Bogotá, una ciudad con origen acuático y una historia de escasez
A pesar de estar rodeados por abundantes caminos de agua, la historia de Bogotá muestra que tuvieron que pasar más de 100 años para asegurar agua al 99 % de la población. El Espectador lo acompaña por este viaje.
Juan Camilo Parra
La formación de lo que hoy es la Sabana, donde se edificó Bogotá, tiene su origen en el agua. La ciudad está rodeada por cuatro páramos (regiones montañosas de 2.900 a 5.000 metros de altura), que funcionan como fábricas del recurso vital. Allí nacen los ríos que fluyen a lo largo del territorio y de donde se obtiene el líquido que consumen cerca de ocho millones de capitalinos y dos millones de habitantes de la región.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
La formación de lo que hoy es la Sabana, donde se edificó Bogotá, tiene su origen en el agua. La ciudad está rodeada por cuatro páramos (regiones montañosas de 2.900 a 5.000 metros de altura), que funcionan como fábricas del recurso vital. Allí nacen los ríos que fluyen a lo largo del territorio y de donde se obtiene el líquido que consumen cerca de ocho millones de capitalinos y dos millones de habitantes de la región.
Pero esto no es azar. La ciudad es la capital del país con la mayor cantidad de lluvias en el continente (seguido por Guyana y Surinam); es el segundo, después de Brasil, con la mayor cantidad de agua renovable, y el que concentra 49% de los páramos del mundo, entre ellos, Sumapaz, el más grande del planeta con 330.000 hectáreas, y Chingaza, con 16.000 ha. Estos páramos bordean por sur y norte a Bogotá.
No obstante, la historia y la naturaleza siempre nos recuerdan que, pese a estar rodeados por tanta riqueza y abundantes ríos, el recurso es limitado. Lo que vivimos con el racionamiento en Bogotá es espejo de lo que años atrás viene siendo una relación contradictoria con el agu, una historia que sin duda, nos lleva a redefinir las prioridades alrededor del agua.
Bachué: los caminos del agua
Los muiscas, primeros pobladores de la sabana cundiboyacense, bautizaron los ríos que surten a la sabana de Bogotá y Cundinamarca. En su concepción, las lagunas eran templos, el agua tenía vida por sí misma y era sinónimo de equilibrio natural. Bachué entra en la historia como la diosa del preciado líquido. Con su mito, explicaron el origen del Salto del Tequendama y los puntos de partida de los afluentes, que bajan por los cerros, recorren la ciudad y desembocan en el gran río Bogotá, para emprender un su viaje en busca del mar.
La ciudad nació entre los ríos San Agustín y Vicachá, que para los indígenas significaba “resplandor de la noche”. Luego, en la colonia, a este último lo bautizaron San Francisco. Desde entonces, la ciudad creció alrededor del agua. Por el sur, bordeada por el río Fucha y el río Tunjuelo, y al norte, por el hilo del río Salitre. El río Tunjuelo se denomina así por el diminutivo de Tunjo, figuras votivas de los Muiscas, hechas en oro y que ofrendaban en las lagunas sagradas. Al recorrerlos se pueden encontrar quebradas y humedales, rodeados de fragmentos de bosques, que a pesar de estar transformados por la invasión de la ciudad, aún persisten como espacios de vida.
La historia
Fabio Zambrano Pantoja, director del Instituto de Estudios Urbanos de la U. Nacional, explica que hasta el siglo XVI, la ciudad tuvo abasto de agua natural, pero todo empezó a cambiar en el siglo XVIII, cuando nació la necesidad de aumentar el acceso ya que en Bogotá el agua nunca ha sido suficiente para sus habitantes. En 1807 la ciudad tenía seis pilas y 24 “chorros”, para abastecer a 22.804 personas.
La administración del recurso pasó por varios procesos de concesión a privados, que prometieron construir acueductos que nunca hicieron. La población crecía y solo hasta 1871, con 63.032 habitantes, se inició la construcción de los primeros tramos de alcantarillado subterráneo. Para finales del siglo XIX, la ciudad abastecía directamente al 15 % de la población, con 2.800 “plumas” particulares y 38 en Chapinero.
