Una guía para entender el debate sobre caimanes
La intensa discusión que se generó por el permiso del Minambiente para aprovechar la piel del caimán aguja, engloba asuntos más profundos: cómo proteger especies en extinción, cómo vincular a las comunidades y cómo garantizar la sostenibilidad de estos reptiles son algunos de los ingredientes que atraviesan el debate. Expertos explican sus razones.
Sergio Silva Numa / @SergioSilva03
Antes de la mañana del miércoles 23 de enero muy pocos colombianos tenían en su radar a la Bahía de Cispatá. Ese cuerpo de agua al norte de Lorica (Córdoba), pueblo natal de los escritores David Sánchez Juliao y de Manuel Zapata Olivella, entró en los registros de muchos twitteros gracias a un boletín de prensa del Instituto Humboldt. “Gobierno nacional autoriza comercio de piel de caimán aguja”, lo titularon. (Lea Gobierno autoriza, parcialmente, el comercio de piel y huevos de caimán aguja)
Se trató de unos cuantos párrafos que, en términos breves, explicaban que el Ministerio de Ambiente había levantado la prohibición para el comercio del Crocodylus acutus, un cocodrilo más conocido como caretabla o caimán aguja. La medida, señalaba, era parcial y únicamente se aplicaría para un territorio específico. Además de la Bahía de Cispatá, incluiría La Balsa, Tinajoes y otros sectores aledaños que, juntos, conforman una vieja figura creada hace décadas para proteger y regular el uso de recursos naturales: un Distrito Regional de Manejo Integrado. (lea: La Selva ignorada de Colombia que puede frenar el cambio climático)
El boletín fue replicado por varios medios de comunicación, incluido El Espectador, y la noticia rápidamente se expandió por redes sociales. A algunas personas no les cayó muy bien.
“@MinAmbienteCo levantó la prohibición de comercialización de la piel del caimán aguja que existía hace 15 años! Catastrófica e indignante noticia que nos deja claro la nula voluntad de @ricardolozanop (ministro de Ambiente) para defender a los animales!”, escribió en Twitter el Representante a la Cámara del Partido Liberal Juan Carlos Losada. “Meditador, Instructor de Yoga, Animalista, Vegano, Melómano, Activista y enviciado al ser (ser-vicio)”, es la manera como se describe en esa red. (Lea La guerra en Siria, la primera prueba de que el cambio climático puede causar conflictos)
Hoy, jueves 24, cuando con el hashtag #DuqueRespeteALosCaimanes el debate volvía a ocupar los primeros puestos del ranking de tendencias, otras personas volvieron a reprochar la decisión del MinAmbiente. La escritora Carolina Sanín fue una de ellas: “En Colombia se ‘construye comunidad’ y se ‘rescata’ una comunidad poniendo un criadero de caimanes: animales antes silvestres, ahora criados para la muerte. ¿No se dan cuenta de que este cautiverio, esta violencia y esta crueldad solo cultivan cautiverio, violencia y crueldad?”.
Daniel Samper Ospina también se sumó a la discusión. “Todo un emblema de nuestros ríos y ciénagas del Caribe, convertido ahora en zapatos de lujo... qué depresión”, trinó, aunque al poco tiempo, a medida que los biólogos contradecían su postura, reconoció que se había precipitado en su apreciación.
Es usual que estas decisiones generen ese tipo de posiciones. Pensar que la piel de un cocodrilo colombiano que estuvo en peligro de extinción puede ser vendida en el mercado internacional o que su carne puede ser aprovechada, despierta indignación. Los motivos, dice la bióloga Clara Sierra, son muchos. Por un lado, se trata de especies con las que las personas no suelen estar familiarizadas. Las han observado en cine o televisión y eso, de alguna manera, les impide ver la realidad con otros lentes. Por otro lado, advierte, no es fácil conectarse con otros escenarios como el de una pequeña comunidad en Córdoba. “Pero es un debate complejo que hay que dar, sin hacer señalamientos”, aclara.
Sierra es una de las biólogas que ha liderado el proceso que desembocó en la resolución del Minambiente. Lo empezó a finales de los años 90, junto a otro biólogo, Giovanni Ulloa. Hoy son dos de los científicos más reconocidos en Colombia a la hora de hablar de caimanes y cocodrilos. También son esposos.
