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Terror. Esa es la palabra que puede resumir lo que se vivió el miércoles 9 y jueves 10 de septiembre de 2020 en Bogotá y Soacha. Las imágenes de Javier Ordoñez pidiendo auxilio, mientras dos agentes de Policía le daban descargas eléctricas en el suelo, invadieron las redes sociales y, casi como el virus que obligó a la ciudadanía a permanecer en sus casas, se propagaron rápidamente, de tal forma que, cuando se confirmó su muerte, el caos salió a las calles y se vistió de armas, fuego, gritos y dolor.
En aquel entonces Bogotá llevaba siete meses de pandemia, lo que implicó grandes confinamientos, restricciones a la movilidad y a libertades que, hasta ese momento, no se creían peligrosas. La llegada del COVID-19 exacerbó la desigualdad, el hambre y modificó la manera de vivir; los cambios fueron para todos y la Policía tampoco se salvó de eso.
Con nuevas reglas y límites, la institución tuvo que extender su alcance y pasar de tener un rol específico de seguridad a uno de control y convivencia. Hacer cumplir normas a las que nadie estaba acostumbrado abrió las puertas a un resentimiento de la ciudadanía, y poco a poco, a mayores controles se generaron más confrontamientos, dejando así muy delgada la línea entre hacer respetar las normas por las buenas o por las malas.
Para Óscar Ramírez, abogado de la Campaña Defender la Libertad, lo que ocurrió el 9 y 10 de septiembre fue la acumulación de un descontento social, que no fue atendido de manera oportuna en años anteriores por el Gobierno, pero también fue la reacción de una ciudadanía que en la pandemia vivió distintos abusos policiales.
“La pandemia llena de abusos generó un escenario de máxima tensión entre la ciudadanía y la Fuerza Pública. Una Fuerza Pública que desde hace mucho venía siendo abusiva, pero al caer el control del espacio público y las libertades en sus manos, además de tener una mayor discrecionalidad para actuar, generó muchos más abusos y arbitrariedades”, indicó Ramírez.
En ese sentido coincide Isabel Fajardo, abogada de la Fundación Lazos de Dignidad y hoy parte del equipo de la defensa de dos víctimas mortales de aquella noche, quien indicó que las mismas condiciones de la pandemia hicieron que la gente de los sectores vulnerables saliera a exigir mejores garantías durante el confinamiento y, durante esas protestas urbanas, también se sintieran vulneradas por las autoridades, pues el Esmad intervino en diferentes manifestaciones que se dieron, por ejemplo, en Ciudad Bolívar.
Esto mismo generó un cambio en la dinámica de la protesta. Con la limitación de la movilidad, la gente optó por protestar en sus territorios y las mismas manifestaciones dejaron de estar solamente integradas por estudiantes, organizaciones políticas o sindicatos, sino que gente del común empezó a participar también, aunque la pandemia estuviera en su punto álgido.
“Ya no nos encontramos con una protesta que inicia desde el Planetario o el Parque Nacional a la Plaza de Bolívar, sino que nos encontramos con una transformación en la protesta social, en donde la gente de los sectores populares, la gente de los barrios, la gente de los territorios empieza a salir a movilizarse”, manifestó Fajardo.
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De hecho, en ese sentido, según la abogada, no de gratis los puntos más fuertes de aquellas noches de septiembre se dieron en barrios populares, como el Rincón, la Gaitana y también Ciudad Verde, en Soacha. A esto se sumó otro factor: meses atrás la muerte de George Floyd a manos de un policía generó una masiva participación de la gente en Estados Unidos. Bajo la consigna “Black lives matter” millones de personas salieron a las calles a pesar de la pandemia, la cual no detuvo a los manifestantes ni tampoco a su rabia, que se vio representada en fuertes enfrentamientos con la Policía y el incendio de distintos establecimientos a lo largo del país.
El “No puedo respirar” de Floyd, se comparó con el “Por favor, ya no más” de Ordoñez y en Colombia se vivió una réplica de lo que Estados Unidos sufrió en mayo del año pasado. “Lo que ocurrió con George Floyd marcó un parámetro de movilización de la ciudadanía colombiana y entendieron que la lucha por los derechos civiles y la lucha por defender un abuso policial en algunos otros países se había tornado beligerante ante la sistematicidad del abuso. Entonces, las personas salieron a replicar ese mismo ejercicio de quema de establecimientos” explicó Ramírez.
De la resistencia pasiva al caos
Para César Restrepo, experto en seguridad de ProBogotá, todos los factores que influyeron durante el 9 y 10 de septiembre generaron la tormenta perfecta. Según él, en ese momento se unieron dos elementos: el primero, la debilitada relación que la Policía tenía con los ciudadanos y, segundo, la participación de grupos que estaban leyendo el escenario, que encontraron en este una oportunidad para sembrar el caos.
Según Restrepo, se trataría de grupos armados que tendrían células trabajando en las zonas urbanas; organizaciones locales delincuenciales que “pescan en río revuelto” y que sacaron provecho de esta situación, y finalmente figuras políticas, que constantemente incitan a que la gente salga a las calles.
Sin embargo, para Ramírez la reacción de la ciudadanía y la rabia que se desató no pudo haber sido algo planeado, sino producto de la espontaneidad. Además de una modificación en cierta parte de la población, que pasó de tener una resistencia pasiva a una resistencia activa u ofensiva en contra de la Fuerza Pública.
Esta modificación sería tan notoria, que se evidenciaría en el surgimiento de las llamadas “Primeras líneas”, que con el Paro Nacional de este año se hicieron famosas por hacer frente a los antimotines y por enfrentarse con las autoridades al final de las diferentes manifestaciones.
