Buscando alternativas: Bogotá se dirige a una Navidad sin agua y un 2025 incierto
Con el regreso del racionamiento diario y la posibilidad elevada de restricciones aún peores, Bogotá comienza a hacer cálculos, mirar a sus alrededores y sobre todo al cielo para planificar cómo enfrentar un fin de año seco y la incertidumbre del abastecimiento en 2025.
Miguel Ángel Vivas Tróchez
No hubo pronóstico humano capaz de predecir la díscola tendencia climática en este 2024. Al principio, el fenómeno de El Niño se extendió e, incluso, fue más intenso de lo esperado. Incendios forestales, sequías, racionamientos de agua y embalses a punto de convertirse en desiertos fueron las características del caluroso inicio de año. Meses después, a partir de julio, Bogotá se quedó viendo fijamente al cielo, esperando una torrencial temporada de lluvias para resolver sus percances de abastecimiento. Y más sin embargo, al cabo del primer mes no hubo precipitaciones.
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No hubo pronóstico humano capaz de predecir la díscola tendencia climática en este 2024. Al principio, el fenómeno de El Niño se extendió e, incluso, fue más intenso de lo esperado. Incendios forestales, sequías, racionamientos de agua y embalses a punto de convertirse en desiertos fueron las características del caluroso inicio de año. Meses después, a partir de julio, Bogotá se quedó viendo fijamente al cielo, esperando una torrencial temporada de lluvias para resolver sus percances de abastecimiento. Y más sin embargo, al cabo del primer mes no hubo precipitaciones.
Para más información sobre el agua, lea nuestro especial: Escasez de agua en Bogotá ¿cómo llegamosa este punto?.
Al segundo, salvo por algunos tenues chaparrones en zonas alejadas de los embalses, el cielo continuaba resistiéndose a eyectar maná líquido para una sedienta y urgida urbe. Finalmente, septiembre resultó siendo el mes en donde se desecaron todas las expectativas. Los órganos encargados del seguimiento meteorológico advirtieron cambios climáticos en el patrón y confirmaron que el fenómeno de La Niña no se presentaría con toda su intensidad en la región hasta los primeros meses de 2025.
El aviso fue un golpe duro, pero sobre todo de realidad, para unos entusiastas tomadores de decisiones en Bogotá, quienes, confiados en una Niña fuerte desde julio, relajaron las medidas del racionamiento, mientras veían el cielo cada vez más despejado y los farallones de los embalses cada vez más al descubierto por cuenta del descenso dramático de sus niveles. No menos confiados fueron los ciudadanos, por lo cual los grifos de todas las casas comenzaron a trabajar y liberar agua para el consumo humano, incluso por encima de las épocas previas al racionamiento.
Aquella meta de consumo de 15 m³ por segundo pasó a ser una ficción del pasado y el consumo de los hogares se elevó a un nada sostenible consumo de 17 m³ por segundo, en promedio. La unión de ambos factores, el humano y el climático, desencadenó un nuevo escenario, al filo de lo dramático, en el cual los bogotanos ya no le deben apuntar a llenar los embalses al 70 % para eliminar la palabra “racionamiento” de su léxico diario. Ahora la meta es no desperdiciar la poquita agua que nos queda, so pena de entrar a un ciclo de restricciones todavía más álgidas.
Lo cierto es que, salvo por algún milagro, los bogotanos tendremos que convivir con la idea de pasar un fin de año bajo el umbral incómodo del racionamiento y acostumbrarnos a la idea de que las tuberías de nuestras casas quedarán secas por mucho más tiempo de lo que al principio se esperaba. Mientras tanto, el Acueducto y la Alcaldía continúan evaluando opciones y escarbando en el archivo de propuestas para corregir el problema. Por supuesto, por encima de todas las ideas, se encuentra el factor de las lluvias.
2025 debe ser el año que rompa la tendencia de precipitaciones por debajo del promedio anual que atraviesa la ciudad, ya que este 2024 puede disputar el puesto del año más seco de nuestra historia. Durante los nueve meses del presente año se completó un ciclo que comenzó en 2023, cuando el caudal de lluvias empezó a registrar niveles por debajo de los promedios históricos y óptimos para que el sistema de abastecimiento de agua funcione con normalidad. Ahora, con el panorama actual, los técnicos y hasta la ciudadanía deben trabajar en los siguientes escenarios para acoplarlos a planes tangibles y útiles que atenúen una realidad que, aun con todas las fórmulas del mundo a la mano, es difícil revertir: el cambio climático.
