Bogotá, la aturdidora
Vecinos se quejan por el ruido en el barrio Las Nieves y por la inoperancia de las autoridades distritales y policiales.
Viviana Peretti
La banda sonora de algunos sectores de la capital de Colombia no va más allá de cuñas comerciales repetidas una y mil veces a lo largo del día, escupidas al aire por las bocinas que la mayoría de los vendedores ambulantes cargan en sus carritos junto a mercancía de todo tipo. Que el chorizo con papas saladas a mil; que la caja de tapabocas termosellados, a ocho mil; que el vidrio templado para el celular, instalado a tres mil; que las chocolatinas para el novio, la novia, el amante a mil y a mil quinientos; que el vasado de mango, que si no compra es porque está pelao.
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La banda sonora de algunos sectores de la capital de Colombia no va más allá de cuñas comerciales repetidas una y mil veces a lo largo del día, escupidas al aire por las bocinas que la mayoría de los vendedores ambulantes cargan en sus carritos junto a mercancía de todo tipo. Que el chorizo con papas saladas a mil; que la caja de tapabocas termosellados, a ocho mil; que el vidrio templado para el celular, instalado a tres mil; que las chocolatinas para el novio, la novia, el amante a mil y a mil quinientos; que el vasado de mango, que si no compra es porque está pelao.
Con las cuñas compiten reguetón y vallenato, también escupidos a todo volumen por altavoces portables que no faltan entre la mercancía puesta a relucir encima de plásticos, pendones reciclados de propaganda electoral o el mero concreto recién barrido por los mismos vendedores, que llegan a ocupar el espacio público con escoba en mano.
Hace siete meses me mudé a un sector central de Bogotá: Las Nieves, abajo de la séptima y, al parecer, lejos de cualquier tipo de autoridad distrital o policial. Y eso que la Alcaldía local de Santa Fe, que debería encargarse del buen vivir en el sector, queda a una cuadra de mi apartamento. Ni el vivir en un último piso de un edificio alto logra minimizar el ruido constante, repetido, monótono y eterno que llega de la calle.
Hace siete meses empecé a quejarme con cuanta autoridad hay en la ciudad: Personería, Secretaría de Ambiente, Alcaldía local de Santa Fe... Todas indicaron que la responsable de que los vendedores ambulantes no alteren la tranquilidad pública con actividad de perifoneo o música a todo volumen es la Policía. Y así mis quejas empezaron a dirigirse a esa entidad, que contesta a los correos y llamadas telefónicas con el castrense Dios y Patria. A los meses, desde la estación de Santa Fe enviaron un correo diciendo que, de hecho, habían constatado varias “irregularidades” en el sector por los vendedores y que iban a hacer unos llamados de atención para que las ventas se hicieran sin perifoneo y sin música.
Los llamados se limitaron a un par de charlas con vendedores asiduos que, al parecer, no le jalan a la pedagogía, porque no han dejado de aturdirnos siete días a la semana. También la Policía se dedicó a enviarme fotos de otros operativos donde despertaron a los indigentes del parque Santander a las 8:00 a.m. de un martes posfestivo, o constataron en el mismo parque el expendio de sustancias psicoactivas a partir de las 9.30 a.m. Cabe señalar que el parque queda a siete cuadras de mi apartamento y que lo que pasa ahí claramente no afecta mi tranquilidad doméstica.
Llevo meses escribiendo PQR (peticiones, quejas o reclamos), haciendo llamadas telefónicas y enviando mensajes de Whatsapp a un funcionario de la Alcaldía local de Santa Fe y a los comandantes de los CAI del sector -y hablo en plural, porque después de siete meses todavía no está claro si el responsable de esa esquina de la ciudad es el CAI de las Torres Blancas o el de San Diego-. Mientras tanto, la Policía se pega sus septimazos domingueros sin que la situación mejore un ápice.
