Casa Bosconia: un refugio sin fronteras para niños vulnerables en Santa Fe
Allí atienden niños colombianos y venezolanos, quienes pueden alimentarse, estudiar y aprender a tocar música, lejos de las amenazas de las redes de trata y de la drogadicción, que acosan a este barrio marginal en el corazón de Bogotá. Hoy buscan ayuda para seguir.
Diego Legrand
Para los niños del barrio Santa Fe, la Casa Bosconia es un oasis de colores y risas, que resuenan detrás de altas paredes bordeadas de alambres de púas, en el corazón de un barrio marginal, repleto de basura, llantas quemadas y cambuches, al lado de las vías del tren. Allí, 180 niños, entre los 5 y 16 años, reciben dos comidas gratuitas diarias, ayuda para estudiar, aprenden a tocar un instrumento o las bases de una formación técnica en pastelería, barbería o belleza, para los más grandes, así como asesoría psicológica y de salud.
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Para los niños del barrio Santa Fe, la Casa Bosconia es un oasis de colores y risas, que resuenan detrás de altas paredes bordeadas de alambres de púas, en el corazón de un barrio marginal, repleto de basura, llantas quemadas y cambuches, al lado de las vías del tren. Allí, 180 niños, entre los 5 y 16 años, reciben dos comidas gratuitas diarias, ayuda para estudiar, aprenden a tocar un instrumento o las bases de una formación técnica en pastelería, barbería o belleza, para los más grandes, así como asesoría psicológica y de salud.
“Como dice mi mamá: afuera es más peligroso y es mejor estar encerrado en mi casa o en un lugar que esté tranquilo”, explica Carlos, muy consciente a sus 13 años de los peligros que acechan en la calle, en esta localidad de Los Mártires, la cual, en 2022 registró la mayor tasa de homicidios de la ciudad (58,9 por 100.000 habitantes), según la Fundación ProBogotá.
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Como la mayoría de los niños que allí atienden, Carlos es parte de la ola de migrantes venezolanos que llegaron a Colombia en la última década, para huir de la crisis económica en su país. Titirita de frío en el patio de la sede, cuando se le obliga a quedarse parado para una entrevista. “Si, tengo un poquito (de ropa), porque la mayoría se me quedó en Venezuela”, admite con una sonrisa pícara, de la que sobresale un diente parado y orgulloso frente a los otros.
A su lado otros pequeñines, colombianos y venezolanos, tiran de una caja negra desvencijada, atada con una cuerda, como si fuera un tren, en el que se suben dos, mientras otros tres la jalan. Cuando el padre Javier de Nicoló, hace 51 años, creó la Fundación Servicio Juvenil, dueña de Casa Bosconia, era el pendiente privado de Idipron, el instituto distrital que atiende a los niños vulnerables de Colombia, muchas veces en situación de calle.
Con los años llegó a proveer ayuda a casi 1.000 menores de edad, al tiempo en más de 20 sedes, según la propia entidad. Pero desde 2016, cuando falleció el padre, la organización salesiana está en problemas. A pesar de su buena voluntad, sus sucesores perdieron el rastro de muchos donantes que estaban en contacto directo con el padre, sobre todo los internacionales. La organización ha ido vendiendo una a una sus propiedades, para seguir atendiendo a estos niños doblemente vulnerables: por ser menores de edad y por ser migrantes venezolanos, con una débil atención en salud, escasos recursos y menos autoridades a las que recurrir.
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“Nos vemos en la necesidad de pedirle a la divina providencia y a todas las personas de buen corazón que se sientan identificados y quieran compartir un poco de su generosidad con estas poblaciones tan vulnerables, que de verdad nos ayuden, para que podamos seguir trabajando”, pide Carolina Molano, coordinadora misional de la fundación, enfundada en una chaqueta roja.
En mi casa “no alcanza (el dinero para comprar ropa de sobra). Agarramos todo para la comida y el arriendo, la comida y el arriendo”, cuenta con resignación Carlos, que sueña con ser un gran pianista y se avergüenza de haber fallado una nota en el recital que dio para la fundación.
Niños migrantes
En un principio, la Fundación Servicio Juvenil, atendía sobre todo a niños de la calle en Colombia, cuando este era un país de emigración, de gente que huía de la guerra y la pobreza que asolaban el campo. Pero todo cambió con la llegada de la Constitución de 1991 y su énfasis en el cuidado de la niñez, aseguran los educadores. Entonces se comenzó a castigar más severamente a los padres que abandonaban a sus hijos en la calle y la misionalidad también cambió: en lugar de recorrer las calles, decidieron visitar las casas para atender de primera mano a los niños encerrados.