La historia que ella cuenta ya la había resumido el Instituto Humboldt en su boletín inicial. Tras 37 años de caza masiva del caimán aguja con fines comerciales, en 1968 el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural tuvo que restringir su caza. Un comercio de cerca de 2 millones de pieles en el mercado mundial, había reducido su población drásticamente. Tres décadas más tarde, la cantidad de ejemplares seguía siendo muy pobre. Solo había seis individuos en toda la Bahía de Cispatá, registró un censo entre 1994 y 1998. En 2002 pasó a la lista de especies en peligro crítico. Estaba al borde de la extinción.
Sin embargo, los tiempos han cambiado. Las cifras de Cispatá hoy muestran una realidad muy distinta. Entre 2002 y 2017 hubo 1831 avistamientos de Crocodylus acutus. Hoy hay más de 11.700 especímenes y en el último decenio se recolectaron más de 21 mil huevos. ¿Por qué? Sierra y Ulloa coinciden con su respuesta: porque los cazadores, que antes se dedicaban al tráfico ilegal, se convirtieron en protectores.
De cazadores a protectores
A Nelson Rosales no le da vergüenza admitir que, en algún momento fue cazador del caimán aguja. Tiene 42 años y vive en San Antero, el pueblo más cercano a la Bahía de Cispatá. Cuenta que cuando bordeaba los 20 solía salir a buscar estos reptiles. Para cazar uno tardaba una semana. A veces más. Era la tradición de la región y él la había seguido. “Así, además de la pesca, subsistíamos”.
Pero la escasez de cocodrilos y las señales de Clara Sierra y Giovanni Ulloa lo convencieron. “Algo estábamos haciendo mal y por eso decidimos cambiar el rumbo -dice-. Hace 16 años, con 17 cazadores más, creamos Asocaimán. Decidimos que era hora de protegerlos”.
Saltándonos muchos detalles técnicos, el proceso que iniciaron en compañía de los dos biólogos fue simple: se dedicaron a recolectar huevos para luego permitirles crecer en nidos artificiales. Después los devolvían a su ecosistema. Como en su hábitat natural solo el 3% de aquellos cascarones sobrevive, los ex cazadores lograron que la población de reptiles se empezara a recuperar poco a poco. Su meta era que, en algún momento, pudieran hacer un uso sostenible de la especie, esencial en la cadena alimenticia. La ecuación es simple: al tiempo que la protegían, ésta les serviría como medio de subsistencia.
En palabras de Ulloa, “se trató de una gran investigación en la que criamos y liberamos muchos cocodrilos. Es un proyecto que se convirtió en un ejemplo en el mundo. Lo hemos expuesto en Kenia y en México. Es difícil entender su dimensión, pero es la primera vez que recuperamos una población en peligro de extinción. Y lo más valioso es que es un proyecto de conservación comunitario, que también ha permitido el sustento de más familias con ecoturismo”.
A lo que se refiere Ulloa es que, gracias a ese modelo, los pobladores de esa zona tan distante de la capital, pueden ahora hacer un uso sostenible de una especie que estuvo en verdaderos aprietos. La simpleza de su concepto resume el problema: “Ahora los que antes eran cazadores saben que tienen que cuidar a los caimanes. Los necesitan para sobrevivir y ahora entienden que se le puede dar un uso sostenible”.
Un uso sostenible, en este caso, quiere decir que los habitantes de la Bahía de Cispatá –únicamente los habitante de la Bahía de Cispatá– pueden extraer un porcentaje de huevos del hábitat natural del caimán, para luego incubarlos de manera artificial. Cuando los ejemplares, alimentados en zoocriaderos tengan el tamaño suficiente (dentro de 4 o 5 años) podrán darle un uso específico.
“No vamos a sacrificar ni un solo cocodrilo del hábitat natural. Hemos hecho un gran esfuerzo por sacar adelante este proyecto y lo vamos a cuidar”, reitera Nelson. Además, tendrán que llevar un juicioso monitoreo y mandar con cierta periodicidad reportes mundiales, porque el más mínimo error les cierra las puertas de un mercado con muchas autoridades encima.
