Una psicóloga ambiental que busca entender por qué no actuamos de manera sostenible
Sonja Geiger es Ph. D. en Psicología Cognitiva y ha centrado su trabajo en comprender por qué, si las personas saben de la crisis ambiental, tienen comportamientos y patrones de consumo que la agravan. El Espectador conversó con esta profesora de la U. de Murdoch (Alemania) en su visita a Bogotá.
Fernan Fortich
Para nadie es un secreto que el planeta está en problemas. Las imágenes de glaciares derritiéndose, de ríos contaminados, de desastres ocasionados por eventos climáticos y de bosques que pierden sus árboles, por mencionar algunos casos, se repiten todos los meses. ¿Por qué, entonces, si las vemos con frecuencia, los humanos continuamos haciendo cosas que agravan esta crisis?
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Para nadie es un secreto que el planeta está en problemas. Las imágenes de glaciares derritiéndose, de ríos contaminados, de desastres ocasionados por eventos climáticos y de bosques que pierden sus árboles, por mencionar algunos casos, se repiten todos los meses. ¿Por qué, entonces, si las vemos con frecuencia, los humanos continuamos haciendo cosas que agravan esta crisis?
La profesora alemana Sonja Geiger se ha dedicado a investigar ese dilema. Ph. D. en Psicología Cognitiva e investigadora de la facultad de Psicología de la Universidad de Murdoch (Alemania), ha centrado su trabajo en comprender por qué es tan difícil cambiar nuestros patrones de consumo. También en entender cuáles son las motivaciones que tienen algunas personas para actuar de manera más sostenible. En palabras resumidas, se podría decir que Geiger, quien estuvo de visita en la Universidad de los Andes, en Bogotá, es una psicóloga ambiental.
Para encontrar ese camino, dice, tuvo una suerte de “despertar” que ocurrió luego de un encuentro con la naturaleza en Argentina. Sucedió, relata, “en zonas hermosas como las Cataratas de Iguazú, en las que por kilómetros y kilómetros no se veía a nadie y en las que me sentí más allá de mí misma, relacionada con algo más grande. Por esto decidí dedicar mi vida a los asuntos ambientales”.
En diálogo con El Espectador, Geiger habla sobre qué es lo que ha encontrado en estos años de investigación y por qué sospecha que la meditación parece ser útil para modificar ciertos patrones de sobreconsumo que están agravando la crisis ambiental.
¿Por qué nos cuesta tanto comportarnos de manera sostenible, a pesar de que conocemos los efectos de lo que está ocurriendo en el planeta?
La respuesta es más complicada de lo que parece. Lo primero que hay que aclarar es que no se debe a la estupidez o la pereza de las personas, no es que la gente no se esfuerce lo suficiente o que simplemente ignore la realidad. Esta situación es un fenómeno que se ha estudiado mucho en la psicología y se llama la brecha entre actitudes y comportamientos, y no se limita a los temas ambientales.
Una de sus primeras causas sale a la luz cuando se hacen encuestas a las personas. Si se les pregunta si les parece importante la protección ambiental, la mayoría de personas te responderán “claro que me importa”; pero cuando llega el momento de prescindir de algo por esa idea, algo que quizá los impacte de manera significativa como tomar transporte público en lugar de un carro, ahí ya es otra historia. Esto se debe también a que todavía, en nuestro mundo, las alternativas sostenibles son más costosas, no solo en dinero, sino en esfuerzo y tiempo, que las convencionales.
Es decir, ¿el conocimiento no es suficiente para actuar de manera amigable con el entorno?
Hace poco realizamos un estudio sobre la relación sobre el conocimiento específico y el especializado en relación con actitudes pro-ambientales. Encontramos, en primer lugar, que la gente que sabe más en general sabe también más sobre el medio ambiente. Aun así, esto parece influir de manera muy limitada en su comportamiento frente a la naturaleza.
