Ver un mundo en un grano de arena, o cómo aprendí a amar el fin del mundo
El escritor y periodista bogotano Santiago Wills escribe del término eco-ansiedad y sobre cómo gestionar la preocupación alrededor del aumento de la temperatura global, con una vida y sus preocupaciones diarias.
Santiago Wills
Hace más de una década, el filósofo australiano Glenn Albrecht acuñó el término eco-ansiedad para describir el miedo crónico que sienten algunas personas por la posible debacle mundial que causará la crisis climática. Un reciente análisis de estudios relacionados con el tema, halló que, sobre todo en Occidente, los grupos más vulnerables ante este fenómeno son los jóvenes, los indígenas y quienes están conectados con el mundo natural. (Puede ver: El particular caso del paciente paisa resistente al alzhéimer)
Hago parte, en mis mejores días, del primer y del tercer grupo, pero no sufro de una ansiedad debilitante que me impida funcionar a diario o que me obligue a buscar ayuda. Esto es más una cuestión de suerte que cualquier otra cosa. No juzgo a quienes se refugian en la parálisis –sea conscientemente o no– cada vez que sale un nuevo estudio, termina una Conferencia de las Partes o el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) saca un nuevo informe. Después de todo, los cálculos y los hechos están ahí.
La Tierra ya se ha calentado 1,1 °C con respecto a los niveles preindustriales. Hoy, de acuerdo con el último informe del IPCC, incluso si las emisiones se redujeran a la mitad para 2030 y luego desaparecieran del todo para 2050, es probable que de todas formas alcancemos un calentamiento superior a los 1,5 °C, la línea roja que muchos científicos demarcaron hace años como la antesala a la hecatombe. Por supuesto, las cifras puestas de esa manera no dicen mucho, y hacen parte del fracaso de científicos y periodistas a la hora de comunicar la magnitud de la catástrofe.
Puede ver: Las razones que ayudan a entender el difícil panorama de cáncer de cuello uterino
“La cantidad de energía para que la temperatura suba 1 °C sobre la era preindustrial es equivalente a que explotaran cientos de bombas de Hiroshima cada segundo durante todo un año”, me dijo no hace mucho Juan Fernando Salazar, un profesor de la Escuela Ambiental de la Facultad de Ingeniería, en la Universidad de Antioquia, que estudia el ciclo del agua. “Esa es la cantidad de energía que está atrapada en la atmósfera”.
Los miles de millones de bombas atómicas que pueblan nuestra atmósfera –los miles de millones más que terminarán de atiborrarla– inevitablemente me preocupan. He estado al borde de la parálisis en incontables ocasiones. De hecho, tuve que hacer un esfuerzo consciente para continuar. Esta columna quincenal hace parte de ello.
Recuerdo el asombro que sentía de niño al ojear National Geographic y enciclopedias de animales y plantas. En 2015, volví a sentir algo similar cuando escribí un perfil sobre un zoólogo colombiano que intentaba establecer corredores biológicos para garantizar la supervivencia futura del jaguar. La sensación volvió a aflorar años después cuando investigué sobre un escasísimo magnolio del nordeste antioqueño comúnmente llamado almanegra. Y se confirmó cuando me dediqué poco más de un mes a aprender sobre las mariposas y las polillas, insectos a los que rara vez había dedicado más de un par de miradas.
“En el último día del mundo, sembraría un árbol”, escribió el poeta norteamericano W. S. Merwin. No soy ni científico ni dueño de una petrolera ni otro político destinado a defraudar a sus electores, así que dudo mucho de mi capacidad para lograr un cambio capaz de revertir nuestro camino actual. Sin embargo, creo, como Merwin, en la posibilidad de resistir a través de la belleza y el asombro. “Ver un mundo en un grano de arena/ Y un cielo en una flor silvestre”, escribió William Blake en “Augurios de inocencia”. De eso tratará este espacio: habrá colibríes, polillas, chinches, leopardos de las nieves, hienas, suricatos, anguilas, pastos, flores, lianas, enredaderas y cualquier otro ser cuya vida pueda sorprenderlas tanto como me han sorprendido a mí. Habrá, también, investigaciones, denuncias y opiniones que quizás no sea tan populares entre muchos de los lectores, pero que, de una u otra manera, me ayudan a lidiar (¡a gritos!) con el rumbo de nuestra Tierra.
Puede ver: Según gremio de hospitales, las EPS, las ARL y el Estado les deben $14 billones
No he aprendido a dejar de preocuparme o amar el fin del mundo, como dice el título. Es imposible hacerlo si uno lee tan sólo un poco de la ciencia detrás de la crisis climática. Pero he aprendido a distraerme mientras hago un homenaje a aquello que estamos perdiendo. Quiero creer que, de esta forma, quizás alguien capaz de hacer algo pueda proteger esos aparentes granos de arena que el mar y las bombas poco a poco reclamarán.