Cocodrilos, un comercio complejo
Álvaro Velasco también es biólogo. Es venezolano y hace parte del grupo de especialistas en cocodrilos de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, popularmente conocida con las siglas UICN. Su área específica tiene que ver con el comercio de esta especie en América Latina y el Caribe. Luego de contarme lo convulsionado que estuvo Venezuela la noche del 23 de enero, le pregunto por el debate que se generó en Colombia a raíz del permiso emitido por el Minambiente.
No le sorprende las reacciones contrariadas y se toma el tiempo para encontrar argumentos que contribuyan a esclarecer la discusión. Lo primero que dice es que es admirador del proyecto de la Bahía de Cispatá. “Un proyecto comunitario excelente”, son las palabras que usa para definirlo. ¿Por qué? “Porque es el primero que involucra personas que eran cazadores ilegales, muy pobres, además, y lograron agruparlos en una asociación que hoy protege a los cocodrilos”.
Velasco sabe de memoria que, hasta el momento, uno de los mejores caminos para salvar a las especies de la extinción es crear modelos en los que participen las comunidades. También es clave que se beneficien. Su explicación es simple: en la medida en los pueblos locales, dependiendo de su contexto, puedan tener un rédito económico con el uso sostenible de las especies, van a convertirse en unos aliados. Se trata, diría el viejo refrán, de matar dos pájaros de un tiro: de ayudar a unas comunidades, usualmente apartadas, dándoles una forma de sustento acorde a sus costumbres y de proteger la biodiversidad.
Claro que, dice Velasco, esos procesos deben estar acompañados de programas de educación ambiental y una regulación con reglas claras. Ulloa y Sierra creen que la hay. El Humboldt lo detalla: “La recolección de huevos del nido silvestre solo se hará entre enero y abril en zonas georreferenciadas, previa autorización, los cuales serán llevados a incubación controlada en las instalaciones de la Corporación Autónoma Regional de los Valles del Sinú y San Jorge (CVS)”.
Entre las iniciativas que conoce, Velasco tiene en mente varias de América Latina. En Argentina, los empresarios pagan a las comunidades por los huevos recolectados, lo que las obliga a ser muy cuidadosos con la cantidad. En Brasil, cuenta, también hay comunidades que crían especies del caimán yacaré para satisfacer una demanda nacional de pieles. Los ejemplos se replican en Venezuela, en Bolivia, en África y en Australia. A sus ojos son buenos modelos que han ayudado a la protección. “En la medida en que no pongas en riesgo a la especie y no afectes las poblaciones que están en el hábitat natural, se puede aprovechar”, replica. “Una de las claves es garantizar un buen ingreso a las comunidades”.
En este punto del debate, hay otro asunto complejo: el mercado internacional de pieles de caimán o de cocodrilo. Aunque los casos de comercio ilegal han ayudado a que se señalen las malas prácticas, hoy, dice Velasco, hay una regulación mundial más cuidadosa. Estados Unidos, por ejemplo, no permite importaciones de ese tipo de piel. “Europa y Asia sí, pero como fabricantes tienen sus ojos en el mercado americano”, explica. “Además, en los últimos años ese mercado se ha caído y las grandes compañías no están comprando este tipo de material”.
La pregunta, para él, entonces, es otra: ¿Las comunidades que invierten tiempo y dinero colectando huevos, criando y protegiendo a los reptiles podrán tener una retribución justa? Nelson Rosales, de Asocaimán, en Córdoba, espera que sí. Ya superaron los pasos más difíciles. Uno era que la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies (CITES), de la cual hacen parte 183 países, los avalara después de presentar soportes científicos. Lo hizo hace dos años en el congreso de Johannesburgo (Sudáfrica). El otro era que las autoridades colombianas, después de dos décadas, les diera el visto bueno.
Velasco tiene otra recomendación. Cree que por ser un tema tan sensible, especialmente para quienes viven en la ciudad, los gobiernos deberían tener mucho cuidado al presentar la información. Deben, dice, elegir un buen camino para demostrar que sí se pueden llevar a cabo este tipo de modelos en los que, si se hace un buen trabajo, todos salen ganando.
Su premisa la resume con una frase: “Si por años hemos criado vacas para comer y para producir productos de los que muchas personas obtienen beneficios económicos, ¿por qué no podemos hacerlo con cocodrilos? ¿Por qué no pueden hacerlo esas comunidades?”. “¿Por qué -lo complementa Ulloa- no hacemos un esfuerzo por entender las necesidades y costumbres de quienes están en las zonas rurales, que viven en sitios llenos de riqueza que les prohíben tocar?”.