Plantas de tratamiento, a su máxima capacidad
Sin rastro de nubes alrededor y con un azul que contrasta con el cada vez más pálido espejo de agua de los embalses de San Rafael y Chuza, el cielo sobre la planta de tratamiento Wiesner es la mejor postal para resumir lo yermo que está resultando 2024 en cuestión de lluvias. Este complejo, diseñado para potabilizar cantidades industriales de agua, está en un proceso de ampliación de sus instalaciones para doblar su capacidad. La planta de Wiesner trata cerca de 14 m³ por segundo y se espera, una vez terminen las obras, tener capacidad de potabilizar hasta 21 m³ por segundo.
Allende lo accidentado y los sobrecostos de ese contrato —que en un principio debió finalizar en 2019, pero que se extenderá hasta mediados del año entrante—, sobre las nuevas posibilidades de esta planta de tratamiento, reposa un gran porcentaje de las esperanzas para enfrentar la crisis del agua. Aunque la planta ha disminuido su porcentaje de trabajo, para bajar la presión sobre los embalses de Chuza y San Rafael (cuyas aguas son tratadas en Wiesner), las futuras mejoras de Wiesner permitirían al personal que labora en esta planta tratar aguas mucho más complejas, como las de los ríos Teusacá y Blanco.
Ambas fuentes de agua son en extremo diferentes a las de los embalses del sistema Chingaza. En primer lugar, por su grado de pureza. Técnicos que trabajan en la planta le explicaron a El Espectador que el nivel de turbidez de las aguas de Chuza suele ser muy inferior y no supera el 5 % del índice de riesgo de la calidad del agua para el consumo humano (IRCA). Sin embargo, el agua de estos ríos puede tener hasta un 30 % de turbiedad, pero podría ser tratada y purificada sin problema, gracias a la nueva capacidad de la planta.
Asimismo, una de las bondades de Wiesner respecto a su par de Tibitoc (que también está siendo ampliada) es la relación costo-beneficio de tratar el agua. Principalmente, porque los procesos de limpieza de Wiesner tienen tres coagulantes —agentes químicos que potabilizan el agua—, a diferencia de otras plantas, lo cual permite obtener una mayor calidad del recurso. Además, gracias a su inherente funcionamiento estructural, Wiesner no requiere un consumo energético excesivo para bombear el agua de los embalses, por lo cual resulta mucho más barato tratar el agua en sus instalaciones. “En Tibitoc necesitamos motobombas con alta presión para subir el agua; aquí la gravedad nos hace todo el trabajo”, le explica uno de los ingenieros de la planta a este diario.
Los obstáculos a superar
Kilómetros más al norte, en pleno corazón de la sabana, está otro de los bastiones para el tratamiento de agua en la ciudad. La planta de Tibitoc, con una capacidad de 8 m³ por segundo, es la encargada de purificar cada molécula del recurso que llega desde el río Bogotá. Su centro de máquinas, filtros y personal trabaja a doble marcha para limpiar cada extracto de líquido posible. Desde que el Acueducto hizo variaciones operativas para extraer menos agua del sistema Chingaza, la planta está intentando llenar ese vacío de abastecimiento.
Por el momento va bien, ya que al principio del racionamiento Bogotá dependía en un 70 % del agua de los embalses de Chuza y San Rafael, que conforman el sistema Chingaza. Ahora, gracias al esfuerzo de Tibitoc, la proporcionalidad de dicha fuente se ubica en algo más del 50 %. El 20 % restante se ha logrado equilibrar gracias al tratamiento eficaz de las aguas del río Bogotá, lo cual produjo el cambio en la coloración del recurso, que algunos ciudadanos notaron en sus casas desde finales de abril. Sin embargo, la pureza de este porcentaje de agua sigue siendo apta para el consumo humano conforme a los estándares de la empresa de Acueducto de Bogotá. Empero lo recursiva y hasta exponencialmente exitosa de la solución, la planta de Tibitoc podría tener dificultades de índole normativa para desplegar su potencial.
Tibitoc atraviesa un proceso de mejoramiento y ampliación que le entregaría la capacidad de llegar a tratar 10 m³ por segundo, dos metros cúbicos más que su capacidad actual. Sin embargo, a pesar de que dicha promesa se pueda cumplir, el Acueducto necesita un permiso de la CAR, como autoridad ambiental, para captar ese caudal de agua adicional, pues la actual concesión es clara en fijar el límite en 8 m³ por segundo. Mientras la autoridad ambiental no dé este beneplácito, la planta quedará sin posibilidad de reducirle más presión al sistema Chingaza.
