Yo estuve en el desmonte de la selva amazónica
Rodrigo Botero, director de la FCDS, sobrevoló más de 10.000 kilómetros de selva durante el 2018. Fue un testigo de la deforestación que la devoró este año.
Rodrigo Botero*
Durante 2018 recorrí más de 10.000 kilómetros de selva amazónica a bordo de una pequeña aeronave. Los recorridos fueron a baja altura —500 metros sobre el suelo—, para poder captar el cambio en los bosques, así como las formas de uso del suelo que se están dando en esta región. Sobrevolar la selva ha sido una oportunidad única de llevar un registro del cambio acelerado que padece uno de los ecosistemas más importantes del planeta. (Lea: Con viejas recetas naturales, un español reforesta la Amazonía peruana)
El primer recuerdo de este año es el de los sobrevuelos de los primeros tres meses, en medio del verano, cuando grandes zonas deforestadas fueron incineradas ante la impotencia del Estado. A ratos, el humo imposibilitaba la visibilidad en la avioneta. Por esa época, Juan Manuel Santos, que terminaba su período presidencial, viajó con una comitiva al Vaupés y, para su sorpresa, encontró la Amazonia en llamas. Esa imagen fue decisiva para tomar el último impulso que logró ampliar el Parque Nacional Chiribiquete (declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco este año), que ya veía venir a los grandes deforestadores por los lados de los ríos Yarí, Camuya, La Tunia y Guayabero mientras había un puesto de mando ambiental en San José.
Finalizando el verano, tuve la oportunidad de pasar por el valle del río Duda, desde Mesetas hasta los ríos Losada y Guayabero. Me impactó el acelerado proceso de transformación y ocupación. Al otro lado de la serranía de La Macarena conté con los dedos las cascadas que quedaban aún sin quemar. Otros eran los tiempos en que los acuerdos con las asociaciones campesinas parecían poder cerrar el proceso de deforestación. Cientos de familias han llegado este año al Parque Tinigua, en el Área de Manejo Especial La Macarena, y allí se observa cómo desde el río Perdido hasta el Guayabero ya hay trochas que se marcan por importantes y extensos potreros recién hechos.
Al entrar el invierno sobrevolé de nuevo las zonas de ampliación de Chiribiquete. Encontramos formaciones vegetales no descritas antes, accidentes geográficos que aún no aparecen en la cartografía, en fin, se trata de la imponencia del más grande bosque continuo no intervenido de nuestro país. Pude pasar algunas noches en aquellos cerros, bajo lluvias torrenciales de 12 horas que me recordaron lo que el bosque tropical aún puede ofrecer. Observé el nivel de conservación de aquellas selvas en donde existen indicios de los pueblos indígenas en aislamiento voluntario, e incluso algunas señales de su trasegar por la selva.
Al pasar la mitad del año, el proceso deforestador rompió el comportamiento estacional y se volvió permanente: vi bosques en el suelo, hectáreas enteras quemadas, cinco meses antes del verano, que es la época en donde “tradicionalmente” la Amazonia entra en llamas. También sobrevolamos muchas, muchísimas casas grandes y nuevas. El brillante reflejo de los techos de zinc que aún no han sido corroídos por el tiempo, el tamaño cada vez mayor de las casas, de los corrales y hasta de los postes de cemento que llegan al borde de la selva en las Sabanas del Yarí (Caquetá) fueron inevitables de notar desde el aire.
En la Reserva Campesina del Guaviare, cerca del hermoso cerro de La Lindosa, ya hay gigantescas fincas, marcadas por postes bien pintados. Es curioso porque se requiere mucha plata para hacer toda esta inversión. De manera reiterada vi lotes vacíos, sin gente, ni pasto, ni casas ni ganado. Según dicen, esperando a que se lo asignen a alguien o que alguien los compre. (Puede leer: Así se organiza la Amazonía para el posconflicto)
Llegó diciembre, con un verano temprano y la promesa del fenómeno de El Niño a cuestas. Volamos todo el llamado “arco de deforestación” y el paisaje no es alentador. En este último sobrevuelo del año vi cómo lotes gigantes de bosques en el suelo ya están siendo quemados en La Macarena, Tinigua, el Yarí, Camuya y Caguán. Los resguardos de Nukak y Yaguará caen depredados a una velocidad increíble. Carreteras, fincas, tractores, cocales, plataneras, casas… Pero indios pocos, por ahí medio al escondido. Pasamos por la Reserva Nukak, hermana geológica de Chiribiquete, y parece que entramos en un mundo irreal. Lotes interminables de coca aparecen por todas partes. Grandes, pequeños, raspados, con hoja, en la vega, en la terraza, en la loma. Donde ponga los ojos hay coca.