Antes de la mañana del miércoles 23 de enero muy pocos colombianos tenían en su radar a la Bahía de Cispatá. Ese cuerpo de agua al norte de Lorica (Córdoba), pueblo natal de los escritores David Sánchez Juliao y de Manuel Zapata Olivella, entró en los registros de muchos twitteros gracias a un boletín de prensa del Instituto Humboldt. “Gobierno nacional autoriza comercio de piel de caimán aguja”, lo titularon. (Lea Gobierno autoriza, parcialmente, el comercio de piel y huevos de caimán aguja)
Se trató de unos cuantos párrafos que, en términos breves, explicaban que el Ministerio de Ambiente había levantado la prohibición para el comercio del Crocodylus acutus, un cocodrilo más conocido como caretabla o caimán aguja. La medida, señalaba, era parcial y únicamente se aplicaría para un territorio específico. Además de la Bahía de Cispatá, incluiría La Balsa, Tinajoes y otros sectores aledaños que, juntos, conforman una vieja figura creada hace décadas para proteger y regular el uso de recursos naturales: un Distrito Regional de Manejo Integrado. (lea: La Selva ignorada de Colombia que puede frenar el cambio climático)
El boletín fue replicado por varios medios de comunicación, incluido El Espectador, y la noticia rápidamente se expandió por redes sociales. A algunas personas no les cayó muy bien.
“@MinAmbienteCo levantó la prohibición de comercialización de la piel del caimán aguja que existía hace 15 años! Catastrófica e indignante noticia que nos deja claro la nula voluntad de @ricardolozanop (ministro de Ambiente) para defender a los animales!”, escribió en Twitter el Representante a la Cámara del Partido Liberal Juan Carlos Losada. “Meditador, Instructor de Yoga, Animalista, Vegano, Melómano, Activista y enviciado al ser (ser-vicio)”, es la manera como se describe en esa red. (Lea La guerra en Siria, la primera prueba de que el cambio climático puede causar conflictos)
Hoy, jueves 24, cuando con el hashtag #DuqueRespeteALosCaimanes el debate volvía a ocupar los primeros puestos del ranking de tendencias, otras personas volvieron a reprochar la decisión del MinAmbiente. La escritora Carolina Sanín fue una de ellas: “En Colombia se ‘construye comunidad’ y se ‘rescata’ una comunidad poniendo un criadero de caimanes: animales antes silvestres, ahora criados para la muerte. ¿No se dan cuenta de que este cautiverio, esta violencia y esta crueldad solo cultivan cautiverio, violencia y crueldad?”.
Daniel Samper Ospina también se sumó a la discusión. “Todo un emblema de nuestros ríos y ciénagas del Caribe, convertido ahora en zapatos de lujo... qué depresión”, trinó, aunque al poco tiempo, a medida que los biólogos contradecían su postura, reconoció que se había precipitado en su apreciación.
Es usual que estas decisiones generen ese tipo de posiciones. Pensar que la piel de un cocodrilo colombiano que estuvo en peligro de extinción puede ser vendida en el mercado internacional o que su carne puede ser aprovechada, despierta indignación. Los motivos, dice la bióloga Clara Sierra, son muchos. Por un lado, se trata de especies con las que las personas no suelen estar familiarizadas. Las han observado en cine o televisión y eso, de alguna manera, les impide ver la realidad con otros lentes. Por otro lado, advierte, no es fácil conectarse con otros escenarios como el de una pequeña comunidad en Córdoba. “Pero es un debate complejo que hay que dar, sin hacer señalamientos”, aclara.
Sierra es una de las biólogas que ha liderado el proceso que desembocó en la resolución del Minambiente. Lo empezó a finales de los años 90, junto a otro biólogo, Giovanni Ulloa. Hoy son dos de los científicos más reconocidos en Colombia a la hora de hablar de caimanes y cocodrilos. También son esposos.