El 2 de julio de 1888 entró en servicio el primer tramo de tubería de hierro en el centro de Bogotá, iniciando un largo camino, que hoy cuenta con 7.000 km de tubería, los cuales, si los extendiéramos en un tramo recto, se podría llevar agua desde la capital hasta Marruecos, Portugal o Malí. Para llegar a este punto, la ciudad tuvo que superar innumerables retos, por garantizar, no solo el suministro, sino la calidad del líquido vital.
A inicios del siglo XX, la población bogotana sufrió epidemias de tifus y otras enfermedades a causa de la calidad del agua. Para 1907, un análisis de calidad demuestra que era impotable, por su alta contaminación con materia orgánica y patógenos. Para 1912, estas enfermedades llegaron a causar el 16% de las muertes de los habitantes, lo que promovió el desarrollo de una visión del agua, como un recurso que se debe cuidar y tratar.
De esta manera, los avances de la ciencia llevaron a que, en 1920 la ciudad empezara a usar cloro para contrarrestar la deficiente higiene que, hasta entonces, había definido la relación de los capitalinos con el recurso. Incluso, cuenta, Zambrano, que “el Acueducto tuvo que enviar personal, casa a casa, para hacer pedagogía sobre el cloro y demostrar que gracias a esto el agua se podía beber. Muchos se negaban a hacerlo, pues creían en el mito de que el químico causaba impotencia”.
Pronto la ciudad avanzó en comprar las hoyas de los ríos San Cristóbal, San Francisco, San Agustín, Arzobispo y de las quebradas Las Delicias y La Vieja, desalojando a casi 4.000 personas. Fue un número alto, si se tiene en cuenta que para 1920 la ciudad tenía 179.514 habitantes. Entre tanto, las cuencas se entregaron para su cuidado y administración a la empresa de Acueducto y se congeló el uso del suelo, dedicándolas a la producción y regulación del agua.
No obstante, las sequías amenazaron el abastecimiento. Incluso, en 1922 se produjo una fuerte escasez, en un momento en el que el Acueducto tenía una cobertura del 25 % de los habitantes. La población crecía rápidamente y provocó nuevos asentamientos en zonas limítrofes de la capital. Con el paso de los años, las sequías y los racionamientos se repitieron.
Nacen los embalses
El siglo XX será un periodo decisivo en la historia del agua en la ciudad. Se entendió que, pese a la ubicación estratégica, garantizar el recurso era una tarea titánica, pues el agua de los cerros no supliría la creciente demanda. Se buscaron fuentes a lo largo del territorio, para embalsarlas y crear nuevos caminos. Fabio Zambrano detalla cuatro momentos clave para llegar al actual sistema: la construcción de una impresionante obra de ingeniería para la época, como la represa La Regadera, en Usme; la planta de Vitelma; el acueducto de Tibitoc, y finalmente, el embalse de Chingaza.
“La construcción en 1938 de la represa de la Regadera fue un hito, porque llegó con la planta de tratamiento de Vitelma. En cierta medida, lo que vivimos hoy con el racionamiento era frecuente antes. Esta obra suple agua, fundamentalmente, para los barrios de Chapinero y el norte. Los que estaban de San Cristóbal hacia el sur, no tenían acceso. Ellos tuvieron que romper el tubo madre para conectarse. Fue un tema de precariedad en la cobertura en Bogotá, tanto que en los 80 hubo una guerra por las mangueras. La gente hacía conexiones fraudulentas y las pasaban por encima de las casas”, cuenta el experto.
Pese a la nueva represa de la Regadera, su capacidad resultó insuficiente y en el verano de 1940 fue necesario recurrir al viejo acueducto del río San Francisco, para completar las demanda, pero su caudal se distribuía sin tratar. En los siguientes años la capital enfrentó fuertes periodos secos. A mediados de 1945 aparece en el relato el ingeniero Francisco Wiesner Rozo, quien entregó al Acueducto de Bogotá un plano de los recursos hídricos y señaló las zonas que debería adquirir para garantizar el abastecimiento.
