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“Señor periodista: Le voy a contar mis avatares como usuaria en Transmilenio. Le ruego el favor de contarlos tal cual, sin censuras previas ni auto-censuras. Espero esté de acuerdo que sólo hable yo, mujer ya mayor, en un medio tremendamente machista como el que tenemos.
Todavía me acuerdo cuando por primera vez vi las vallas con el anuncio del sistema para Bogotá y el proyecto de desarrollar 12 etapas, de las cuales hasta ahora, entiendo, sólo dos se han construido y apenas está empezando la tercera. Al ver esos pulmones limpios, rojos, vitales, se me llenó el alma de esperanza porque, como no tengo carro para no contaminar, me parecía genial ese medio de transporte que iba a eliminar la polución: con ellos se anunciaba un cambio, esa palabra tan mencionada por los políticos, que transformaría la vida a los habitantes de la capital y les permitiría respirar un aire puro. Además, otros países del área, e incluso de Europa, se deslumbraron con este que consideraron un modelo a seguir.
Soy una asidua usuaria de Transmilenio y tomo el sistema entre dos y siete veces al día pues debo desplazarme a diferentes y lejanos puntos de la ciudad, a distintas horas valle o pico, durante toda la semana, es decir, de lunes a domingo. Esto, debido a mi trabajo como profesora. De antemano, advierto que no deseo dar a conocer mi identidad ya que todo aquél que se queja es considerado un revoltoso, un terrorista, un criminal. En un comienzo todo era maravilloso. Los desplazamientos eran rápidos y efectivos. Al pasar el tiempo, todos vimos cómo aumentaba el flujo de personas pero aún no sé el porqué. Al principio se usaba los domingos como medio de turismo, para visitar los centros comerciales, hacer compras, visitas y hoy en día es tan peligroso e intimidante que ya no es nada agradable para la gente. En las horas pico, es cuando surgen los problemas. Voy a citar un ejemplo, una experiencia personal del viacrucis que me toca vivir los días viernes. Salgo faltando diez para las cuatro, de la estación Alcalá, para desplazarme a la de Eldorado.
Sólo basta que me retrase diez minutos para que esté en medio de un tumulto gigantesco. Soy una persona de 56 años y tengo una hernia en el estómago, lo que quizás baste para señalar que no puedo hacer fuerza alguna. Por eso, a veces es mejor ser llevado por la corriente y eso hago cuando voy a entrar a una ruta que necesito. En este caso el K-16 para ir a la calle 75 y hacer un trasbordo para tomar el G-22 que me deja en la estación de destino. Hago esto porque si tomo un “lechero” (el que para en toda estación) demoro en llegar dos horas y media, debido al embotellamiento en cada parada. Hubo un día en especial en el que sentí mucho miedo o más bien, pánico, que pensé, sin querer, en el fin de mis días. Tomé, como ya dije, el K-16 y la avalancha de gente me arrastró al interior del bus. No hay necesidad de tenerse de nada, de ninguna varilla pues todos vamos como las reses, sosteniéndose, involuntariamente, entre sí. Y en dicho apretujamiento, empieza uno a pensar cómo salir de allí cuando toque. Sólo negociar con los que están al lado, convencerlos de cambiar de puesto para llegar a la puerta, es ya una odisea. Cuando se tiene suerte, es fantástico y si no tocar ir detrás del que se vea más fuerte, para poder salir. O si no otro por detrás lo empuja a uno y el que va adelante lo mira con recelo, si no con bronca, como si fuera la causa de la situación.
Finalmente llegué a la calle 75 y en medio de tal zaperoco logré acceder a la puerta. Una barrera infranqueable se presentó ante mis ojos: un ejército de hombres al frente, no me dejaba entrar a la estación. Opté por calmarme, ya que enfurecerse resulta peor porque lo golpean a uno y así se termina llena de moretones (uno de ellos me dijo: “Vamos a ver si puede entrar”), por lo que recurrí a mi lado más tierno, dulce, femenino, rogando por un espacio para poder entrar. O sea, hay que recurrir a los encantos de mujer, de lo contrario se corre el riesgo de morir en el intento. Apenas logré entrar, me hice detrás de la invencible barrera masculina.
Comencé a conversar con una señora que estaba allí y le dije: “Creo que no puedo avanzar más”. Tengo una hernia y eso significaría exponerme a hacer mucha fuerza. Y la señora sonrió y dijo: “Ahora viene lo bueno”. Y con conocimiento de causa, agregó: “Todos se van a correr a la siguiente puerta”. Sólo sonreí y me quedé pensando: “¿Qué habrá querido decir?” En efecto, llegó una ruta F que paró en la siguiente puerta y como la gente no cabe para hacer la fila en ella, pareciera que todos estuvieran haciéndola en la que yo estaba y no en la otra, como en realidad era. Yo estaba muy entusiasmada porque me encontraba en segunda fila, pero todo era apenas una ilusión. Comenzó esa masa de personas, principalmente de hombres, a moverse con toda su descomunal fuerza hacia la puerta.