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En aquel momento lo que inició con un ataque a una estación de Policía en Suba, se replicó rápidamente en distintos CAI de la ciudad. Como si se tratara de un efecto dominó, poco a poco se fueron prendiendo las llamas en varios puntos de la ciudad. De la nada, lo que empezó como un reporte de vandalismo se extendió a vehículos, buses, patrullas incendiadas y estaciones de Policía atacadas.
Como si la situación no pudiera empeorar, los sonidos de los disparos retumbaron en la noche de aquel miércoles. El control se perdió y el caos predominó en la capital durante una noche que pareció eterna. 72 CAI afectados, 13 muertos (tres de ellos en Soacha) y 581 heridos en la capital, de los cuales 74 fueron por arma de fuego, fue el catastrófico resultado de lo que empezó el 9 y se extendió hasta la madrugada del 11 de septiembre.
“El 9 de septiembre se cruzaron las líneas rojas. Vimos una masacre casi que en vivo y en directo en Bogotá, cometida por la Fuerza Pública, anunciada y de alguna forma, los altos mandos de la Policía y las autoridades gubernamentales no hicieron mayor cosa para detenerla. Fueron varias horas donde se reportaron usos de armas de fuego y la respuesta fue mínima”, afirmó el abogado de la Campaña Defender la Libertad.
Sin duda, aquellos dos días de septiembre marcaron un precedente en el contexto más reciente de la protesta social. El simple hecho de haber usado armas de fuego para controlar disturbios dejó en evidencia el escenario de guerra que se vivió en aquel entonces y dejó una herida social abierta, que no sería fácil de curar para el Distrito durante los siguientes meses.
Los días pasaron, y el fallo de la Corte Suprema de Justicia que ordenaba al Gobierno respetar el ejercicio de la protesta social apaciguó un poco el ambiente tenso que se sentía. La esperanza se abrió para las distintas organizaciones de derechos humanos, que vieron en esto una luz de esperanza para encontrar mejores alternativas entre el Distrito y las autoridades, para que una masacre igual no se volviera a presentar. No obstante, meses más adelante, el proyecto de una reforma tributaria impulsada por el Gobierno avivó la llama que nunca se apagó y Bogotá, así como otras partes del país, empezó a sentir las secuelas de aquella violenta jornada.
De ahí en adelante, el reporte de CAI atacados o establecimientos ardiendo en llamas empezó a volverse un factor común. Si bien, no fue tan simultáneo como en aquel septiembre, sí se volvió constante y se intensificó con el Paro Nacional de este año, en donde los disturbios, los heridos (tanto policías como civiles) e incluso los muertos volvieron a reportarse, a pesar de que se reglamentó que, bajo ninguna circunstancia, la policía podía tratar una manifestación con armas de fuego.
En ese aspecto, coinciden los tres expertos: Bogotá tuvo que aprender lecciones, aunque no todas se han aplicado correctamente. La primera, según Ramírez, es que no se podía volver a atender protestas con el personal de vigilancia y mucho menos con armas de fuego. En ese sentido, aunque se redujeron los homicidios a comparación de esas dos noches y lo ocurrido en el Paro Nacional, para el abogado no deja de ser preocupante los otros tipos de vulneraciones que sí se han presentado, como de violencia sexual, detenciones arbitrarias, uso excesivo de la fuerza, entre otras.
Por su parte, para Isabel Fajardo, por un lado lo que se necesita es una reestructuración de la Policía, según ella, que vaya más allá del uniforme, y por otro, que realmente sean fructíferas las mesas de diálogo con el Distrito, pues manifiesta que no se suelen llegar a acuerdos, y que aunque en algunos se han logrado en la teoría, no siente que se cumplan a cabalidad en la práctica.
Por último, para Restrepo la enseñanza que quedó es que no se puede repetir una situación como esas en la posición de tener que decidir sobre la marcha. No haber previsto o tratado algo así con anterioridad, según el experto, fue lo que llevó a que se perdiera el control, y que en su afán por recuperarlo la Policía cometiera errores.
El riesgo de deshumanizar al otro
La escena catastrófica de dos extremos separados por un CAI en llamas como una turba enardecida por un lado y Policías con el gatillo sensible en el otro, evidenció las brechas que intensificó la pandemia. Para Fajardo, lo que representa esa escena es la evidencia de que nos hemos dejado de ver como seres humanos iguales, y según dice, “nos lleva a entender de qué manera se ha comportado el ejercicio de la seguridad, de la paz y de la democracia en el Estado Social de Derecho, porque se deja de humanizar al otro”.
Concepto similar al de Ramírez, quien considera que es el síntoma de una sociedad que no sabe resolver sus conflictos y que no tiene la posibilidad de resolver sus problemas económicos, políticos y sociales por medios pacíficos, ni mecanismos o canales para hacerlo. Entonces los escenarios de expresión son recurrir a la violencia como una forma de imponerse.
De hecho, ese duelo para saber quién se impone en la ciudad, para el experto en seguridad de ProBogotá, no es más que la evidencia de que el sistema de seguridad en la ciudad se quedó corto, lo que ha influido, en que, como cualquier otro servicio, su calidad disminuya ante un aumento de demanda, al contar con poca capacidad de recursos para atenderla.
Finalmente, todos consideran que sigue habiendo cosas por mejorar luego de un año de aquella noche de terror en la capital. Avanzar en los procesos judiciales; trabajar de una manera preventiva y no reactiva ante la violencia, y evitar la impunidad de lo ocurrido en ese par de días es la tarea para las autoridades y el Distrito, sobre todo si se tiene en cuenta que, como ya se dijo, la llama que se encendió ese día cambió la dinámica de las protestas, evitar que vuelva a causar una explosión como en ese entonces, debe ser el objetivo principal.