Con este panorama, en 1947 se apresuró el aumento de la capacidad de embalse del río Tunjuelo. También se construyó una presa en el sitio de El Hato, que denominaron Chisacá. Dos años después, el desabastecimiento generó preocupación y en 1948 se iniciaron las obras de las represas del Neusa y del Sisga. Pero no sería suficiente, la población crecía a cántaros: en 1959 ya era de 1.294.515 habitantes y se complicaba la tarea de garantizar el suministro a futuro.
Wiesner en 1961 alertó que era urgente “procurar aportar a la sabana aguas de otras vertientes como los macizos de Chingaza y Sumapaz”. La constante de la historia era buscar nuevos caminos del agua. Sin embargo, expertos como Zambrano preguntan, “¿cuál es la verdadera capacidad de albergar población en la sabana?”. Anota que en 1958 entró a operar el acueducto de Tibitoc. “La expansión y el crecimiento del norte obligaron a estructurar este acueducto. Sin Tibitoc, no habría Usaquén ni Ceritos”, dice.
El Acueducto reseña que, a 40 km de Bogotá, en el municipio de Tocancipá, se realiza la captación de aguas del río Bogotá para ser tratada en Tibitoc, que tenía una capacidad inicial de 3 m³/s. En 1966, mediante la instalación de unidades adicionales de bombeo de agua cruda, se incrementó la capacidad a 4,6 m³/s. En 1973 se terminó la ampliación de la capacidad nominal de la planta a 12 m³/s.
Las exploraciones y estudios realizados en la zona de Chingaza, a más de 70 km de la ciudad, arrojaron la existencia de un sitio para una presa sobre el río Chuza que permitiría embalsar 150 millones de m³ de agua. Esto hizo que incrementara el flujo regulado hasta 20 m³/s, con lo cual el abastecimiento para Bogotá quedó asegurado hasta el año 2020, o eso fue lo que se creyó.
El proyecto Chingaza se terminó a finales de 1985. Fallas en este sistema, que suple el 70 % de agua de toda la capital, provocarían graves periodos de escasez, que llevaron incluso a un fuerte racionamiento en 1992, cuando la ciudad ya había superado los cinco millones de habitantes, de los cuales, el 88 % tenía el servicio asegurado. Con este antecedente, se inició un embalse de reserva en La Calera: el embalse San Rafael, inaugurado en 1996. El embalse rodea la planta de tratamiento de aguas Wiesner que empezó a funcionar en 1972.
Solo hasta 2010 Bogotá pudo garantizar agua a 99 % de la población, un logro que tardó más de cien años en estructurarse. Al año siguiente el Consejo de Estado otorgó la concesión de agua a la EAAB para el agregado norte compuesto por el río Bogotá y los embalses de Tominé, Sisga y Neusa. En 2014 se utilizó nuevamente la planta de potabilización de Vitelma que había sido cerrada años atrás. Se hizo con el fin de suministrar de agua a la ciudad en caso de emergencia. Ese mismo año, el Consejo de Estado ordenó la descontaminación del río Bogotá, proceso que sigue andando con retrasos, desde hace varios años.
Hoy día, los sistemas de abastecimiento son Chingaza, Agregado Norte y Sumapaz. El sistema Chingaza aporta 14,4 m³/s, el 61% de todo el sistema. Recibe aguas del río Guatiquía, Chuza, la quebrada Leticia, quebradas del río Blanco y el río Teusacá. El Agregado Norte aporta 8 m³ /s, el 36% de las fuentes de agua concesionadas, que corresponde al río Bogotá y que es tratada en Tibitoc. Finalmente, el sistema Sumapaz tiene una concesión de aproximadamente 0,5 m³ /s el 3% de todo el sistema. El sistema Sumapaz se abastece de las aguas de la cuenca alta del río Tunjuelo (ríos Curubital y Chisacá).
* Con datos del libro “Nuestra Agua, ¿de dónde viene y para dónde va?” Que presenta las investigaciones realizadas y su importancia para que la gestión del agua se utilice como un poderoso instrumento para generar territorios sostenibles.
Para conocer más noticias de la capital y Cundinamarca, visite la sección Bogotá de El Espectador.