Nunca en mi vida había hecho tanto esfuerzo para mantenerme de pie y en el mismo lugar. Hubo momentos en que giraba y giraba y sentía que me iban a arrastrar; creí que era inútil permanecer ahí. Perdí de vista a la señora que me había sonreído: la corriente se la llevó. Mi lucha era únicamente por salvarme. Las piernas eran mi único consuelo pues han sido entrenadas toda mi vida en largas caminatas. Como aquellas que hay que hacer para, simplemente, llegar desde la entrada hasta la taquilla del sistema. Las piernas son una bendición, porque en esos vehículos ellas me sostienen al no tener de dónde agarrarse. Traté de asirme de un pasamanos, pero por los empujones sentí cómo me lo clavaba en el estómago. Así que decidí hacer un giro para volver a mi antigua posición. Creí que no lo lograría. En ese momento escuché que los vidrios empezaron a crujir. Pensé en mi familia, en todo el mundo: “Vamos a salir disparados por las puertas y ventanas de Transmilenio”. Caer al asfalto sería el fin. Sólo unos segundos, parecieron una eternidad. Confiaba plenamente en no sucumbir: caer en la estampida, sería sellar mi muerte. Finalmente, la tempestad se calmó. Nunca había sentido tanto pánico. Llegó el G-22 y había dos señores frente a mí. Yo era la única que abordaría el bus. Pedí permiso para hacerlo y la respuesta fue: “Y, ¿por dónde, señora?” Tuve que acudir a mis recuerdos infantiles, diciendo en broma: “Por un huequito”, ya que ambos me impedían el paso. Fue una suerte que accedieran a mi ruego.
Ese día no pude dormir, en toda la noche, por el dolor. Sólo lloraba en silencio. Aquí acudieron en tropel imágenes como la de una señora a la que le partieron un brazo; otra a la que le tocó ir a la EPS con un insufrible dolor de cabeza (por el golpe con una puerta de Transmilenio) que tampoco a ella la dejaba dormir: fue despachada cuando le dijeron que “eso no es una urgencia”; una más a la que Transmilenio la ha perseguido por denunciar, en una entrevista divulgada por Internet, irregularidades en la Empresa y “falta de cojones de los hombres” para incorporarse al sindicato de la misma.
Hoy, y la verdad siento mucho tener que decirlo, sólo me habita la decepción. El asunto Transmilenio nunca pasó de ser una valla con pulmones rosaditos, una estrategia publicitaria digna de Goebbels, una jugada del más sucio de los políticos. Los usuarios, ya no apenas yo, fuimos traicionados. El sistema en particular no va para ninguna parte, igual que el Sistema en general. Ahora recuerdo al escritor checo Franz Kafka, quien decía que a partir de cierto punto, ya no hay retorno posible. Y, en este momento, esto es una verdad que no se puede refutar. Claro, salvo si hay una fuerte presión social que poco a poco ayude a desmontar las trampas del sistema Transmilenio y empiece a reorientarse en función de la comunidad, mucho más allá del simple negocio, de las terribles consecuencias que ha traído para los ciudadanos, de los torturantes avatares que debemos atravesar las mujeres en “Trasmilleno”, como ahora en justicia lo llaman, sin distingos de ninguna clase, los habitantes de la metrópoli. Lo anterior no constituye ninguna exageración, como quiera que el sistema ya colapsó, así esto, como es obvio, resulte inaceptable para los políticos, para los medios, para los funcionarios.
Para terminar, quiero hacer una cordial invitación a que el Presidente o sus hijos o los funcionarios del Estado y de Transmilenio se suban a un bus del sistema para que sepan, de primera mano, sin chismes ni rumores malintencionados, lo que es hacer parte del “nuevo aire para Bogotá”, uno ya irrespirable pese a tanta campaña de “publicidad creativa”, como se llama ahora a esos gobiernos que arreglan todo a punta de estadísticas, a punta de prensa, a punta de especulación.
Algo comprensible, como sea que a eso nos tienen acostumbrados pero, en todo caso, inaceptable, como quiera que ya no les creemos, debido a que estamos cansados, indignados, en fin, “emputados”, como dice el título de un libro de una reconocida periodista bogotana, la que quién sabe lo que agregaría de tener que subirse, como yo, a narrar los locos y nada divertidos (por el contrario, trágicos) avatares de una usuaria en Transmilenio. Y no se molesten conmigo, les pido de todo corazón: moléstense con los políticos y dueños del transporte masivo que nos han traído hasta este punto de no retorno salvo si, como ya dije… le hacemos entre todos un cambio de sangre a Transmilenio, antes de que los desangrados seamos nosotros, los sospechosos de siempre, con los pulmones ya negros. Mientras ellos, los responsables de nunca, siguen amparándose en sus disculpas, en sus números, en sus ardides. Como quien no sabe nada, no ha visto nada, no puede decir nada, como en los comienzos de la mafia. Y como sigue pasando entre ciertas huestes políticas… Hecho que no podemos seguir permitiendo, si queremos volver a tener los pulmones rosaditos. Y, ante todo, recuperar una vida digna, la de cualquier ser humano”.
*(Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo y, por encima de todo, lector. Realizador y locutor de Una mirada al jazz y La Fábrica de Sueños: Radiodifusora Nacional, Javeriana Estéreo y U. N. Radio (1990-2004). Fundador y director del Cine Club Andrés Caicedo desde 1984. Colaborador de El Magazín de El Espectador. E-mail:
lucasmusar@yahoo.com