Hay un punto en donde el río Inírida pasa un surco milenario en la roca, en su nacimiento, y cae en un hermoso chorro. Alrededor, la vereda Nueva York y sus extensos cultivos de coca que llegarán a las calles de su homónima estadounidense, que la aspira y así la mantiene en medio de la selva.
Pasamos entre Chiribiquete y Macarena y me doy cuenta de que hay alguien que conoce el territorio muy bien, mejor que cualquiera. Conoce las viejas trochas, conoce los ríos, conoce a la gente indicada. Hay alguien que piensa en ese territorio y planifica lo que será de él. Van apareciendo fincas, trochas bajo el bosque que poco a poco se descubren y para final de año son vías expuestas que conectan territorios inmensos y lejanos. Alguien tiene otro plan y no es el de un paisaje protegido para los indígenas en aislamiento voluntario. Nos regresamos, pensando en huir del humo y el olor de madera fresca aserrada, que a 500 metros sobre el suelo inunda la pequeña aeronave. Busco afanoso las fincas de los campesinos que avanzan en las iniciativas de manejo forestal, a ver si logro compensar el escepticismo con que salgo cada vez que vuelo sobre la Amazonia.
Y cuando creo que escapamos de la tragedia me encuentro una imagen alucinante: una palma al borde del bosque. No es de asaí, ni de seje, ni de canangucha ni alguna especie nativa. Es palma de aceite. Se alzan dentro de la Reserva Forestal del Guaviare, donde se está sembrando palma. Dentro de la vecina Reserva Campesina hay postes instalados —y muchos—, maquinaria y carreteras hasta donde alcanza la vista. Al otro lado del río, sobre el Ariari, veo bosques en el suelo y pequeñas palmas en siembra.
He trabajado en la Amazonía durante dos décadas, y nunca antes había visto algo así. No puedo sino pensar que quienes tienen planes para la Amazonia distintos a conservarla y usarla sosteniblemente están triunfando como nunca antes. (Lea también: Pueblos indígenas de la Amazonía colombiana recuperan hectáreas de su territorio ancestral)
* Director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS).
Durante 2018 recorrí más de 10.000 kilómetros de selva amazónica a bordo de una pequeña aeronave. Los recorridos fueron a baja altura —500 metros sobre el suelo—, para poder captar el cambio en los bosques, así como las formas de uso del suelo que se están dando en esta región. Sobrevolar la selva ha sido una oportunidad única de llevar un registro del cambio acelerado que padece uno de los ecosistemas más importantes del planeta. (Lea: Con viejas recetas naturales, un español reforesta la Amazonía peruana)
El primer recuerdo de este año es el de los sobrevuelos de los primeros tres meses, en medio del verano, cuando grandes zonas deforestadas fueron incineradas ante la impotencia del Estado. A ratos, el humo imposibilitaba la visibilidad en la avioneta. Por esa época, Juan Manuel Santos, que terminaba su período presidencial, viajó con una comitiva al Vaupés y, para su sorpresa, encontró la Amazonia en llamas. Esa imagen fue decisiva para tomar el último impulso que logró ampliar el Parque Nacional Chiribiquete (declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco este año), que ya veía venir a los grandes deforestadores por los lados de los ríos Yarí, Camuya, La Tunia y Guayabero mientras había un puesto de mando ambiental en San José.
Finalizando el verano, tuve la oportunidad de pasar por el valle del río Duda, desde Mesetas hasta los ríos Losada y Guayabero. Me impactó el acelerado proceso de transformación y ocupación. Al otro lado de la serranía de La Macarena conté con los dedos las cascadas que quedaban aún sin quemar. Otros eran los tiempos en que los acuerdos con las asociaciones campesinas parecían poder cerrar el proceso de deforestación. Cientos de familias han llegado este año al Parque Tinigua, en el Área de Manejo Especial La Macarena, y allí se observa cómo desde el río Perdido hasta el Guayabero ya hay trochas que se marcan por importantes y extensos potreros recién hechos.
