A la espera de un riñón y una vida
Por cada 23 pacientes hay un donante. Sin mitos sobre la donación, no habría listas de espera.
Jaime Flórez Suárez
Los candidatos a receptores de órganos viven con la maleta hecha y el teléfono celular a la mano. Se dedican a esperar. Cuando alguien muere, lo primero que los médicos hacen es revisar sus órganos y tejidos, y corroborar en la lista los nombres de los compatibles. De paso miran quiénes necesitan el trasplante con mayor urgencia. Pueden llamar a diez por cada órgano y tejido. Eso se traduce en decenas de pacientes ilusionados.
Si entra la llamada todo tiene que estar listo. Mientras los seleccionados junto a familiares y amigos se apiñan en la sala de espera, los médicos hacen biopsias a los órganos para establecer su estado e identificar al más compatible. Alegría máxima para el elegido, tristeza para los que tienen que volver a casa y seguir esperando. Y eso que ya por esa breve esperanza fueron afortunados. Hay muchos que se mueren sin nunca recibir la llamada.
Eso no debería ser así si se piensa en las circunstancias colombianas, dice Carolina Guarín, coordinadora de trasplantes del Hospital Militar. Un solo cuerpo puede salvar 58 vidas. De la cantidad de muertes violentas que al año ocurren en el país podría, al menos, quedar algo de alivio. El país no debería tener listas de espera de órganos. Pero ahí están: según la Red de Donación y Trasplantes de Órganos y Tejidos del Instituto Nacional de Salud, sólo hay un donante por cada 23 receptores. Más de 2.200 colombianos esperan un órgano, 40 de ellos en la sala de diálisis del Hospital Militar.
Son 15 camas regadas en un salón con un reloj en el centro. Allí tienen que pasar al menos cuatro horas diarias conectados a tubos que los unen a una máquina de metro y medio de altura que cumple las funciones de sus riñones arruinados. En el turno de 4 p.m. a 8 p.m. el lugar permanece en silencio. La mayoría intenta dormir, pero es difícil. La diálisis suele causar mareos, dolores y calambres. En los rostros de los pacientes se nota el malestar y la resignación forjada a punta de decenas de jornadas de padecimiento de las que dependen para vivir. Todos los que están en diálisis permanente esperan un riñón para que se acabe ese suplicio.
A ese turno, día por medio, va Jesús Antonio Ramos. Por un problema congénito nació sólo con un riñón que tiene alojado en la zona pélvica y no en el abdomen. Ese riñón aguantó 26 años, soportó su época de tomatrago y el descuido en su dieta que llevó en los primeros años de la universidad. Pero en 2012, cuando viajó a una vereda de Yolombó (Antioquia), con su comunidad católica, dejó de funcionar. Iban a evangelizar en esa zona, donde sólo dos de las doce familias eran católicas.
Estuvo 15 días, el tiempo suficiente para que su riñón fallara por completo. La comida en ese lugar era muy salada y como no había acueducto, el agua escaseaba. Esa mezcla puso a su debilitado órgano al límite. Cuando regresó a Bogotá le dolía todo el cuerpo. El médico le anunció que necesitaba diálisis permanente, y Ramos sintió que hasta ahí le había llegado la vida.
Hasta entonces había controlado su enfermedad con medicamentos, los ha tomado desde los tres años, y luego con una máquina que le hacía diálisis esporádicas en su casa. Pero eso ya no es suficiente. Ahora pasa al menos 16 horas semanales en el hospital, conectado a la máquina que le cobra el favor de mantenerlo vivo con un dolor en su pierna derecha que se siente como si se la estuvieran aplastando y que seguirá soportando hasta que encuentre un nuevo riñón.
Sólo poder esperar el órgano ya es un privilegio. Se lo ganó luego de someterse a 50 exámenes médicos y varias entrevistas en las que indagaron sobre su vida y decidieron que podía estar en la lista de receptores de órganos. Quienes no pasan tienen que prepararse, como si fuera una prueba de ingreso a la universidad, y volver a aplicar.
Todo ese proceso para tener derecho a esperar. Una espera que en el país se puede alargar por décadas, mientras que en buena parte de Europa una persona es trasplantada casi tan pronto se determina que necesita un nuevo órgano o tejido. La diferencia no está en los avances científicos, dice la doctora Guarín, sino en los mitos que rodean la donación de órganos. Mitos como que si alguien acepta donar van a ir hasta su casa a sacarle los órganos en vida; que los órganos van a parar al mercado negro donde se comercializan ilegalmente, o que los familiares del donante muerto van a recibir un cuerpo destruido. Nada de eso es cierto.
Por eso, para acabar con los mitos, el Hospital Militar adelanta una campaña de educación sobre la donación. A su vez, sólo falta una firma del presidente Juan Manuel Santos para que entre en vigencia una nueva ley que permite que los médicos dispongan de los órganos de los fallecidos, a menos que en vida hayan manifestado lo contrario. Mientras tanto, Jesús Antonio Ramos sigue con la maleta hecha y su teléfono celular a la mano.
