Tras las huellas de los gigantes que recorrieron el Orinoco: el rastro de Humboldt
¿Qué se esconde en uno de los sitios mejor conservados de Colombia? Una crónica que detalla el camino que recorrió Alexander Von Humboldt en nuestro país. Segunda parte.
Luis Germán Naranjo * / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
Habían pasado apenas dos meses desde el regreso del río Negro cuando aterricé nuevamente en las planicies del oriente colombiano para iniciar una nueva expedición. Aprovechando un monitoreo de poblaciones de delfines de río adelantado por los investigadores de la Fundación Omacha, dos ictiólogos y un pajarero conseguimos embarcarnos en uno de sus bongos para remontar el Orinoco desde la desembocadura del río Meta hasta la confluencia del Guaviare con el Atabapo. (Lea Tras las huellas de gigantes: el rastro de Wallace)
Aparte de hacer inventarios rápidos de aves a lo largo de la ruta, tenía una razón emocional para justificar mi viaje. La expedición seguiría la ruta más oriental de Humboldt en lo que es hoy territorio colombiano y por eso llevaba en mi morral el séptimo tomo de la obra del naturalista alemán junto con un texto de Leo E. Miller, colector de aves del Museo Americano de Historia Natural, quien hizo este mismo recorrido en 1912.
A pesar de que la ruta es continuamente transitada por toda clase de embarcaciones y hay tanto vías terrestres como aeropuertos que conectan varias de las poblaciones ribereñas, nuestro viaje era una expedición en toda regla. De antemano acordamos una rutina de trabajo, las estaciones de muestreo, su duración y el protocolo de seguridad. El progreso de la expedición sería rastreado en tiempo real desde Cali y Bogotá gracias a los geoposicionadores que llevábamos a bordo y la información recolectada serviría para alimentar los planes de conservación de distintos sitios prioritarios.
Desde el punto de vista ornitológico, el recorrido no ofrecía verdaderas incógnitas pues la avifauna de la región es relativamente bien conocida. Sin embargo, hasta donde tuve conocimiento, nadie había cubierto en un solo viaje todo este trayecto haciendo registros de aves, lo que confería suficiente valor a los datos que esperaba obtener en esos ocho días. Por otra parte, mi apreciación de los detalles geográficos de la navegación estaba asegurada con la lectura de las notas de viaje de Humboldt y Miller.
Del río Meta al raudal de Atures
El primer día se hizo largo por la velocidad moderada de los bongos, mantenida constante para asegurar el adecuado registro de los delfines a nuestro paso. Los investigadores de Omacha medían distancias y ángulos de observación, hacían anotaciones de tipos de hábitat y prestaban especial atención a las confluencias de los tributarios con el río Orinoco, pues en estos sitios la abundancia de peces atrae a estos grandes depredadores acuáticos.
Después de visitar los ríos Meta y Bita, nos detuvimos finalmente en un gran playón de la isla Santa Elena para pasar la noche. Me resultó difícil conciliar el sueño a pesar del cansancio, pues aún sentía el intenso resplandor del sol detrás de los párpados y en mi memoria volaban todavía las decenas de gaviotines y de águilas pescadoras vistas durante la jornada.
Desde el segundo día, la lentitud de las embarcaciones y el ruido soporífero de los motores fuera de borda me produjeron la sensación de estar suspendido en un vacío en el que ni la distancia ni el transcurso de las horas tenían mucho sentido. A partir de este momento, el único indicador de que nuestro viaje transcurría era la sucesión incesante de paisajes extraordinarios.