Así fue que se encontraron con el fenómeno de la ola migrante. De los más de 1,8 millones de venezolanos presentes en Colombia al cierre de 2021, 446.477 eran niños, niñas y adolescentes, según Migración Colombia. Y aunque bajo el gobierno de Iván Duque (2018-2022) comenzó una regularización masiva, muchos aún carecen de papeles y casi 50% viven bajo el umbral de pobreza, de acuerdo con el proyecto Migración Venezuela, sin contar la discriminación que resienten en un país en desarrollo que, durante mucho tiempo, también sufrió de una mala reputación en el exterior.
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Buena parte de estos niños, que tuvieron que truncar su escolaridad para adaptarse a un nuevo entorno, a nuevos compañeros y nuevos programas académicos, arrastrados lejos de su casa, acabaron con sus padres en el barrio de Santa Fe, históricamente conocido por ser un barrio de prostitución y habitantes de calle, en el corazón de Bogotá.
“Encontramos que los chicos migrantes realmente no estaban siendo atendidos por nadie”, cuenta Carolina Molano. “Entonces se la pasaban en los parques, (…) en total riesgo o encerrados en los pagadiarios, que son espacios donde las familias pagan por una pieza, que se entrega en condiciones muy precarias y en donde pueden vivir hasta 7, 8 o incluso 10 personas o más”.
Hablando con sus padres, recicladores, panaderos (como la mamá de Carlos) o albañiles (como su padrastro), los educadores de la fundación los convencen de dejarlos ir media jornada al refugio de Casa Bosconia, para evitar la deserción escolar y los peligros de la calle. Los viernes, salen además de “campamento” a las otras sedes de la fundación, dentro y fuera de Bogotá, lo que representa una verdadera aventura para niños acostumbrados a estar encerrados entre cuatro paredes.
Particularmente cariñosos, los niños abrazan prácticamente a cualquiera que entre en la fundación. Pero todo este personal, con administrativos, psicólogos y enfermeros entre otros, tiene un alto costo: alrededor de 1,2 millones de pesos mensuales por niños o niña atendido.
Un paso hacia la integración
Aunque los niños migrantes son mayoría en Casa Bosconia, no es el caso de todas las sedes de la fundación, que también existen en Buenaventura y Tumaco, entre otros lados. E incluso en Santa Fe, alrededor de 40% son niños locales, sin contar todas las generaciones anteriores que se beneficiaron de esta atención.
Un taxista que acerca a los visitantes a la sede de la fundación recuerda la ayuda que le ofrecieron. “De mis amigos de infancia yo fui de los únicos que no acabó muerto o en las drogas, porque ellos me ayudaron con las tareas y yo acabé el bachillerato”, rememora con agradecimiento.
Otra de las apuestas, que espera mantenerse y hasta crecer con las donaciones, por pequeñas que sean, es fomentar la integración de los niños migrantes y colombianos. En el patio central de Casa Bosconia, que consta de 3 pisos, con salas de juegos y suelos tapizados para los más pequeños, así como murales coloridos, unas 15 niñas formadas en tres filas bailan al son de la canción “Colombia tierra querida”, levantando los bordes de sus largas faldas con las manos en el aire, en homenaje al país que los vio nacer, o que los recibe ahora.
También está Jhon, el único niño que las acompaña, meneando las caderas sin preocuparse por las miradas de los demás, lleno de autoestima y de otro de los valores que enseña esta casa en peligro de extinción: la tolerancia. “A mí me gusta fundación porque puedo jugar fútbol, puedo tocar música, puedo hacer manillas, puedo estudiar, podemos bailar, podemos pasear a parques y podemos ayudar a los profesores con los más pequeñitos, dándole el ejemplo”, relata Yoswin Castillo, de 14 años, parado a un lado de Eloredada Valentina, de 10 años, muy parlanchina en tiempo normal pero intimidada por la cámara que los visita este día.
“Aquí fue donde conocí nuevos compañeros, nuevos profesores que me ayudaron a seguir adelante, a ayudar a mi mamá y ayudar a mis hermanos”, agrega con orgullo. Al menos mientras siga en pie la fundación que ayuda a estudiar a los niños vulnerables de Santa Fe.
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