Una de las sugerencias que deja esta investigación es que el conocimiento no basta, no es suficiente para comportarse ambientalmente. Porque puede que sepamos cómo funciona el cambio climático, pero no sabemos cómo actuar, pues es otro tipo de conocimiento.
¿Y qué otros factores influyen en estas decisiones?
Hay muchas cosas que influyen en nuestros comportamientos. Una muy importante son las normas sociales, es decir, cómo actuamos según lo que hacen todos los demás, a pesar de que nos cueste reconocerlo. Muchos estudios lo demuestran. Un ejemplo de esto ocurre con los carros y con la movilidad individual, lo cual es un comportamiento muy visible. Vemos, en algunos países, que los automóviles o camionetas son cada vez más grandes, y no es porque su mayor tamaño sea algo necesario, sino porque la línea base de estos ha cambiado con el tiempo para tener un mayor tamaño, lo que lo volvió algo normal socialmente.
También influyen las normas descriptivas, como cuando ves los paneles solares de tu vecino, o, en contraste, ves a tu ciudad sucia. Nadie tiene que decirte nada, pero tiene una gran influencia en ti. Para el caso de otros comportamientos menos visibles, como ahorrar agua o electricidad, pueden jugar otros factores como el egoísmo o la economicidad de las acciones.
Justamente, en Bogotá estamos viviendo una situación compleja frente al tema del ahorro del agua en la ciudad. ¿A qué cree que se debe el reto de bajar el consumo individual en una ciudad de 10 millones de habitantes?
No conozco los detalles de lo que está pasando en Bogotá, pero es, sin duda, un caso que ha pasado en otras ciudades. De hecho, esto se llama, en nuestro campo de investigación, el “efecto rebote”, que es cuando hay un cambio en los patrones de consumo opuestos al objetivo de la medida inicial.
En Alemania tenemos un ejemplo relacionado con el mejoramiento de la eficiencia de los motores de los carros, que buscaba disminuir la cantidad de combustible que un vehículo utilizaba al recorrer 100 kilómetros para disminuir, en teoría, la cantidad de gasolina usada. El problema es que esto incentivó que se compraran más vehículos y más grandes y potentes, y además alimentó una suerte de consumo de lujo, que obedecía a otras motivaciones más allá de la funcionalidad de movilizarse para cuestiones necesarias.
En el caso de Bogotá, según entiendo, cuando se le quita a la gente una opción, y luego se la devuelven sin acompañamiento adecuado, es entendible ver ese sobreúso posterior. No se pueden liberar estas medidas de un día a otro, porque inevitablemente se llega a estos resultados.
¿Qué cree que se podría hacer para enfrentar esta situación de mejor manera? Por ejemplo, se ha hablado de aumentar el precio del agua a partir de ciertos límites de consumo…
Creo que lo primero es analizar cómo está funcionando ese consumo de este bien en particular en la ciudad, es decir, cómo se gasta en el hogar el agua; por ejemplo, entendiendo cuántas personas viven por casa, si tienen jardines o cosas de ese estilo.
A partir de esto, considero que hay que dar incentivos para mantener la disminución del consumo, como aumentar de manera exponencial el costo del agua a partir de cierto límite. También es importante evitar confundir en medio de estos esfuerzos de concientización, pues, por ejemplo, si durante estos periodos de sequía las administraciones usan agua corriente para limpiar, digamos, los andenes, eso puede reafirmar una norma social en torno al uso de este recurso. Lo mismo ocurre con la basura y la limpieza de las ciudades, en lo que es conocido como la “teoría de la ventana rota”, en la que un elemento descuidado puede ser el portal de toda una serie de comportamientos indeseados.
Más allá del consumo del agua, también puede ser útil hacer ejercicios para desprenderse del sobreconsumo. Hay ejercicios como contar nuestras pertenencias para saber cuántas cosas tienes y cuáles no usas. Hay muchas cosas que se pueden hacer desde una reflexión interna.