En esa especie de limbo, mientras los motoristas cruzaban en los botes las turbulentas aguas del paso de Atures, los demás hicimos una travesía terrestre por una extensa área en la que dunas de arena, enormes rocas y trechos de sabana se entremezclaban con algunos parches de bosque. Paralelo a nuestro camino, veíamos el río dividido en varios brazos, llenos de remolinos y turbiones. Desde un promontorio, el cuadro era casi indistinguible de la fotografía tomada en 1912 por Leo E. Miller para registrar el portentoso raudal que Humboldt describió tan poéticamente en su diario:
“Cuando se aprecia de un vistazo este conjunto de cataratas, esta sábana inmensa de espumas y vapores iluminada por los rayos del poniente, pareciera que el río entero estuviera suspendido sobre su cauce…”
El cruce de este tramo nos tomó más tiempo del previsto y cuando estuvimos nuevamente a bordo la tarde llegaba a su fin. El plan original era pernoctar en una playa abajo del raudal Guahibo, pero al encontrarla ocupada decidimos avanzar hasta la desembocadura del río Tuparro, preocupados por los oscuros cúmulos agolpados sobre la orilla venezolana presagiando tormenta. Los observadores de delfines se habían quedado atrás y mientras esperábamos su llegada, empezamos a montar el campamento. Sin percatarnos, espantamos con el alboroto un jaguar que abrevaba su sed en el río: bajo las luces de las linternas, descubrimos sus huellas frescas en la orilla.
En el alto Orinoco
Al amanecer siguiente el ruido distante de un motor fuera de borda anunció la llegada del operador logístico responsable por el transporte de la expedición, para llevar de vuelta a Puerto Carreño los dos bongos. En este punto era preciso hacer un trasbordo en un camión hasta un recodo aguas arriba del raudal de Maipures, en donde otras embarcaciones nos esperaban para seguir el viaje. Aunque práctico, este arreglo nos privó de la oportunidad de apreciar este famoso accidente geográfico. Después de media hora de dar tumbos por la sabana, descargamos por un barranco empinado la enorme cantidad de bultos y poco después entramos en las aguas del alto Orinoco.
El río se ensanchó nuevamente y la única evidencia física de estar en esta porción superior de la cuenca era la presencia distante, en territorio venezolano, del famoso tepuy Autana. Las águilas pescadoras, tan numerosas hasta este punto, apenas aparecían de vez en cuando a pesar de la abundancia de alimento. Bajo el sol relucían enormes rocas oscuras, bruñidas por los elementos, como conjuntos escultóricos de un tamaño apenas proporcional a la majestuosidad del río. Horas después, entramos por la boca del Vichada hasta atracar en una extensa playa.
Desde las primeras observaciones que hice alrededor del campamento, noté un cambio en la composición de la avifauna que señalaba el comienzo de la transición hacia la Amazonia. El cardenal pantanero de corbata negra reemplazó a su congénere del Orinoco y los cantos de los hormigueros se hicieron más frecuentes y variados. Los ictiólogos también empezaron a encontrar especies amazónicas y por eso aplaudimos el anuncio de permanecer un par de días en este sitio. Mientras los investigadores de Omacha censaban los delfines en el trayecto hasta Santa Rita, nosotros podríamos hacer observaciones más detalladas de los peces y las aves de este afluente del Orinoco.
Sombras sobre el Atabapo
Al salir del cauce del Vichada, vimos cada vez más embarcaciones surcando el Orinoco en ambas direcciones. Voladoras con pescadores deportivos, barcos que regresaban de Inírida hacia Puerto Nariño, grandes bongos cargados de mercancías y otros no tan grandes, similares a los que transportaban la expedición, con hamacas colgadas bajo el parasol, llevando pasajeros hacia “la mina”, denominación genérica para nombrar las excavaciones y balsas de las explotaciones ilícitas del estado Amazonas en Venezuela. Durante nuestra permanencia en el río Negro, dos meses atrás, habíamos tenido noticia de este flujo incesante de personas atraídas por el creciente negocio de la extracción de oro.
Aunque veníamos prevenidos de la inseguridad en la región, el encuentro con una lancha a la deriva, las amarras en el agua, el motor destapado y el único tripulante acostado boca-arriba en una posición poco natural bajo el sol de las tres de la tarde, produjo un silencio denso, contra el cual el ruido de nuestra máquina fue un verdadero alivio. Todos supimos que el hombre estaba muerto y sospechamos que su deceso estaba de alguna manera relacionado con las operaciones en torno a la minería ilegal del alto Orinoco.
