136 años de El Espectador: don Guillermo Cano y una columna sobre la inseguridad
El recordado director de este diario opinó el 7 de noviembre de 1982 sobre la violencia callejera contra los ciudadanos, y el tema sigue más vigente que nunca.
Guillermo Cano Isaza / Especial para El Espectador
El sobrecosto de la inseguridad
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El sobrecosto de la inseguridad
En tiempos de ingrata memoria, el entonces ministro de Defensa, general Luis Carlos Camacho Leyva, les dijo a los colombianos que se armaran para protegerse de la creciente inseguridad ambiente, porque el Estado no estaba en capacidad de garantizarles la vida, la honra y los bienes. (Recomendamos: Por qué El Espectador fue vital para el estilo narrativo de Gabrierl García Márquez).
No sabemos cuántos colombianos resolvieron seguir el consejo del ministro de la inseguridad nacional de aquellas épocas tenebrosas, ni cuántos pudieron económicamente hacerlo, ni el número de ciudadanos que, armados a sí mismos, lograron proteger su vida, su honra y sus bienes.
De entonces a nuestros días, y a pesar de la larga, de la larguísima vigencia del represivo mal llamado y mal nacido Estatuto de Seguridad, que se prestó para los atropellos más inauditos y censurables contra los derechos humanos, la seguridad de los colombianos no ha mejorado. Por el contrario, diríamos que se ha deteriorado.
Y como el Estado, incapaz de cumplir con el cimiento fundamental de nuestra organización constitucional, de garantizar la vida, honra y bienes de los colombianos, según nos lo enseñaron desde que tuvimos uso de la razón, y la capacidad de leer y de escribir, pues hemos tenido que recurrir a los más variados sistemas de autoprotección ante la desprotección oficial.
Lo de armaos los unos a los otros, que nos proponía el general Camacho Leyva, era y es una cuestión que pone en un grave dilema a la conciencia del individuo. Hay quienes sienten por las armas una verdadera pasión, en veces enfermiza, e inclusive hay muchas gentes en este país y en otros países cuyo hobby es el de coleccionar armas, mucho más sofisticado y costoso que coleccionar sellos de correos o monedas de platino, oro, plata y cobre. (Entre otras cosas, amable Argos, ¿cómo se nombra a los coleccionistas de armas? Alguien muy admirado nos lo preguntó recientemente y no pudimos responderlo).
Alergia a las armas
Volviendo al hilo de nuestro tema, así como hay quienes disfrutan teniendo un revólver en su bolsillo, una carabina en su casa o una ametralladora en sus negocios, existen gentes alérgicas intelectual, filosóficamente alérgicas al armamentismo individual o colectivo.
Respetan, desde luego, la autoridad armada legítima y depositan en ella toda su confianza. Pagan impuestos directos e indirectos, en cantidades cada vez mayores, para que el orden sea preservado y se les retribuya en contrapartida obvia con la propia seguridad y la de los suyos. Pero son incapaces de manejar un arma, casi que tocarla, porque les repugna el solo pensamiento de ejercer con ella intimidación, retaliación o abuso. Y un arma, cuando se carece de la licencia para matar, suele ser instrumento de muerte injusta e innecesaria, como se ha comprobado desde cuando el hombre se inventó los artefactos para su manutención y defensa, pero también para la agresión impensada y ciega.
En tales circunstancias de violenta contradicción en que se nos ha colocado a millones de colombianos, por defección, cuyas justificaciones se han dado muchas veces, en el cumplimiento del mandato constitucional de garantizar la vida, honra y bienes de los ciudadanos por parte del Estado, pues hemos tenido muchos ciudadanos que apelar a otros recursos diferentes al porte y al uso de las armas.
Entre ellos, enrejar las residencias donde se habita a tal extremo de convertirlas en copias, acaso más ornamentadas a base de la cosmetología de las pinturas, las enredaderas y las flores, de prisiones casi medievales. O a tender sofisticadas redes de alarmas ultrasensibles, como si se tratara de agencias bancarias.
O de pagar del propio bolsillo a vigilantes diurnos y nocturnos. Muchas veces los tres sistemas integrados, o dos de ellos, o mejorados mediante iluminaciones onerosas de múltiples reflectores y hasta comunicaciones radiales, como si las cuadras, manzanas, barrios y zonas rurales fueran centrales ultramodernas de intercomunicaciones «paramilitares», para utilizar una palabra tan de moda entre nosotros.