La historia que ella cuenta ya la había resumido el Instituto Humboldt en su boletín inicial. Tras 37 años de caza masiva del caimán aguja con fines comerciales, en 1968 el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural tuvo que restringir su caza. Un comercio de cerca de 2 millones de pieles en el mercado mundial, había reducido su población drásticamente. Tres décadas más tarde, la cantidad de ejemplares seguía siendo muy pobre. Solo había seis individuos en toda la Bahía de Cispatá, registró un censo entre 1994 y 1998. En 2002 pasó a la lista de especies en peligro crítico. Estaba al borde de la extinción.
Sin embargo, los tiempos han cambiado. Las cifras de Cispatá hoy muestran una realidad muy distinta. Entre 2002 y 2017 hubo 1831 avistamientos de Crocodylus acutus. Hoy hay más de 11.700 especímenes y en el último decenio se recolectaron más de 21 mil huevos. ¿Por qué? Sierra y Ulloa coinciden con su respuesta: porque los cazadores, que antes se dedicaban al tráfico ilegal, se convirtieron en protectores.
De cazadores a protectores
A Nelson Rosales no le da vergüenza admitir que, en algún momento fue cazador del caimán aguja. Tiene 42 años y vive en San Antero, el pueblo más cercano a la Bahía de Cispatá. Cuenta que cuando bordeaba los 20 solía salir a buscar estos reptiles. Para cazar uno tardaba una semana. A veces más. Era la tradición de la región y él la había seguido. “Así, además de la pesca, subsistíamos”.
Pero la escasez de cocodrilos y las señales de Clara Sierra y Giovanni Ulloa lo convencieron. “Algo estábamos haciendo mal y por eso decidimos cambiar el rumbo -dice-. Hace 16 años, con 17 cazadores más, creamos Asocaimán. Decidimos que era hora de protegerlos”.
Saltándonos muchos detalles técnicos, el proceso que iniciaron en compañía de los dos biólogos fue simple: se dedicaron a recolectar huevos para luego permitirles crecer en nidos artificiales. Después los devolvían a su ecosistema. Como en su hábitat natural solo el 3% de aquellos cascarones sobrevive, los ex cazadores lograron que la población de reptiles se empezara a recuperar poco a poco. Su meta era que, en algún momento, pudieran hacer un uso sostenible de la especie, esencial en la cadena alimenticia. La ecuación es simple: al tiempo que la protegían, ésta les serviría como medio de subsistencia.
En palabras de Ulloa, “se trató de una gran investigación en la que criamos y liberamos muchos cocodrilos. Es un proyecto que se convirtió en un ejemplo en el mundo. Lo hemos expuesto en Kenia y en México. Es difícil entender su dimensión, pero es la primera vez que recuperamos una población en peligro de extinción. Y lo más valioso es que es un proyecto de conservación comunitario, que también ha permitido el sustento de más familias con ecoturismo”.
A lo que se refiere Ulloa es que, gracias a ese modelo, los pobladores de esa zona tan distante de la capital, pueden ahora hacer un uso sostenible de una especie que estuvo en verdaderos aprietos. La simpleza de su concepto resume el problema: “Ahora los que antes eran cazadores saben que tienen que cuidar a los caimanes. Los necesitan para sobrevivir y ahora entienden que se le puede dar un uso sostenible”.
Un uso sostenible, en este caso, quiere decir que los habitantes de la Bahía de Cispatá –únicamente los habitante de la Bahía de Cispatá– pueden extraer un porcentaje de huevos del hábitat natural del caimán, para luego incubarlos de manera artificial. Cuando los ejemplares, alimentados en zoocriaderos tengan el tamaño suficiente (dentro de 4 o 5 años) podrán darle un uso específico.
“No vamos a sacrificar ni un solo cocodrilo del hábitat natural. Hemos hecho un gran esfuerzo por sacar adelante este proyecto y lo vamos a cuidar”, reitera Nelson. Además, tendrán que llevar un juicioso monitoreo y mandar con cierta periodicidad reportes mundiales, porque el más mínimo error les cierra las puertas de un mercado con muchas autoridades encima.
Cocodrilos, un comercio complejo
Álvaro Velasco también es biólogo. Es venezolano y hace parte del grupo de especialistas en cocodrilos de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, popularmente conocida con las siglas UICN. Su área específica tiene que ver con el comercio de esta especie en América Latina y el Caribe. Luego de contarme lo convulsionado que estuvo Venezuela la noche del 23 de enero, le pregunto por el debate que se generó en Colombia a raíz del permiso emitido por el Minambiente.