Nuestra siguiente estación, fue la desembocadura del caño Matavén. Sobre su margen derecha, acampamos encima de unas grandes rocas desde las que podíamos oír el resoplar de los delfines rosados. Armamos nuestras carpas en el espacio entre dos conucos, uno de ellos con acceso a un rastrojo en el que encontré un buen número de aves que compensaron las largas horas de navegación en las que la diversidad estuvo reducida al mínimo.
Se acercaba el final de la expedición y era permisible tomarse las cosas con calma para hacer observaciones pausadas, tomar notas, disfrutar el juego de luces y sombras en el paisaje y el reflejo de la vegetación de las orillas en las aguas cristalinas, color Coca-Cola, de este caño que nace en las planicies de la transición Orinoco-Amazonas. En la oscuridad de la noche, escuchábamos el ulular de los búhos, el melancólico canto del bien parado y, rompiendo el ensalmo, el rugir de los motores de las embarcaciones que remontaban el enorme río.
Dos días más tarde, abandonamos la desembocadura de Matavén. Nos quedaba solamente una larga y calurosa jornada hasta la confluencia con los ríos Atabapo y Guaviare. A lo largo del trayecto encontramos todo tipo de embarcaciones y el atardecer nos sorprendió recorriendo los últimos kilómetros entre grandes planchones amarrados a la orilla colombiana, administrados por comerciantes venidos de los cuatro puntos cardinales para recoger las ganancias de quienes regresan de la mina.
Las blancas playas del Atabapo, en donde hicimos el último campamento, estaban llenas de basura y el ruido de los altoparlantes de la otra orilla enturbiaba el maravilloso crepúsculo poblado de garzas. Al día siguiente llegaríamos a Inírida, pero en este punto cerramos oficialmente la expedición. Esa noche, bajo la tenue luz de la linterna, repasé una vez más los textos de Humboldt y de Miller para corroborar que eran tan atemporales como las emociones que sentimos recorriendo sus huellas y supe entonces que leer de nuevo a estos grandes naturalistas será, de ahora en adelante, como atravesar un portal de regreso al Orinoco.
* Director de conservación del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF)
**Lea la primera parte de esta crónica.
Lea las últimas noticias de ambiente en El Espectador.
Habían pasado apenas dos meses desde el regreso del río Negro cuando aterricé nuevamente en las planicies del oriente colombiano para iniciar una nueva expedición. Aprovechando un monitoreo de poblaciones de delfines de río adelantado por los investigadores de la Fundación Omacha, dos ictiólogos y un pajarero conseguimos embarcarnos en uno de sus bongos para remontar el Orinoco desde la desembocadura del río Meta hasta la confluencia del Guaviare con el Atabapo. (Lea Tras las huellas de gigantes: el rastro de Wallace)
Aparte de hacer inventarios rápidos de aves a lo largo de la ruta, tenía una razón emocional para justificar mi viaje. La expedición seguiría la ruta más oriental de Humboldt en lo que es hoy territorio colombiano y por eso llevaba en mi morral el séptimo tomo de la obra del naturalista alemán junto con un texto de Leo E. Miller, colector de aves del Museo Americano de Historia Natural, quien hizo este mismo recorrido en 1912.
A pesar de que la ruta es continuamente transitada por toda clase de embarcaciones y hay tanto vías terrestres como aeropuertos que conectan varias de las poblaciones ribereñas, nuestro viaje era una expedición en toda regla. De antemano acordamos una rutina de trabajo, las estaciones de muestreo, su duración y el protocolo de seguridad. El progreso de la expedición sería rastreado en tiempo real desde Cali y Bogotá gracias a los geoposicionadores que llevábamos a bordo y la información recolectada serviría para alimentar los planes de conservación de distintos sitios prioritarios.
Desde el punto de vista ornitológico, el recorrido no ofrecía verdaderas incógnitas pues la avifauna de la región es relativamente bien conocida. Sin embargo, hasta donde tuve conocimiento, nadie había cubierto en un solo viaje todo este trayecto haciendo registros de aves, lo que confería suficiente valor a los datos que esperaba obtener en esos ocho días. Por otra parte, mi apreciación de los detalles geográficos de la navegación estaba asegurada con la lectura de las notas de viaje de Humboldt y Miller.