Al entrar el invierno sobrevolé de nuevo las zonas de ampliación de Chiribiquete. Encontramos formaciones vegetales no descritas antes, accidentes geográficos que aún no aparecen en la cartografía, en fin, se trata de la imponencia del más grande bosque continuo no intervenido de nuestro país. Pude pasar algunas noches en aquellos cerros, bajo lluvias torrenciales de 12 horas que me recordaron lo que el bosque tropical aún puede ofrecer. Observé el nivel de conservación de aquellas selvas en donde existen indicios de los pueblos indígenas en aislamiento voluntario, e incluso algunas señales de su trasegar por la selva.
Al pasar la mitad del año, el proceso deforestador rompió el comportamiento estacional y se volvió permanente: vi bosques en el suelo, hectáreas enteras quemadas, cinco meses antes del verano, que es la época en donde “tradicionalmente” la Amazonia entra en llamas. También sobrevolamos muchas, muchísimas casas grandes y nuevas. El brillante reflejo de los techos de zinc que aún no han sido corroídos por el tiempo, el tamaño cada vez mayor de las casas, de los corrales y hasta de los postes de cemento que llegan al borde de la selva en las Sabanas del Yarí (Caquetá) fueron inevitables de notar desde el aire.
En la Reserva Campesina del Guaviare, cerca del hermoso cerro de La Lindosa, ya hay gigantescas fincas, marcadas por postes bien pintados. Es curioso porque se requiere mucha plata para hacer toda esta inversión. De manera reiterada vi lotes vacíos, sin gente, ni pasto, ni casas ni ganado. Según dicen, esperando a que se lo asignen a alguien o que alguien los compre. (Puede leer: Así se organiza la Amazonía para el posconflicto)
Llegó diciembre, con un verano temprano y la promesa del fenómeno de El Niño a cuestas. Volamos todo el llamado “arco de deforestación” y el paisaje no es alentador. En este último sobrevuelo del año vi cómo lotes gigantes de bosques en el suelo ya están siendo quemados en La Macarena, Tinigua, el Yarí, Camuya y Caguán. Los resguardos de Nukak y Yaguará caen depredados a una velocidad increíble. Carreteras, fincas, tractores, cocales, plataneras, casas… Pero indios pocos, por ahí medio al escondido. Pasamos por la Reserva Nukak, hermana geológica de Chiribiquete, y parece que entramos en un mundo irreal. Lotes interminables de coca aparecen por todas partes. Grandes, pequeños, raspados, con hoja, en la vega, en la terraza, en la loma. Donde ponga los ojos hay coca.
Hay un punto en donde el río Inírida pasa un surco milenario en la roca, en su nacimiento, y cae en un hermoso chorro. Alrededor, la vereda Nueva York y sus extensos cultivos de coca que llegarán a las calles de su homónima estadounidense, que la aspira y así la mantiene en medio de la selva.
Pasamos entre Chiribiquete y Macarena y me doy cuenta de que hay alguien que conoce el territorio muy bien, mejor que cualquiera. Conoce las viejas trochas, conoce los ríos, conoce a la gente indicada. Hay alguien que piensa en ese territorio y planifica lo que será de él. Van apareciendo fincas, trochas bajo el bosque que poco a poco se descubren y para final de año son vías expuestas que conectan territorios inmensos y lejanos. Alguien tiene otro plan y no es el de un paisaje protegido para los indígenas en aislamiento voluntario. Nos regresamos, pensando en huir del humo y el olor de madera fresca aserrada, que a 500 metros sobre el suelo inunda la pequeña aeronave. Busco afanoso las fincas de los campesinos que avanzan en las iniciativas de manejo forestal, a ver si logro compensar el escepticismo con que salgo cada vez que vuelo sobre la Amazonia.
Y cuando creo que escapamos de la tragedia me encuentro una imagen alucinante: una palma al borde del bosque. No es de asaí, ni de seje, ni de canangucha ni alguna especie nativa. Es palma de aceite. Se alzan dentro de la Reserva Forestal del Guaviare, donde se está sembrando palma. Dentro de la vecina Reserva Campesina hay postes instalados —y muchos—, maquinaria y carreteras hasta donde alcanza la vista. Al otro lado del río, sobre el Ariari, veo bosques en el suelo y pequeñas palmas en siembra.
He trabajado en la Amazonía durante dos décadas, y nunca antes había visto algo así. No puedo sino pensar que quienes tienen planes para la Amazonia distintos a conservarla y usarla sosteniblemente están triunfando como nunca antes. (Lea también: Pueblos indígenas de la Amazonía colombiana recuperan hectáreas de su territorio ancestral)
* Director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS).