana, en los alrededores de San Carlos de Río Negro y, por lo tanto, esperábamos añadirlo a la avifauna nacional.
Los demás investigadores tenían aspiraciones similares. Antes del viaje, cada uno hizo la tarea de revisar la escasa y muy antigua información sobre la biodiversidad de esta remota región y llevó consigo a la expedición una lista de expectativas. Los ictiólogos, por ejemplo, esperaban encontrar especies no descritas para la ciencia entre la multitud de pequeños peces que viven en la hojarasca de los caños oscuros que vierten sus aguas al río Negro y obtener duplicados de algunos de los peces descritos por Wallace a finales del siglo XIX.
Por esta razón ,el regreso de cada equipo, al final de su jornada de trabajo en el monte o en el río, era recibido con curiosidad. Al llegar, sudorosos y embarrados, los investigadores éramos rodeados por quienes estaban en el campamento para ver los especímenes obtenidos y las imágenes en las cámaras o simplemente para escuchar, entre bromas, la relación de datos que iban a engrosar el cúmulo de información registrada en bitácoras, catálogos de colección y etiquetas de especímenes.
Para los investigadores locales, nuestra forma de acceder al conocimiento era tan extraña como fueron extraordinarios para nosotros su capacidad para encontrar el rumbo en la selva, distinguir un bicho en lo más enmarañado de la vegetación o recordar los usos y propiedades de cada raíz, hoja, corteza, flor o fruto encontrado por los botánicos de la expedición. Participar en este encuentro de maneras de aprehender el mundo es una de las mayores recompensas que ofrece recorrer los apartados rincones de la geografía colombiana.
Encuentros esquivos
La última jornada de la tarde en Ducutibapo llegaba a su fin. Al día siguiente, muy temprano, debíamos embarcarnos nuevamente en los bongos para seguir nuestro viaje río abajo y no queríamos desaprovechar las horas restantes de luz sin hacer un recorrido adicional por un bosque maduro que había más allá del conuco del capitán de la comunidad. Conseguimos añadir un par de especies a la lista y cuando estábamos a punto de regresar al campamento, uno de los investigadores locales nos dijo que acababa de oír el cucarachero que estábamos buscando.
Avanzamos un poco más por la trocha hasta el punto en donde el indígena escuchó la vocalización y permanecimos en silencio, casi conteniendo la respiración en la semipenumbra. De repente surgió el silbido inconfundible y en medio de la emoción apenas atinamos a encender la grabadora unos segundos después, por lo que el registro de este instante quedó incompleto. En vano reprodujimos la secuencia unas cuantas veces esperando atraer al cucarachero para poder observarlo y entonces la noche se nos vino encima. Con una mezcla de alegría por haber confirmado la presencia de esta ave en territorio colombiano y frustración por no haber logrado verla, regresamos al caserío.
Más tarde, mientras todos ayudábamos a empacar los bártulos para el viaje del día siguiente, los demás expedicionarios estuvieron de acuerdo en aplazar la salida un par de horas para que pudiéramos hacer un último intento de contacto visual con el cucarachero alibandeado. Al amanecer, cuando apenas las primeras luces asomaron en el horizonte, ya estábamos en la trocha. Minutos más tarde, inmóviles en el sotobosque, iniciamos la reproducción del canto grabado la tarde anterior. Tres, cuatro veces, resonó en el silencio el silbido en staccato de este pajarito, pero no obtuvimos respuesta….
Cabizbajos, emprendimos el regreso al caserío y de repente percibimos un fuerte batir de alas. Levantamos la vista y por un instante pudimos apreciar un ala enorme, con bandas negras y blancas. Atónitos, sin saber de qué se trataba, miramos bajo el árbol desde donde el enorme animal emprendió el vuelo. El piso estaba manchado de excrementos de una gran ave y alrededor hallamos los restos dispersos de un perezoso. Recogí una enorme pluma blanca y entendí que en este sitio que nos disponíamos a abandonar no solamente dejábamos sin ver el cucarachero que buscábamos: tampoco nos dimos cuenta de que fuimos observados desde el dosel por el águila arpía, señora absoluta de las selvas del río Negro.
Ante esta imagen, más sospechada que vista, llegar frente a la mole de la piedra del Cocuy, punto fronterizo de Venezuela, Brasil y Colombia, fue más una recompensa adicional que la emoción pura de alcanzar un hito clásico de los libros de geografía. A estas alturas de la expedición era tal la saturación de emociones vividas que habrían de transcurrir varios días antes de digerir por completo el significado de ver este promontorio reflejado en el oscuro espejo de las aguas del río.
* Espere mañana la segunda entrega: “Psicosis humboldtiana”.