Del río Meta al raudal de Atures
El primer día se hizo largo por la velocidad moderada de los bongos, mantenida constante para asegurar el adecuado registro de los delfines a nuestro paso. Los investigadores de Omacha medían distancias y ángulos de observación, hacían anotaciones de tipos de hábitat y prestaban especial atención a las confluencias de los tributarios con el río Orinoco, pues en estos sitios la abundancia de peces atrae a estos grandes depredadores acuáticos.
Después de visitar los ríos Meta y Bita, nos detuvimos finalmente en un gran playón de la isla Santa Elena para pasar la noche. Me resultó difícil conciliar el sueño a pesar del cansancio, pues aún sentía el intenso resplandor del sol detrás de los párpados y en mi memoria volaban todavía las decenas de gaviotines y de águilas pescadoras vistas durante la jornada.
Desde el segundo día, la lentitud de las embarcaciones y el ruido soporífero de los motores fuera de borda me produjeron la sensación de estar suspendido en un vacío en el que ni la distancia ni el transcurso de las horas tenían mucho sentido. A partir de este momento, el único indicador de que nuestro viaje transcurría era la sucesión incesante de paisajes extraordinarios.
En esa especie de limbo, mientras los motoristas cruzaban en los botes las turbulentas aguas del paso de Atures, los demás hicimos una travesía terrestre por una extensa área en la que dunas de arena, enormes rocas y trechos de sabana se entremezclaban con algunos parches de bosque. Paralelo a nuestro camino, veíamos el río dividido en varios brazos, llenos de remolinos y turbiones. Desde un promontorio, el cuadro era casi indistinguible de la fotografía tomada en 1912 por Leo E. Miller para registrar el portentoso raudal que Humboldt describió tan poéticamente en su diario:
“Cuando se aprecia de un vistazo este conjunto de cataratas, esta sábana inmensa de espumas y vapores iluminada por los rayos del poniente, pareciera que el río entero estuviera suspendido sobre su cauce…”
El cruce de este tramo nos tomó más tiempo del previsto y cuando estuvimos nuevamente a bordo la tarde llegaba a su fin. El plan original era pernoctar en una playa abajo del raudal Guahibo, pero al encontrarla ocupada decidimos avanzar hasta la desembocadura del río Tuparro, preocupados por los oscuros cúmulos agolpados sobre la orilla venezolana presagiando tormenta. Los observadores de delfines se habían quedado atrás y mientras esperábamos su llegada, empezamos a montar el campamento. Sin percatarnos, espantamos con el alboroto un jaguar que abrevaba su sed en el río: bajo las luces de las linternas, descubrimos sus huellas frescas en la orilla.
En el alto Orinoco
Al amanecer siguiente el ruido distante de un motor fuera de borda anunció la llegada del operador logístico responsable por el transporte de la expedición, para llevar de vuelta a Puerto Carreño los dos bongos. En este punto era preciso hacer un trasbordo en un camión hasta un recodo aguas arriba del raudal de Maipures, en donde otras embarcaciones nos esperaban para seguir el viaje. Aunque práctico, este arreglo nos privó de la oportunidad de apreciar este famoso accidente geográfico. Después de media hora de dar tumbos por la sabana, descargamos por un barranco empinado la enorme cantidad de bultos y poco después entramos en las aguas del alto Orinoco.
El río se ensanchó nuevamente y la única evidencia física de estar en esta porción superior de la cuenca era la presencia distante, en territorio venezolano, del famoso tepuy Autana. Las águilas pescadoras, tan numerosas hasta este punto, apenas aparecían de vez en cuando a pesar de la abundancia de alimento. Bajo el sol relucían enormes rocas oscuras, bruñidas por los elementos, como conjuntos escultóricos de un tamaño apenas proporcional a la majestuosidad del río. Horas después, entramos por la boca del Vichada hasta atracar en una extensa playa.