Ante este dilema, el alcalde Carlos Fernando Galán le hizo un llamado público al Gobierno Nacional para que le ayudara a desbloquear dicho permiso con el consejo directivo de la entidad. No obstante, en numerosas oportunidades, la CAR ha advertido que si aumentan la concesión, incluso un metro cúbico por segundo, algunos municipios de Cundinamarca que también dependen del río se quedarían sin agua.
Y mucho más al norte, en los embalses de Tominé y Sisga, hay 400 millones de metros cúbicos de agua que están almacenados y podrían, al ser tratados en Tibitoc, atenuar la crisis de abastecimiento. El obstáculo, al igual que con los dos metros cúbicos por segundo adicionales del río Bogotá, reside en la autorización de la CAR para aprovechar estas aguas.
Chingaza II
Los ingenieros de la planta Wiesner, e incluso la Personería Distrital, que audita todos los aspectos relacionados con el agua y su distribución, aún se preguntan sobre el proyecto de Chingaza II. Las licencias ambientales que se requerían para la construcción de este proyecto no se tramitaron ante la CAR por orden directa de Diego Bravo, gerente de la empresa de Acueducto de Bogotá en 2012. En el marco de este prospecto estaba la iniciativa de Chuza Norte, que tenía todas las posibilidades para hacerse realidad: tenía estudios de ingeniería, detalle y un presupuesto de construcción asignado, por USD$15 millones de la época. Su construcción duraría nueve años y su objetivo era la desviación de varias corrientes del río Guavio para la extensión de la red de embalses.
Tras su finalización, Chuza Norte tendría la capacidad de suministrar 3,9 m³ por segundo de caudal confiable, lo cual, si bien no es mucho para una ciudad como Bogotá, cumpliría con mantener las reservas de la ciudad por encima de la cantidad de líquido vital que se demanda día a día. De hecho, según advirtió la Personería, el Distrito alcanzó a adquirir un buen porcentaje de predios para hacer realidad la ampliación de estos embalses, pero, a pesar de esto, nada prosperó.
Desde los años 90, ambientalistas y pobladores del río se han opuesto a que este sea desviado para materializar Chingaza II. Aseguran que la ampliación del embalse afectaría la seguridad hídrica de los municipios aledaños y que los tubos subterráneos (con los cuales la ciudad trae el agua desde el embalse) generarían un impacto sobre el ecosistema del parque Chingaza. Dicha premisa la comparten, irónicamente, dos contradictores políticos: el presidente Gustavo Petro (alcalde de Bogotá cuando se descartó el proyecto) y Carlos Fernando Galán, actual alcalde de la ciudad. Para el primer mandatario, “solo generaría sequía en la Orinoquía y alza del precio de los alimentos en Bogotá. Dado que el problema tiene raíz en la crisis climática y la deforestación de la Amazonia”. Galán, por su parte, no solo confirmó lo expuesto por Petro, sino que arguyó otro tipo de impedimentos de índole legal. Por ahora, Chingaza II se descartó como opción. De tal modo que mientras esa discusión no prospere, y al existir zonas de interés para el proyecto en territorio de reserva oriental, parece poco probable que una iniciativa semejante prospere, tan siquiera, en el mediano plazo.
Llega el mediodía y los monitores de la planta Wiesner comienzan a titilar. A esta hora comienza la mayor franja de consumo de los hogares bogotanos. Algunos almuerzan, otros aprovechan para lavar los trastes y otros para servirse un refrescante vaso de agua que aminore la sed producida por el calor de estos días. Cada valor que cambia en el monitor se traduce en milímetros de embalse que descienden y estos, a su vez, fungen como una especie de cuenta regresiva para el temido día cero, cuando el agua se haga tan escasa, que la Alcaldía deba endurecer el racionamiento.
Mientras camina y ve el agua lentamente desaparecer por los ductos que la conducen a la ciudad, uno de los ingenieros revela un optimismo que no termina por escapar a la zozobra. “Sí, creo que el otro año lloverá y es probable es que con las medidas tengamos agua para 2025. Lo que me preocupa es que no llueva el próximo agosto y ahí si no sabríamos qué hacer”, puntualiza, mientras se rasca la cabeza, que deja al descubierto al quitarse el casco.
Sus preocupaciones resultan más válidas que nunca. En tiempos de calentamiento global, ningún pronóstico es certero, y la única veracidad en el horizonte es la del cambio drástico en el actual estilo de vida humano, como consecuencia de los estragos que provocó. Aferrados a la esperanza del ingeniero, solo queda decirles o, más bien, clamarles a las lluvias: el próximo agosto nos vemos.
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