A uno le cuentan todos los días, donde se reúnan más de dos personas, el robo, el atraco, el atropello, la intimidación, la violencia, la violación de domicilio, sucedida en el último minuto. Y es tanta la indefensión que nos abruma, que hay que ceder a la necesidad impuesta de pagar los extracostos de la seguridad, apelando a cualquier sistema que nos permita dormir y vivir un poco más tranquilos.
Noches de ronda
Pero el problema de la inseguridad es tan abrumador que suelen ocurrir hechos dignos, muy probablemente del «realismo mágico» del Premio Nobel de Literatura 1982. Sabemos de unos amigos que, incapaces de armarse como se los pedía el general Camacho Leyva, porque las armas cuestan una fortuna legalmente adquiridas pero sobre todo porque su conciencia se lo prohíbe, resolvieron ensayar los métodos de autoseguridad convencionales.
Primero fue el vigilante contratado a altos costos, para remplazar al vigilante de la autoridad inexistente. Pero un día de ocio cualquiera, a pesar del vigilante pagado, los ladrones penetraron como Pedro por su casa y la desmantelaron.
Se optó, entonces, desesperadamente, por agregar al vigilante pagado la instalación de unas rejas de hierro reforzadas en los puntos supuestamente críticos de la inseguridad residencial. Pagada la obra a un costo nada despreciable, y cuando se comenzaban a acostumbrar a dormir con mucha mayor tranquilidad, una noche, con casa plenamente habitada, los apartamenteros violaron la supuesta inviolabilidad de las rejas y desmantelaron por segunda vez la casa.
Se recurrió entonces a un tercer refuerzo convencional de seguridad en el hogar: la alarma. Otro desembolso de decenas de miles de pesos, para instalar censores, nylons, bocinas de sonido estridente, complicadas baterías de acción inmediata y retardada. Como se había demostrado que las rejas eran limadas o fácilmente desprendibles por los «expertos» en estos asuntos de ingresar a las casas sin ser invitados y con propósitos de ninguna manera santos, y como las fallas humanas de los vigilantes habían puesto de presente que no eran garantía suficiente, la alarma venía a completar un trípode de seguridad en apariencia inviolable.
La primera noche de la alarma instalada todo marchó a la perfección. La bombilla roja iluminada de la centralita de la alarma indicaba que la más leve presión sobre la red electrónica formaría el escándalo padre y con este se podría abortar, frustrar el robo. No es de extrañar, entonces, que sin necesidad de pepas soporíferas, todos durmieran en calma y en paz.
Pero la segunda noche la alarma sonó cuando apenas comenzaba el nuevo día. Despertados bruscamente por el ruido, todo fue confusión en la casa. Con algunas excepciones, los del sueño más pesado no se enteraron de nada. Se buscó arriba y abajo donde había detectado la alarma el supuesto intento de escalada. Nada. Absolutamente nada. Regresaron a sus lechos.
Cuando el sueño volvía, trinó de nuevo la alarma. Otra vez el mismo asustado y precipitado correr de un lado para otro, entre otras cosas, imprudentemente, sin ninguna estrategia, entregándoles a los posibles escaladores todas las ventajas. Nada. Absolutamente nada. Y así tres y cuatro veces en el espacio de dos o tres horas. ¿Acaso un cucarrón nocturno, tal vez un gato noctámbulo, el trepidar de los truenos aterradores en medio de la noche tormentosa?
No lo supieron. Pero en todo caso volvió la calma en esa noche de rondas, ciertamente no las rondas románticas de que tratan Agustín Lara y su compadre Pedro Vargas en la canción inolvidable. No. Ronda a la búsqueda de ladrones fantasmas.
A las cinco y media de la madrugada, cuando los universitarios y los colegiales salieron de la casa hacia sus aulas de estudio, se apagó la alarma. El día con su luz tranquilizante había comenzado. Quienes aún permanecían en la casa se quedaron profundamente dormidos, fatigados por las horas de tensión e insomnio…
Cuando despertaron, los ladrones ya se habían ido con el betamax, el televisor, los equipos de sonido y una minicapa de mink que habían sacado a airear para quitarle el olor de naftalina e impregnarlo con cierto olor a la guayaba para lucirlo en la gélida noche de Estocolmo el día en que le entreguen el premio a García Márquez.
***
Algo de exageración puede haber en lo contado. Pero, señor alcalde mayor de Bogotá, en esta ciudad no se puede vivir ni dormir en paz, ni siquiera en el hogar propio o alquilado. El síndrome de la inseguridad nos afecta.
¿Qué decir entonces de vivir en paz en las calles?