Desde las primeras observaciones que hice alrededor del campamento, noté un cambio en la composición de la avifauna que señalaba el comienzo de la transición hacia la Amazonia. El cardenal pantanero de corbata negra reemplazó a su congénere del Orinoco y los cantos de los hormigueros se hicieron más frecuentes y variados. Los ictiólogos también empezaron a encontrar especies amazónicas y por eso aplaudimos el anuncio de permanecer un par de días en este sitio. Mientras los investigadores de Omacha censaban los delfines en el trayecto hasta Santa Rita, nosotros podríamos hacer observaciones más detalladas de los peces y las aves de este afluente del Orinoco.
Sombras sobre el Atabapo
Al salir del cauce del Vichada, vimos cada vez más embarcaciones surcando el Orinoco en ambas direcciones. Voladoras con pescadores deportivos, barcos que regresaban de Inírida hacia Puerto Nariño, grandes bongos cargados de mercancías y otros no tan grandes, similares a los que transportaban la expedición, con hamacas colgadas bajo el parasol, llevando pasajeros hacia “la mina”, denominación genérica para nombrar las excavaciones y balsas de las explotaciones ilícitas del estado Amazonas en Venezuela. Durante nuestra permanencia en el río Negro, dos meses atrás, habíamos tenido noticia de este flujo incesante de personas atraídas por el creciente negocio de la extracción de oro.
Aunque veníamos prevenidos de la inseguridad en la región, el encuentro con una lancha a la deriva, las amarras en el agua, el motor destapado y el único tripulante acostado boca-arriba en una posición poco natural bajo el sol de las tres de la tarde, produjo un silencio denso, contra el cual el ruido de nuestra máquina fue un verdadero alivio. Todos supimos que el hombre estaba muerto y sospechamos que su deceso estaba de alguna manera relacionado con las operaciones en torno a la minería ilegal del alto Orinoco.
Nuestra siguiente estación, fue la desembocadura del caño Matavén. Sobre su margen derecha, acampamos encima de unas grandes rocas desde las que podíamos oír el resoplar de los delfines rosados. Armamos nuestras carpas en el espacio entre dos conucos, uno de ellos con acceso a un rastrojo en el que encontré un buen número de aves que compensaron las largas horas de navegación en las que la diversidad estuvo reducida al mínimo.
Se acercaba el final de la expedición y era permisible tomarse las cosas con calma para hacer observaciones pausadas, tomar notas, disfrutar el juego de luces y sombras en el paisaje y el reflejo de la vegetación de las orillas en las aguas cristalinas, color Coca-Cola, de este caño que nace en las planicies de la transición Orinoco-Amazonas. En la oscuridad de la noche, escuchábamos el ulular de los búhos, el melancólico canto del bien parado y, rompiendo el ensalmo, el rugir de los motores de las embarcaciones que remontaban el enorme río.
Dos días más tarde, abandonamos la desembocadura de Matavén. Nos quedaba solamente una larga y calurosa jornada hasta la confluencia con los ríos Atabapo y Guaviare. A lo largo del trayecto encontramos todo tipo de embarcaciones y el atardecer nos sorprendió recorriendo los últimos kilómetros entre grandes planchones amarrados a la orilla colombiana, administrados por comerciantes venidos de los cuatro puntos cardinales para recoger las ganancias de quienes regresan de la mina.
Las blancas playas del Atabapo, en donde hicimos el último campamento, estaban llenas de basura y el ruido de los altoparlantes de la otra orilla enturbiaba el maravilloso crepúsculo poblado de garzas. Al día siguiente llegaríamos a Inírida, pero en este punto cerramos oficialmente la expedición. Esa noche, bajo la tenue luz de la linterna, repasé una vez más los textos de Humboldt y de Miller para corroborar que eran tan atemporales como las emociones que sentimos recorriendo sus huellas y supe entonces que leer de nuevo a estos grandes naturalistas será, de ahora en adelante, como atravesar un portal de regreso al Orinoco.
* Director de conservación del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF)
**Lea la primera parte de esta crónica.
Lea las últimas noticias de ambiente en El Espectador.