Usted participó en un estudio en el que se evaluaron las actitudes ambientales de los colombianos. ¿Qué elementos se podrían destacar de la mentalidad ambiental de los ciudadanos de Colombia?
Este estudio, que realizamos con un colega colombiano, indagó sobre la relación entre diferentes valores de las personas con su preocupación por el medioambiente. A diferencia de otros países, encontramos que los hedonistas colombianos, es decir, a aquellos que les gusta el confort, la comodidad y su propio bienestar, también tienen actitudes positivas con la naturaleza. Vale señalar que aún falta aclarar y estudiar a fondo estas relaciones.
En sus estudios usted ha encontrado una serie de estrategias para mejorar las actitudes ambientales de las personas. Entre estas, usted ha abogado por métodos de meditación. ¿Cuál es ese vínculo que ha tejido entre la motivación para cuidar la naturaleza y el “mindfulness”?
Primero que todo hay que aclarar que estos métodos no son la solución definitiva a los problemas ambientales, solo es un método que puede ayudar en estos desafíos. En nuestras investigaciones lo que hemos tratado de estudiar es cómo ciertas prácticas de meditación pueden cambiar la forma en que consumimos. Hoy no se reflexiona mucho sobre ciertos comportamientos cotidianos, y queríamos ver si podía servir para sacar a la gente de este piloto automático de sus vidas. Y los primeros resultados parecen afirmar que así es.
La meditación, al permitirnos mirar hacia adentro y darnos ese momento para no reaccionar instintivamente a los estímulos, puede ser beneficiosa y puede ayudarnos a tener más conciencia sobre los deseos y motivaciones detrás de ciertos de modos de sobreconsumo. De este modo, permite buscar mejores formas para satisfacer nuestras necesidades orientadas hacia el bienestar subjetivo, como comprando alimentos orgánicos. En nuestros grupos de estudio algunas personas dejaron, incluso, de comer carne, una industria que produce muchas emisiones relacionadas con el calentamiento global. Pero sé que esto último es un tema espinoso [risas], por lo que me remitiré a decir que tiene potencial para impulsar hábitos más sostenibles.
La moda también ha sido parte de sus intereses de investigación sobre el consumo sostenible. ¿Por qué se ha enfocado en esta industria?
Mi atención por la moda tiene que ver con su relación con los jóvenes, pues las prendas son muy importantes y tienen la función de mostrarnos al mundo. En estos estudios hemos encontrado que los valores de los jóvenes, como ser altruistas o hedonistas, afecta de manera positiva y negativamente lo que piensan sobre la sostenibilidad de la ropa; si son prendas hechas con algodón o con procesos orgánicos, por ejemplo. Esto indica que hay que pensar en cómo fomentar esos valores en esos grupos menos propensos a pensar en el planeta.
Y una de las maneras es hacer estos procesos más atractivos, como hacer “ferias de las pulgas” o intercambios entre personas. Hay que hacerlo alegre y divertido para ellos.
De hecho, hace algunos años aplicamos estos resultados en la ciudad de Ulm (Alemania), en donde iniciamos un proyecto de un café en el que se podía coser ropa, lo que hizo estos procesos más visibles. Un factor unión social fue una reunión de refugiados sirios con mujeres alemanas en torno a este proceso de arreglar prendas.
¿Cuáles cree que son los errores que están haciendo los gobiernos en sus esfuerzos para mejorar esas conductas más amigables con la naturaleza?
Sin hablar de ningún gobierno en particular, creo que es clave que los Estados no decepcionen a la gente con promesas que no se cumplen. Además de esto, y se ve mucho, muchas campañas se quedan en meros esfuerzos informativos, pero se tiene que ir más allá y acompañar la palabra con acciones muy reales y que les haga a los ciudadanos más fácil comportarse de manera sustentable. Un ejemplo muy bueno de esto son las ciclovías los domingos en Bogotá, que permiten ver una ciudad distinta, así sea durante un día.
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