Los candidatos a receptores de órganos viven con la maleta hecha y el teléfono celular a la mano. Se dedican a esperar. Cuando alguien muere, lo primero que los médicos hacen es revisar sus órganos y tejidos, y corroborar en la lista los nombres de los compatibles. De paso miran quiénes necesitan el trasplante con mayor urgencia. Pueden llamar a diez por cada órgano y tejido. Eso se traduce en decenas de pacientes ilusionados.
Si entra la llamada todo tiene que estar listo. Mientras los seleccionados junto a familiares y amigos se apiñan en la sala de espera, los médicos hacen biopsias a los órganos para establecer su estado e identificar al más compatible. Alegría máxima para el elegido, tristeza para los que tienen que volver a casa y seguir esperando. Y eso que ya por esa breve esperanza fueron afortunados. Hay muchos que se mueren sin nunca recibir la llamada.
Eso no debería ser así si se piensa en las circunstancias colombianas, dice Carolina Guarín, coordinadora de trasplantes del Hospital Militar. Un solo cuerpo puede salvar 58 vidas. De la cantidad de muertes violentas que al año ocurren en el país podría, al menos, quedar algo de alivio. El país no debería tener listas de espera de órganos. Pero ahí están: según la Red de Donación y Trasplantes de Órganos y Tejidos del Instituto Nacional de Salud, sólo hay un donante por cada 23 receptores. Más de 2.200 colombianos esperan un órgano, 40 de ellos en la sala de diálisis del Hospital Militar.
Son 15 camas regadas en un salón con un reloj en el centro. Allí tienen que pasar al menos cuatro horas diarias conectados a tubos que los unen a una máquina de metro y medio de altura que cumple las funciones de sus riñones arruinados. En el turno de 4 p.m. a 8 p.m. el lugar permanece en silencio. La mayoría intenta dormir, pero es difícil. La diálisis suele causar mareos, dolores y calambres. En los rostros de los pacientes se nota el malestar y la resignación forjada a punta de decenas de jornadas de padecimiento de las que dependen para vivir. Todos los que están en diálisis permanente esperan un riñón para que se acabe ese suplicio.
A ese turno, día por medio, va Jesús Antonio Ramos. Por un problema congénito nació sólo con un riñón que tiene alojado en la zona pélvica y no en el abdomen. Ese riñón aguantó 26 años, soportó su época de tomatrago y el descuido en su dieta que llevó en los primeros años de la universidad. Pero en 2012, cuando viajó a una vereda de Yolombó (Antioquia), con su comunidad católica, dejó de funcionar. Iban a evangelizar en esa zona, donde sólo dos de las doce familias eran católicas.
Estuvo 15 días, el tiempo suficiente para que su riñón fallara por completo. La comida en ese lugar era muy salada y como no había acueducto, el agua escaseaba. Esa mezcla puso a su debilitado órgano al límite. Cuando regresó a Bogotá le dolía todo el cuerpo. El médico le anunció que necesitaba diálisis permanente, y Ramos sintió que hasta ahí le había llegado la vida.
Hasta entonces había controlado su enfermedad con medicamentos, los ha tomado desde los tres años, y luego con una máquina que le hacía diálisis esporádicas en su casa. Pero eso ya no es suficiente. Ahora pasa al menos 16 horas semanales en el hospital, conectado a la máquina que le cobra el favor de mantenerlo vivo con un dolor en su pierna derecha que se siente como si se la estuvieran aplastando y que seguirá soportando hasta que encuentre un nuevo riñón.
Sólo poder esperar el órgano ya es un privilegio. Se lo ganó luego de someterse a 50 exámenes médicos y varias entrevistas en las que indagaron sobre su vida y decidieron que podía estar en la lista de receptores de órganos. Quienes no pasan tienen que prepararse, como si fuera una prueba de ingreso a la universidad, y volver a aplicar.
Todo ese proceso para tener derecho a esperar. Una espera que en el país se puede alargar por décadas, mientras que en buena parte de Europa una persona es trasplantada casi tan pronto se determina que necesita un nuevo órgano o tejido. La diferencia no está en los avances científicos, dice la doctora Guarín, sino en los mitos que rodean la donación de órganos. Mitos como que si alguien acepta donar van a ir hasta su casa a sacarle los órganos en vida; que los órganos van a parar al mercado negro donde se comercializan ilegalmente, o que los familiares del donante muerto van a recibir un cuerpo destruido. Nada de eso es cierto.
Por eso, para acabar con los mitos, el Hospital Militar adelanta una campaña de educación sobre la donación. A su vez, sólo falta una firma del presidente Juan Manuel Santos para que entre en vigencia una nueva ley que permite que los médicos dispongan de los órganos de los fallecidos, a menos que en vida hayan manifestado lo contrario. Mientras tanto, Jesús Antonio Ramos sigue con la maleta hecha y su teléfono celular a la mano.