Revisan sus celulares, piden cédulas a los transeúntes, levantan habitantes de calle y mandan a correr un par de metros los carritos que entorpecen el tránsito. Y los carritos se corren un par de metros sin dejar de gritar al aire que la ropa interior es para dama, niño y caballero o que tres pares de medias salen en cinco mil. Y ni hablar de los varios Michael Jackson y Shakira que se hacen frente al teatro Jorge Eliécer Gaitán después de las 6:00 p.m. y por horas hacen temblar toda la cuadra.
Bogotá nunca fue modelo de cultura ciudadana, pero, como habitante de esta aldea disfuncional, no dejo de asombrarme a diario por la ineficiencia de las autoridades que deberían permitirnos tener mejor calidad de vida. No creo que exigirles a los que se ganan la vida como pueden en la calle que respeten el derecho a la tranquilidad de los que teletrabajamos y que los fines de semana queremos descansar sin ser taladrados durante horas por cuñas inmutables y música aturdidora, sea atentar contra su derecho al trabajo (y habría que discutir sobre los criterios de la DIAN para afirmar que pararse a vender lo que sea en una esquina de la ciudad cuente como empleo).
El Código de Policía prohibe el perifoneo por razones comerciales y la producción de ruido que altere la tranquilidad de los demás, como transformar esa esquina en un rumbeadero que se escucha dos cuadras a la redonda.
Según las autoridades distritales, se trata de un problema de orden público y la que debería hacer respetar la ley es la Policía. Pero las autoridades policiales contestan que los que producen ruido son “reincidentes y que lamentablemente la labor de la Policía llega hasta un punto” (sic). También dicen que si les ponen comparendos, no los pagan. Así las cosas, una de las supuestamente mejores policías del mundo le está diciendo a la ciudadanía que lo de evitar el perifoneo y la música en un sector residencial le queda grande.
Después mandan a militarizar la ciudad. Quizás si cada quien hiciera su trabajo, en lugar de pasarse la pelota, la ciudad sería simplemente más vivible y respetuosa. Que es competencia de la Policía, dicen las autoridades distritales; que los que producen ruido son “reincidentes” y pusimos eso en conocimiento de la Alcaldía local, responde la Policía; que como los vendedores se mueven de un lugar a otro—falso, porque la mayoría se parquea en el mismo lugar durante horas y día tras día—, no podemos medir la contaminación auditiva que producen y, por lo tanto, no nos compete, dice la Secretaría de Ambiente.
Y a ese aturdimiento diario se suma el nocturno, producido por un par de bares, una tienda de perros calientes y un restaurante que por la noche se transforman en rumbeaderos. Todo eso al lado de edificios donde viven familias a las cuales, vista tanta ineficiencia de las autoridades, no les queda de otra que mudarse. Porque al final, en este país te obligan a eso: irte, dejar de reclamar y de exigir que las leyes se hagan respetar, y callar, porque quejarse no sirve y a veces resulta peligroso. Un desgaste inútil que rebota en la pared de caucho de instituciones donde la mediocridad es la norma.
De nada sirven las declaraciones de amor a una supuesta Bogotá “cuidadora” de la alcaldesa, cuando muchos de los que habitamos vivimos aturdidos por el abuso de los que quieren imponer su ley, y la indiferencia de instituciones y funcionarios encargados del bienestar público. Bogotá es una ciudad cada día más hostil, agresiva e irrespetuosa con los demás.
Es normal emitir ruido todo el día mientras se trabaja en la calle. Normal pasear con un buffer colgando del cuello que escupe música a todo volumen. Normal subirse a un Transmilenio y mirar videos o escuchar música en el celular sin audífonos, porque los demás no importan, que aguanten. Normal entrar a una farmacia, un centro médico o un restaurante y ser bombardeado por noticieros o programas televisivos de una idiotez desmesurada. Que el pueblo coma, pero callado. Y mejor que esté aturdido, que no lea, que no argumente. Que no tenga silencio para pensar.
*Viviana Peretti es una fotoperiodista italiana radicada en Bogotá.