No le sorprende las reacciones contrariadas y se toma el tiempo para encontrar argumentos que contribuyan a esclarecer la discusión. Lo primero que dice es que es admirador del proyecto de la Bahía de Cispatá. “Un proyecto comunitario excelente”, son las palabras que usa para definirlo. ¿Por qué? “Porque es el primero que involucra personas que eran cazadores ilegales, muy pobres, además, y lograron agruparlos en una asociación que hoy protege a los cocodrilos”.
Velasco sabe de memoria que, hasta el momento, uno de los mejores caminos para salvar a las especies de la extinción es crear modelos en los que participen las comunidades. También es clave que se beneficien. Su explicación es simple: en la medida en los pueblos locales, dependiendo de su contexto, puedan tener un rédito económico con el uso sostenible de las especies, van a convertirse en unos aliados. Se trata, diría el viejo refrán, de matar dos pájaros de un tiro: de ayudar a unas comunidades, usualmente apartadas, dándoles una forma de sustento acorde a sus costumbres y de proteger la biodiversidad.
Claro que, dice Velasco, esos procesos deben estar acompañados de programas de educación ambiental y una regulación con reglas claras. Ulloa y Sierra creen que la hay. El Humboldt lo detalla: “La recolección de huevos del nido silvestre solo se hará entre enero y abril en zonas georreferenciadas, previa autorización, los cuales serán llevados a incubación controlada en las instalaciones de la Corporación Autónoma Regional de los Valles del Sinú y San Jorge (CVS)”.
Entre las iniciativas que conoce, Velasco tiene en mente varias de América Latina. En Argentina, los empresarios pagan a las comunidades por los huevos recolectados, lo que las obliga a ser muy cuidadosos con la cantidad. En Brasil, cuenta, también hay comunidades que crían especies del caimán yacaré para satisfacer una demanda nacional de pieles. Los ejemplos se replican en Venezuela, en Bolivia, en África y en Australia. A sus ojos son buenos modelos que han ayudado a la protección. “En la medida en que no pongas en riesgo a la especie y no afectes las poblaciones que están en el hábitat natural, se puede aprovechar”, replica. “Una de las claves es garantizar un buen ingreso a las comunidades”.
En este punto del debate, hay otro asunto complejo: el mercado internacional de pieles de caimán o de cocodrilo. Aunque los casos de comercio ilegal han ayudado a que se señalen las malas prácticas, hoy, dice Velasco, hay una regulación mundial más cuidadosa. Estados Unidos, por ejemplo, no permite importaciones de ese tipo de piel. “Europa y Asia sí, pero como fabricantes tienen sus ojos en el mercado americano”, explica. “Además, en los últimos años ese mercado se ha caído y las grandes compañías no están comprando este tipo de material”.
La pregunta, para él, entonces, es otra: ¿Las comunidades que invierten tiempo y dinero colectando huevos, criando y protegiendo a los reptiles podrán tener una retribución justa? Nelson Rosales, de Asocaimán, en Córdoba, espera que sí. Ya superaron los pasos más difíciles. Uno era que la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies (CITES), de la cual hacen parte 183 países, los avalara después de presentar soportes científicos. Lo hizo hace dos años en el congreso de Johannesburgo (Sudáfrica). El otro era que las autoridades colombianas, después de dos décadas, les diera el visto bueno.
Velasco tiene otra recomendación. Cree que por ser un tema tan sensible, especialmente para quienes viven en la ciudad, los gobiernos deberían tener mucho cuidado al presentar la información. Deben, dice, elegir un buen camino para demostrar que sí se pueden llevar a cabo este tipo de modelos en los que, si se hace un buen trabajo, todos salen ganando.
Su premisa la resume con una frase: “Si por años hemos criado vacas para comer y para producir productos de los que muchas personas obtienen beneficios económicos, ¿por qué no podemos hacerlo con cocodrilos? ¿Por qué no pueden hacerlo esas comunidades?”. “¿Por qué -lo complementa Ulloa- no hacemos un esfuerzo por entender las necesidades y costumbres de quienes están en las zonas rurales, que viven en sitios llenos de riqueza que les prohíben tocar?”.