Santiago Wills es un escritor y periodista bogotano. Ha sido tres veces ganador del Premio Simón Bolívar y finalista de varios premios internacionales de crónica. Su primera novela, Jaguar (Literatura Randomhouse 2022), fue semifinalista del Premio Herralde.
Hace más de una década, el filósofo australiano Glenn Albrecht acuñó el término eco-ansiedad para describir el miedo crónico que sienten algunas personas por la posible debacle mundial que causará la crisis climática. Un reciente análisis de estudios relacionados con el tema, halló que, sobre todo en Occidente, los grupos más vulnerables ante este fenómeno son los jóvenes, los indígenas y quienes están conectados con el mundo natural. (Puede ver: El particular caso del paciente paisa resistente al alzhéimer)
Hago parte, en mis mejores días, del primer y del tercer grupo, pero no sufro de una ansiedad debilitante que me impida funcionar a diario o que me obligue a buscar ayuda. Esto es más una cuestión de suerte que cualquier otra cosa. No juzgo a quienes se refugian en la parálisis –sea conscientemente o no– cada vez que sale un nuevo estudio, termina una Conferencia de las Partes o el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) saca un nuevo informe. Después de todo, los cálculos y los hechos están ahí.
La Tierra ya se ha calentado 1,1 °C con respecto a los niveles preindustriales. Hoy, de acuerdo con el último informe del IPCC, incluso si las emisiones se redujeran a la mitad para 2030 y luego desaparecieran del todo para 2050, es probable que de todas formas alcancemos un calentamiento superior a los 1,5 °C, la línea roja que muchos científicos demarcaron hace años como la antesala a la hecatombe. Por supuesto, las cifras puestas de esa manera no dicen mucho, y hacen parte del fracaso de científicos y periodistas a la hora de comunicar la magnitud de la catástrofe.
Puede ver: Las razones que ayudan a entender el difícil panorama de cáncer de cuello uterino
“La cantidad de energía para que la temperatura suba 1 °C sobre la era preindustrial es equivalente a que explotaran cientos de bombas de Hiroshima cada segundo durante todo un año”, me dijo no hace mucho Juan Fernando Salazar, un profesor de la Escuela Ambiental de la Facultad de Ingeniería, en la Universidad de Antioquia, que estudia el ciclo del agua. “Esa es la cantidad de energía que está atrapada en la atmósfera”.
Los miles de millones de bombas atómicas que pueblan nuestra atmósfera –los miles de millones más que terminarán de atiborrarla– inevitablemente me preocupan. He estado al borde de la parálisis en incontables ocasiones. De hecho, tuve que hacer un esfuerzo consciente para continuar. Esta columna quincenal hace parte de ello.
Recuerdo el asombro que sentía de niño al ojear National Geographic y enciclopedias de animales y plantas. En 2015, volví a sentir algo similar cuando escribí un perfil sobre un zoólogo colombiano que intentaba establecer corredores biológicos para garantizar la supervivencia futura del jaguar. La sensación volvió a aflorar años después cuando investigué sobre un escasísimo magnolio del nordeste antioqueño comúnmente llamado almanegra. Y se confirmó cuando me dediqué poco más de un mes a aprender sobre las mariposas y las polillas, insectos a los que rara vez había dedicado más de un par de miradas.
“En el último día del mundo, sembraría un árbol”, escribió el poeta norteamericano W. S. Merwin. No soy ni científico ni dueño de una petrolera ni otro político destinado a defraudar a sus electores, así que dudo mucho de mi capacidad para lograr un cambio capaz de revertir nuestro camino actual. Sin embargo, creo, como Merwin, en la posibilidad de resistir a través de la belleza y el asombro. “Ver un mundo en un grano de arena/ Y un cielo en una flor silvestre”, escribió William Blake en “Augurios de inocencia”. De eso tratará este espacio: habrá colibríes, polillas, chinches, leopardos de las nieves, hienas, suricatos, anguilas, pastos, flores, lianas, enredaderas y cualquier otro ser cuya vida pueda sorprenderlas tanto como me han sorprendido a mí. Habrá, también, investigaciones, denuncias y opiniones que quizás no sea tan populares entre muchos de los lectores, pero que, de una u otra manera, me ayudan a lidiar (¡a gritos!) con el rumbo de nuestra Tierra.
Puede ver: Según gremio de hospitales, las EPS, las ARL y el Estado les deben $14 billones
No he aprendido a dejar de preocuparme o amar el fin del mundo, como dice el título. Es imposible hacerlo si uno lee tan sólo un poco de la ciencia detrás de la crisis climática. Pero he aprendido a distraerme mientras hago un homenaje a aquello que estamos perdiendo. Quiero creer que, de esta forma, quizás alguien capaz de hacer algo pueda proteger esos aparentes granos de arena que el mar y las bombas poco a poco reclamarán.
Santiago Wills es un escritor y periodista bogotano. Ha sido tres veces ganador del Premio Simón Bolívar y finalista de varios premios internacionales de crónica. Su primera novela, Jaguar (Literatura Randomhouse 2022), fue semifinalista del Premio Herralde.