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Son las 8:00 a.m. Solmaria y Alexánder salen con sus tres hijos de un pagadiario del centro de Bogotá, para iniciar otra jornada de rebusque. Mientras el más pequeño se sube a la parte trasera de una carreta, dos cosas ocupan los pensamientos de la madre: dónde pasarán la noche y la salud de sus hijos, que se ha visto perjudicada por el frío sabanero. Esta familia venezolana, sin permiso de trabajo, encontró en el reciclaje, oficio desagradecido y lleno de incertidumbre, una alternativa para subsistir en la ciudad.
Su realidad los obliga a trabajar todos los días y, en ocasiones, con jornadas que se alargan hasta las 10:00 de la noche. Aunque Solmaria dice sentirse feliz en Colombia, cada día viene acompañado de ansiedad. La noche en el hotel cuesta $30.000, lo que equivale a tener que conseguir mínimo 30 kilos de plástico reciclado y botellas. Los días que no lo logran deben trabajar más horas, dormir en la calle o depender de la amabilidad de extraños.
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Solmaría y su familia hace tres meses llegaron de Venezuela. Allá, dice, los productos básicos se pusieron muy caros y los niños, a menudo, pasaban noches sin cenar. “En una semana solo pude ganar $15 dólares, trabajando todos los días”. Hoy, con la reelección de Nicolás Maduro, no ve forma de regresar a su país. “Me siento triste, porque dijimos que, si perdía Maduro, nos devolvíamos [...] cuando dijeron que ganó, la mayoría de los venezolanos que estamos fuera de nuestro país, lo que hicimos fue llorar”.
Y como Solmaría hay miles de venezolanos viviendo del reciclaje en Bogotá. Jerri Douglas Figuerón es otro de ellos, quien lleva tres meses ejerciendo el oficio y espera quedarse otros años más. “Comparado con mi país, acá me siento tranquilo. No me tengo que esconder; no me falta nada, trabajo con mi carreta, tengo mi comida, pago mi arriendo, me compro mis cosas. Me ha ido bien”. Figuerón trabaja entre 10 y 12 horas diarias. En un buen día puede ganar hasta $80.000 y en uno regular, hasta $50.000.
Pero no es un oficio sencillo. Para Stibaliz Vanegas, responsable de servicios a los migrantes de la comunidad de Sant’Egidio, un reciclador se enfrenta a grandes riesgos, como exponerse a olores y a materiales peligrosos; a la inseguridad, y a la inclemencia el clima. “Se enfrentan a todo para recaudar dinero que cubra lo esencial: el alquiler y el costo de aparcar su carreta, apenas les queda para comer. Y si algún familiar se enferma, la decisión pasa a ser entre dormir bajo techo o comprar un medicamento”, agrega Vanegas.
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En 2018, el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible estimó que existen 21.200 recicladores en Bogotá y miles son venezolanos, que vinieron a Colombia huyendo de la crisis en su país. Para ellos las latas, las botellas, el plástico y el cartón que desechan los hogares capitalinos son un tesoro. A pesar de que la mayoría no son reconocidos por el Estado, su trabajo es vital para mantener limpias las calles de Bogotá.
Trabajadores sin derechos ni protecciones
El reciclaje en Bogotá sigue siendo un trabajo informal, sin protección ni beneficios laborales. Por eso, para muchos venezolanos sin permiso de trabajo es su forma de subsistir. Pero crea un dilema: ¿se beneficia la ciudad a costa de sus derechos? Si bien, las autoridades han buscado mejorar las condiciones de los recicladores, reconociéndoles la tarifa de aseo, no todos puedan acceder a ella. Para hacerlo, deben estar afiliados a alguna asociación de reciclaje y, lamentablemente, los migrantes indocumentados no se pueden afiliar y quedan a merced de mejor postor.
Según la abogada e investigadora Laura Yetzaira Orduz, la remuneración termina siendo precaria, sin seguridad social ni laboral. “Deberían establecer un permiso especial de residencia, para promover la formalización y un marco de protección en asuntos laborales”, dice Orduz, quien agrega que el trabajo de los recicladores no es una cuestión de mantener las calles limpias. Desempeñan un papel importante en la protección del medio ambiente. Por eso, cree que, al formalizar este trabajo, tanto para colombianos como para venezolanos, ayudaría a promover políticas ambientales.
“En Bogotá no tenemos la cultura de organizar adecuadamente los residuos. Sin embargo, tener la posibilidad de que varias cooperativas formalicen el trabajo de los recicladores, influiría en esas políticas que protegen el medio ambiente. Debería darse protección y reconocimiento, tanto social como en el marco de protección, porque, evidentemente si uno mira el impacto que tiene esa labor en la sociedad, debería tenerse mayor reconocimiento y mayores condiciones de protección,” Orduz dijo a El Espectador.
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Este mismo clamor lo han hecho los miembros del gremio, que en mayo pasado protestaron frente a la Superintendencia de Servicios Públicos, exigiendo mejores condiciones, para ejercer su labor de manera más digna, con más seguridad, pagos más justos y acordes con la labor que realizan. Pero no todos pueden alzar la voz.
La Comunidad de Sant’Egidio
Conscientes de las necesidades de los recicladores migrantes y la precariedad de su oficio, algunas organizaciones han buscado darles la mano. Una de ellas, la comunidad Sant’Egidio, que cada martes cocina y reparte platos en las calles del barrio de la Soledad a quien lo pueda necesitar. Esta comunidad, que nació en 1968 en Roma, hoy está en 70 países. En Bogotá, tiene sede en el barrio La Soledad, donde también abre sus puertas los sábados, permitiendo a las personas ducharse, comer e incluso recibir ayuda con sus solicitudes de visa.
En la noche del martes, al Parkway llegó Solmaría, Alexánder y sus tres hijos. Stibaliz Vanegas, responsable de servicios a los migrantes de la Comunidad, al verlos tosiendo, estornudando y temblando de frío, pide que les lleven chaquetas y capas calientes. “Por el cambio de ciudad y llegar a este frío intenso, la mayoría de los niños y niñas venezolanos sufren de enfermedades respiratorias. Tener una cita médica o acceder a un trabajo digno es complicado, porque no tienen documentos, lo que los convierte en ciudadanos invisibles. La mayoría de los colombianos que atiende la comunidad son analfabetas y el 60% son migrantes venezolanos”, agrega Vanegas.
Con un sentido de gratitud, Solmaria se refiere a la comunidad: “Nos ayudan bastante, nos dan comida cruda, nos dan para pagar las riendas, nos ayudan en varias cosas. Dan ropa para los niños, ropa para mi pareja, para mí”. Luego de recibir comida y abrigo, termina una jornada más para la familia de Solmaría, que temprano, al día siguiente, tendrá que embarcarse en su carreta para emprender una nueva jornada cargada de retos y ansiedad.
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