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La invención de la verdad

La próxima semana se estrena en las salas de cine nacional esta cinta iraní que obtuvo el premio a la mejor película extranjera en la pasada entrega del Óscar.

Hugo Chaparro Valderrama
26 de mayo de 2012 - 03:00 a. m.
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Mientras avanzan los créditos iniciales de Una separación (Asghar Farhadi, 2010), vemos de manera intermitente, iluminados por la luz de una fotocopiadora, varios documentos de identidad. Supuestamente definen quiénes aparecen en las fotografías y en los trozos de papel donde están escritos sus nombres, fechas y lugares de nacimiento. Tras el registro escueto de lo que significa una vida, la película de Farhadi narra su historia sin admitir la tranquilidad del espectador, sobresaltándolo con la intensidad de un drama que empeora en cada tramo del guión.

El punto de partida es un juzgado donde se enfrentan Nader (Peyman Moadi) y Simin (Leila Hatami), la pareja que decide su divorcio. Nos enteramos del afán que tiene Simin por marcharse de Irán, del alzhéimer que sufre el padre de Nader, del temperamento y la furia que guían los argumentos del matrimonio y de su naufragio. También de la existencia de su hija, Termeh (Sarina Farhadi), de once años de edad, sometida a la decisión de sus padres y del juez. Aunque el diálogo sea intenso y enérgico, aún no hemos escuchado nada. Lo que vendrá es peor. El guión de Farhadi empieza entonces a fluir como una catarata de situaciones que hacen cada vez más tensa la vida de los personajes.

El detonante de las contradicciones es un accidente con el que se demuestra que la verdad puede ser manipulada según tabús culturales —Razieh (Sareh Bayat), la mujer que cuida al padre de Nader, llama a la policía musulmana para preguntarle si puede cambiar los pantalones del anciano sin avergonzarse por su desnudez—; religiosos –el Corán es un libro crucial que sirve para decidir la verdad de los juramentos—; sociales –en los cuarteles de la policía y en las calles de la ciudad, el ultraje y la desesperanza recaen de manera implacable sobre los miserables—.

Cuando Razieh amarra al padre de Nader para salir un instante a la calle, y Nader regresa en compañía de su hija para enfrentarse horrorizados a la sorpresa, el concepto de la civilización y sus leyes queda en entredicho. Más allá de los conceptos morales que definan al mundo musulmán, se puede cambiar el paisaje y la situación no sería del todo distinta; reciclaría el temor, la dignidad o la mezquindad con la que cada ser humano defiende a la cueva donde vive, a los miembros de su tribu, y la fuerza que acompaña sus amenazas o, incluso, que hace surgir de manera inesperada a la bestia instintiva acosada por el miedo.

El mundo legal es visto como un remolino que atrapa y neurotiza a los testigos del accidente por el que las lealtades se manifiestan de una manera dudosa, proclamando verdades públicas basadas en mentiras íntimas. Sólo el padre de Nader, extraviado en su enfermedad, y las hijas de las dos parejas en contienda, Termeh y la hija de Razieh, actúan inocentemente, sin tratar de manipular a nadie.

El espectáculo de las contradicciones y sus errores alcanza niveles tan inesperados que Termeh confronta a su padre, preguntándole si su testimonio es falso o verdadero, si el temor a la cárcel y al abandono en el que estarían ella y su abuelo lo condenó a mentir con el cinismo profesional de un delincuente.

Hacia el final de la película, cuando un juez al que no vemos le pregunta a Termeh con quién decide vivir, su llanto inconsolable manifiesta una larga frustración; la conclusión de lo que ha sido para ella conocer el rostro oculto de sus padres. Tras un corte, la cámara nos muestra en el pasillo a Nader y Simin, separados por el marco de una puerta, esperando la respuesta de su hija mientras se confunden con el desfile de personas que llevan al lugar sus casos y su caos.

Farhadi ha escrito y dirigido una película sobre la ética, sin una postura sentimental o romántica, advirtiéndonos acerca de un mundo donde las estrategias de la falsedad son utilizadas para simular una justicia que beneficie al más astuto.

Por Hugo Chaparro Valderrama

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